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Justicia y desobediencia Opinión

Justicia y desobediencia

Paulina Morales Aguilera
Por : Paulina Morales Aguilera Dirección de Formación General, Universidad Diego Portales
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Este 2 de julio, al otro lado de la cordillera, murió a los 93 años Miguel Osvaldo Etchecolatz, uno de los más temibles violadores a los derechos humanos de la última dictadura argentina. Era jefe de la policía bonaerense y desde ese lugar estuvo a cargo de más de veinte centros de detención y tortura. Sobre él pesaban nueve cadenas perpetuas por delitos de lesa humanidad, las que estaba cumpliendo en una cárcel común. En los diversos juicios a los que fue sometido se mostró siempre altivo e indiferente al dolor de las víctimas que colmaban las audiencias esperando justicia. Impasible escuchaba sus testimonios, aquellos horrores de los que era autor directo, con una cruz o un rosario en la mano. Nunca se arrepintió ni pidió perdón, nunca rompió el pacto de silencio, siempre reivindicó lo que había hecho en nombre de dios y la patria y reafirmó que lo volvería a hacer.

Múltiples imágenes vinieron a mi memoria cuando escuché la noticia. La primera, la de su ex hija (como así se autodenominó ella misma), Mariana Dopazo, quien en 2016 pudo finalmente cambiar ese apellido teñido de sangre. Ese acto fue uno más de un largo proceso interior que inició cuando entendió a qué se dedicaba Etchecolatz, pero que tenía raíces profundas en aquella infancia junto a su madre y hermanos. Para ellos era un esposo y padre temible. Siendo niños, recuerda, rezaban cada noche para que no volviera a casa, pero indefectiblemente él regresaba cada día de su ‘trabajo’. Y si allí se ocupaba de producir dolor y gritos a raudales a las víctimas de las torturas, en su casa exigía silencio sepulcral cuando nada más entrar se dirigía a su habitación para cenar siempre solo. La sola presencia en esos muros, sin embargo, era suficiente para desencadenar el miedo más paralizante. Era un ser capaz de generar terror con su presencia –en el trabajo- con o su ausencia –en casa-, pues nunca participó de las dinámicas familiares. Por todo eso, era necesario sacarse de encima ese apellido que pesaba como una condena en vida. Tras eso, Mariana comenzó a visibilizar públicamente su repudio al perpetrador y, junto a otros familiares en similar situación, dieron vida al Colectivo Historias Desobedientes, que agrupa a hijas, hijos y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia.

Este Colectivo nació en Buenos Aires en 2017 en respuesta a las políticas de olvido y retroceso en materia de derechos humanos impulsadas por la administración macrista y, más específicamente, frente al fallo de la Corte Suprema de Justicia argentina conocido como ‘el 2×1’, que permitió la rebaja o la modificación de condenas a ex represores, entre ellos a Etchecolatz, que gozó algún tiempo de prisión domiciliaria. Mediados por las facilidades de las redes sociales e internet, algunos de sus integrantes fueron poniéndose en contacto y dando vida a este grupo cuyo Manifiesto estremece desde sus inicios: “Somos las hijas, hijos, nietas, nietos y familiares de los genocidas que protagonizaron la feroz dictadura de la historia argentina. De allí venimos. Nacimos en el seno de esas familias. Fueron esos genocidas los que nos llevaron a la escuela, nos enseñaron lo que estaba bien y lo que estaba mal. Nos dijeron lo que debíamos pensar acerca del mundo y de lo que ocurría en él. Crecimos en esos hogares en los que alguien nos enseñó a rezar y a creer” (http://www.historiasdesobedientes.com/).

Conocí esta historia hace unos años cuando visitaba el Museo Sitio de Memoria ESMA, la fatídica Escuela de Mecánica de la Armada de Argentina, el mismo día en que las y los desobedientes realizarían una visita oficial a dicho sitio. Como se sabe, durante la dictadura encabezada por Jorge Rafael Videla (1976-1983) la ESMA fue convertida en uno de los mayores sitios de detención, tortura y exterminio; por sus dependencias pasaron más de 5.000 personas, la mayor parte de ellas hoy desaparecidas. Se trató de una experiencia humana y políticamente fortísima. Para la mayoría de sus integrantes era la primera vez que visitaban el lugar. La emoción, la impresión, el horror, la vergüenza ajena y la pena -entre otros- se sentían nítidamente durante el recorrido. Estaba claro que se trataba de un momento histórico en el devenir de esta naciente agrupación, que iniciaba así sus primeras jornadas por la verdad, la memoria y la justicia. A ratos se hacían paradas en determinados puntos del trayecto, donde iban surgiendo diversas preguntas en torno al espacio y a la experiencia que allí aún se preserva como testimonio histórico y judicial. Como bien dijo la directora de la ESMA, que guio a los visitantes, lo que se sabe del funcionamiento del lugar como campo de concentración ha sido reconstruido casi en su totalidad gracias a los testimonios de los escasos sobrevivientes, pues los perpetradores se han negado sistemáticamente a hablar. Y allí, algunos de sus hijos, nietos, sobrinos, reconocían a viva voz la importancia de que sus progenitores hablaran para reconstruir esta y otras tantas (demasiadas) historias de represión.

Al final del recorrido, en el denominado Salón Dorado de la ESMA, aparecían en las paredes imponentes imágenes sobre los juicios a los represores, numerosos y que en no pocos casos terminaron con sendas condenas. Como una ironía, las fotos de muchos de ellos, los jerarcas, eran proyectadas dentro de un marco dorado que luego se iba desdibujando, oponiendo el ‘honor militar’ a la bajeza humana, porque, como bien dijo en esa jornada una de las integrantes del colectivo, “cuando la orden es matar al pueblo la única salida es la desobediencia”. Se proyectó también todo el listado de procesados y condenados, tan enorme como enorme es la cifra total de desaparecidos en Argentina: 30.000. Tras ello se invitó a los presentes a comentar qué había significado para cada uno esta visita. Ahí se produjo uno de los momentos más estremecedores: oímos relatos conmovedores, llenos de dolor y mucha, mucha, violencia: “me preguntaba por qué a mí me había tocado un padre genocida”, “cuando comprendí en lo que trabajaba mi padre lo confronté. Su respuesta indignada fue ‘¿querés saber si torturo? Sí, torturo. ¿Querés saber si mato? Sí, mato’. Y luego me abofeteó dos veces”… Los dos días siguientes el Colectivo se reunió en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, donde presentaron el libro Escritos Desobedientes. Historias de hijas, hijos y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia (2018, editorial Marea). La palabra que resonó una y mil veces por esos días fue desobediencia, y sus sentidos son múltiples. Se desobedece a los mandatos del padre, porque “Tener un padre o un ser querido involucrado en delitos de lesa humanidad no es un asunto sencillo. Lo más probable es que el aparato psíquico se resista al dolor que esto implica y utilice la negación como mecanismo se defensa. Tendrá uno entonces que poder advertir -en el mejor de los casos- este fenómeno y decidir qué camino tomar”. Será preciso deconstruir los mandatos del patriarcado y la ley del padre para transitar el camino de la verdad y de la justicia, por eso buscan reformar el código penal y derogar así la prohibición legal de los hijos de testificar en contra de sus padres.

Se desobedece a la ley de obediencia debida y a tantas otras normativas que han buscado legalizar la impunidad e impedir los avances de la justicia. Unido a esto, se desobedece también a los pactos de silencio, que obligan a callar y que siguen sosteniendo la complicidad entre perpetradores. Los integrantes de esta organización repudian el silencio cómplice de sus familiares y asumen una lucha que tiene justamente un sentido opuesto: visibilizar, gritar, no callar, no olvidar, incluso si eso significa convertirse en un paria al interior de sus propias familias, como les ha sucedido a muchos de ellos. Quieren ser vistos, y escuchados, porque entienden que para que nunca más se repita la barbarie deben justamente recordar, traer al presente una y mil veces lo sucedido para, desde allí, pensar un futuro posible. Como resume su Manifiesto al final: “Hablamos para defender la justicia. Repudiamos para no ser cómplices. Desobedecemos para romper mandatos”.

Se desobedece también a las falsas propuestas de pacificación, reacomodo y discursos políticamente correctos de los procesos transicionales postdictatoriales. Como bien señalan entre sus lemas, “no olvidamos, no nos reconciliamos”. Porque hasta ahora los intentos de acuerdo en pos de una paz imposible sólo han redundado en dispositivos de silenciamiento, verdad a medias y justicia en la medida de lo posible, en definitiva, en una falsa oposición entre democracia y derechos humanos, como si para concretar y consolidar la primera se debiera renunciar en parte a los segundos.

Desobediencia. Reconstrucción. Verdad, Justicia y Memoria, así con mayúsculas. Porque en medio de tantos mecanismos de olvido y ocultamiento, de tantos intentos de dar vuelta la página, este colectivo reescribe su historia desde la desobediencia para contribuir al Nunca Más. Esa historia que es también parte la historia de todos nosotros. Es Argentina, es Chile, es Perú (desde donde se han sumado nuevos miembros a la organización). Es nuestra América Latina aun profundamente adolorida y fracturada por las huellas de las pasadas dictaduras cívico-militares que asolaron la región entre los 70 y 80.

Mientras un 2 de julio en Argentina muere Etchecolatz, en Chile conmemoramos 36 años de aquella trágica jornada de protesta nacional en contra de la dictadura de Pinochet en que Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas De Negri fueron quemados vivos por una patrulla militar y luego abandonos moribundos en un sitio eriazo de Santiago, donde horas más tarde fueron encontrados por lugareños que dieron la voz de alerta. Ella terminó con graves quemaduras que cubrieron más del 60% de su cuerpo, mientras él falleció a los cuatro días. Esta barbarie estremeció a Chile y al mundo entero, sin embargo, la impunidad sigue imponiéndose. Durante años los responsables fueron protegidos por el Ejército, que hizo todo lo posible por obstruir la acción de la justicia. En 2019 recibieron diez años de condena, pena irrisoria ante la brutalidad del delito cometido, y que fue además recurrida por los sentenciados. Recientemente, en marzo de este año, un nuevo fallo que revisó sus recursos de casación aumentó a veinte años las condenas a Julio Castañer González, Iván Figueroa Canobra, Nelson Medina Gálvez y Pedro Fernández Dittus, autores del crimen. Otros militares fueron recibieron penas menores como cómplices y algunos más como encubridores. De este lado de la cordillera la justicia ha sido esquiva, incluso burlada, como cuando en 2013 el entonces teniente Fernández Dittus fue ascendido a Capitán en vez de ser degradado.

En el sinuoso camino de la justicia se avanza y se retrocede. Mientras tanto, los criminales van muriendo. Terminan impunes, o prófugos, en la cárcel, en la comodidad de sus casas o en la del hotel Punta Peuco. Sea donde sea, la inmensa mayoría de ellos se lleva a la tumba lo que sabe, lo que vio, lo que hizo o mandó a hacer. Parten en silencio, infames, obedientes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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