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We Tripantu: cosmovisión ancestral y conservación de ecosistemas Opinión

We Tripantu: cosmovisión ancestral y conservación de ecosistemas

Ricardo Álvarez
Por : Ricardo Álvarez Antropólogo, Antropólogo Programa Austral Patagonia-Universidad Austral de Chile
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En la Patagonia chilena es posible observar múltiples expresiones de estos usos y consideraciones consuetudinarias que refuerzan las funciones ecosistémicas fundamentales para la subsistencia de todas las vidas, y que expresan las relaciones virtuosas que sostienen las comunidades humanas -en particular los pueblos indígenas- con la biodiversidad (de la que son parte y no a-parte). Es la misma cosmovisión y sus prácticas, sumado al conocimiento ecológico tradicional, la que entrega las pautas bajo las cuales se identifican los usos incompatibles y perjudiciales para la protección y convivencia efectiva en esta zona del mundo, ecológica y culturalmente inigualable. Nos referimos a pautas relacionales que favorecen compartir y solidarizar siempre con los otros (incluyendo a otras entidades como plantas y animales), y jamás excluirlos o competir con ellos para obtener un beneficio individual. Eso es inmoral: es como quitarle a un hijo las posibilidades de vivir.


Esta semana ocurre un nuevo solsticio de invierno que adquiere la dimensión cosmogónica de we tripantu, en el mundo mapuche, y machaq mara en el mundo andino. Al igual que en otras culturas del mundo, este día se festeja el inicio de un nuevo ciclo vital: plantas y animales comenzarán a revitalizarse con el sentir del sol, dando paso a una nueva temporada de siembras, nacimientos de animales, grandes jornadas de marisqueo y encuentros entre comunidades. Estos eventos nos invitan a mirar -y admirar- la sincronización vital que poseen comunidades indígenas y campesinas con la naturaleza, y a reconocer que el componente cultural es parte intrínseca e inseparable de la diversidad biológica.

Esta sincronización revela la existencia de un ‘entendimiento’ más allá de lo humano; una relación empática entre todos los co-habitantes de un territorio, o maritorio —para romper los límites occidentales entre tierra y aguas—, que caracteriza las cosmovisiones de miles de pueblos en el mundo desde tiempos inmemoriales. No es casual, de hecho, que las pinturas rupestres más antiguas conocidas (Cueva de Chauvet, con más de 32 mil años) den cuenta que sus autores “Miraron atentamente a animales que los miraron atentamente”, reflejando el acto de entenderse, comprenderse y establecer relaciones donde unos y otros median sus acciones de acuerdo a principios de convivencia. De eso se trata vivir. De eso se trata con-vivir.

La sincronización entre eventos naturales y comunidades humanas revela una cosmovisión en la que las relaciones son horizontales, y no jerárquicas; aspecto clave en los modelos de vida que aún hoy mantienen cientos de pueblos en el mundo, tanto indígenas como no indígenas, que basan su vida en costumbres o usos consuetudinarios sustentados en consideraciones éticas que van más allá de los umbrales de los límites humanos. Los ejemplos son múltiples: si se utiliza una fuente de agua natural (como una vertiente), se toman en consideración las otras vidas que también dependen de dicha agua; si se requieren peces como alimento, se prevé no extraer más de lo que el grupo en cuestión necesita pues estos peces también forman parte vital de otras vidas y tienen sus propias relaciones, tan importantes como las humanas. Asimismo, un espacio natural jamás se considerará privado o disponible para disfrute egoísta de una sola persona, porque todo (incluido el agua, aire y tierra) es un bien común regulado por reglas consuetudinarias, reglas de buen vivir. Tampoco se compite, sino que se fomenta el compartir equitativo, y no sólo entre personas, sino también entre otras especies y entidades no visibles como son los ancestros y espíritus que regulan éticamente el uso del medio ambiente.

En la Patagonia chilena es posible observar múltiples expresiones de estos usos y consideraciones consuetudinarias que refuerzan las funciones ecosistémicas fundamentales para la subsistencia de todas las vidas, y que expresan las relaciones virtuosas que sostienen las comunidades humanas -en particular los pueblos indígenas- con la biodiversidad (de la que son parte y no a-parte). Es la misma cosmovisión y sus prácticas, sumado al conocimiento ecológico tradicional, la que entrega las pautas bajo las cuales se identifican los usos incompatibles y perjudiciales para la protección y convivencia efectiva en esta zona del mundo, ecológica y culturalmente inigualable. Nos referimos a pautas relacionales que favorecen compartir y solidarizar siempre con los otros (incluyendo a otras entidades como plantas y animales), y jamás excluirlos o competir con ellos para obtener un beneficio individual. Eso es inmoral: es como quitarle a un hijo las posibilidades de vivir.

El reconocimiento de lo anterior es fundamental para trabajar colaborativamente en la protección y conservación biocultural de la Patagonia. Cualquier esfuerzo de gobernanza de áreas con altos valores de conservación debe considerar las relaciones entre múltiples ‘vivientes’, e impulsar procesos de diálogo en base al reconocimiento de la existencia de estos vínculos tradicionales y modos de vida.

Hoy en día, cuando las montañas, mares, ríos y lagos se han convertido en mercancías, desconectadas de las costumbres y desincronizadas de los ciclos humanos, las cosmovisiones vuelven a gritar su relevancia y a llamarnos la atención para que recuperemos principios que nos fueron enajenados brutalmente. Hemos sido marcados por una racionalidad orientada a menospreciar cualquier otra posibilidad de mundo -sobre todo aquellas en que las personas se entienden con los árboles o montañas- y que ponen a los seres humanos al centro de todo.

No nos extrañe, entonces, el nivel de devastación que estamos provocando en los ecosistemas: hemos olvidado las otras partes invisibles y espirituales que nos conectan con los demás seres, y que son esenciales para imaginar el futuro.

Esta semana, en que el Wetripantiu y el Machaq mara nos vuelven a recordar nuestra relación y sincronización con la naturaleza, deberíamos aprovechar de limpiarnos los ojos con el agua fría de este de invierno y sacarnos las antiparras rígidas de concreto que nos fueron inculcadas sin nuestro consentimiento y que, en consecuencia, nos cegaron.   

Es tiempo de celebrar al sol en su solsticio, recordando que la dicotomía occidental ‘naturaleza’ —por un lado— y ‘cultura’ —por otro— es un lamentable lastre histórico que nos ha desvinculado artificiosamente de los calendarios bioculturales (la luna, el sol, las floraciones y las estaciones) que compartimos con otros habitantes de este mundo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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