
Vargas Llosa y su episodio como político contingente
José Rodríguez Elizondo, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2021 y analista internacional, recordó al fallecido escritor Mario Vargas Llosa en uno de sus múltiples episodios políticos en esta columna de opinión.
El Árbitro Supremo autorizó mi ingreso al mundo varios minutos después de que lo hiciera Mario Vargas Llosa. Quizás por ello, leímos los mismos libros cuando niños, Sartre nos capturó en la etapa juvenil y ya maduritos cohabitamos en la mitológica revista Caretas. Esa cuádruple coincidencia me facilitó (creo) una comprensión ajustada de su ardua complejidad. Y es que no era fácil decodificar la genialidad del gran escritor junto con sus pasiones cambiantes como orientador político y su inmersión frecuente en el mundo de la frivolidad. Esta lo habilitaba para cenar en pantalla con “famosos”, fungir como jurado de concursos de belleza, y, en sus postrimerías, ser personaje de la revista Hola.
Ese fue el contexto que me indujo, en 1984, a diseñar un proyecto de reportaje sobre Mario, con base en la relación de sus grandes novelas y textos periodísticos, con sus afinidades políticas que -en orden sucesivo- comprendían el comunismo, el trotskismo, el castrismo, la socialdemocracia y el liberalismo ortodoxo. Mi hipótesis de trabajo era que, tras participar en la política desde sus personajes literarios y periodísticos, el autor pronto pasaría a ser un personaje de la prosaica política real.
Se lo planteé en su casa de Barranco, tras una entrevista que le hice sobre la guerra en Centroamérica. Le propuse entonces un calendario de conversaciones grabadas y le advertí que partiría con su crítica a los políticos de la contingencia a los que consideraba “gárrulos” (muchos no sabían si era un insulto). Tengo anotado que invoqué la metáfora de los críticos de cine que terminan realizando las grandes películas que los cineastas profesionales no consiguen producir.
Desconfiaba de convencerlo al toque pues, en 1981, desde la revista Debate de mi amigo Felipe Ortiz de Zevallos, yo había criticado su flexibilidad para atacar la dictadura del general Pinochet disociándola de su política económica. “Mario se enojó con Felipe por tu artículo”, me contaron entonces. El enojo se habría traducido en una negativa para colaborar con esa revista. Sin embargo, el futuro Nobel escuchó mi propuesta con atención y hasta tuvo un gesto complacido cuando le dije que La guerra del fin del mundo era el bioequivalente de cualquier teoría general de las Ciencias Sociales. Amable, aunque flemático, se asomó a mi cronograma y se puso muy serio cuando le pedí en préstamo un ejemplar de su libro García Márquez: historia de un deicidio. Yo no lo había leído -a la sazón no se encontraba en librerías- y era importante para una filiación comparativa con el incorregible castrismo de Gabo. “Sí, claro”, me dijo desganado, pero el libro no apareció. Luego, tras una reflexión breve, aceptó mi propuesta sin condición alguna. Empezaríamos a trabajar un día determinado, a una hora señalada.
Las astucias de la historia dicen que en la mañana de ese día, Patricia, su esposa y gerente general de facto, me llamó por teléfono para avisarme que ya no habría primera sesión. Su voz sonaba risueña: “Mario te lo va a explicar”, terminó diciendo. En efecto, después hablamos pero no hubo necesidad de explicaciones. Ya se había publicado que el presidente Fernando Belaunde había citado al escritor para ofrecerle la Presidencia del Consejo de Ministros (“premierato”, en el léxico político local). En otras palabras, mi hipótesis de trabajo había caducado.
Derrota con muchos efectos
Sucede que, en definitiva, Mario rechazó la designación presidencial. Según “trascendidos”, no fue por privilegiar su vocación literaria, sino porque Belaunde no estuvo dispuesto a transformar el Premierato peruano en un Premierato británico, delegándole facultades importantes. Supuestamente, el escritor pretendía contar con algunos ministros de su confianza y con la asesoría de su entonces amigo Hernando de Soto.
Al margen de tal coyuntura, ese episodio lanzó a Mario al gran escenario político. Ese en el cual sólo actúan aquellos que los expertos reconocen como “presidenciables”. Apunto, como digresión, que él quiso creer que el impulso vino después, por su reacción principista contra la estatización de la banca que pretendió efectuar Alan García, su gran rival en el escenario de los superfamosos.
El hecho es que, bajo la primera presidencia de García, Mario fundaría el Movimiento Libertad, para promover un Perú de estirpe liberal desde el gobierno. Doctrinariamente, era un desafío altamente polémico en un país con mayoría social heterogénea y respondona, que permeaba incluso a sus dictaduras militares. Por eso, su escéptico colega Alfredo Bryce fue muy exacto cuando dijo que “Mario quiere ordenar el Perú como si fuera una novela suya, es decir, como si fuera una maravilla de perfección”. En el exterior los periodistas “progres” fueron menos respetuosos. La sarcástica Maruja Torres, de El País, definió al escritor como “el Julio Iglesias de la política peruana”.
Como se sabe, el vuelo de Mario hacia la política dura fue dramáticamente corto y rasante. Culminó en 1990 con su inapelable derrota ante un sorprendente y desconocido Alberto Fujimori, subrepticiamente apoyado por el presidente García. Por lo demás, hoy se sabe que fue una derrota con pésimas consecuencias en diferido. A contar del autogolpe de Fujimori de 1992, la institucionalidad democrática peruana nunca más fue lo que estaba siendo, con base en la Constitución de 1980. Incluso García debió exiliarse.
Bien podría decirse que el formidable novelista y frustrado gobernante había llegado al templo de la política como Sansón, para morir con todos los filisteos.
Posdata
Tres años después de esa derrota e inspirado en su libro autobiográfico El pez en el agua, escribí un minilibro titulado Vargas Llosa: historia de un doble parricidio (alusión a las complejas relaciones de Mario con su padre genético y con Jean Paul Sartre, su padre literario de juventud). Mi eje fue el análisis de su peripecia como escritor superexitoso y líder político superfrustrado. Concluía con una obviedad: su maestría para crear personajes y ambientes políticos no había tenido correlato en su ejercicio de la política real. Como colofón incluí un lugar común. Su derrota fue en beneficio de sus lectores de todo el mundo.
Supe que ese librito disgustó a Mario. Nunca me lo comentó, pero presumo que fue por algún matiz irónico irrefrenable, como el que transcribo: “Basta asomarse a las confesiones del escritor para comprender que, por sobre las doctrinas mismas, él tiene el temple de los grandes doctrinarios. La vocación de ir por la vida asestando verdades estentóreas cada vez que las descubre”.
Hoy me ratifico en lo escrito, pero confieso que me faltó profundidad. Es que en 2004, tras leer su novela El Paraíso en la otra esquina, percibí que el propio Mario había localizado la causa del desajuste entre su rol como intelectual influyente y su frustración como político contingente. Allí, tras la expresión de su simpatía por Flora Tristán, apasionada luchadora social del siglo XIX, le dedicó un párrafo en clave autocrítica: “creías que las palabras impresas denunciando el mal bastarían para poner en movimiento el cambio social”. A esa altura, ya había accedido a la gran sabiduría de la incertidumbre.
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