
¿Politización de las universidades estatales?
La pregunta relevante, intelectualmente interesante más allá de la crítica, no es si las universidades estatales son públicas. Lo son, por definición y por historia. La pregunta es otra, más incómoda y más urgente: ¿qué tipo de rol público queremos que encarnen?
Cada cierto tiempo retorna la crítica sobre la condición pública de las universidades en Chile. Este debate no es inocente: lo público funciona también como un argumento para justificar la demanda de financiamiento, ya que, al tratarse de un interés común, su sostenimiento mediante recursos públicos se vuelve autoevidente.
La más reciente iteración de este debate se presenta bajo la forma de una acusación: que las instituciones estatales han sido “politizadas” y, por tanto, no son efectivamente públicas. Bajo esta categoría vaga y, como veremos, sospechosamente funcional, se insinúa que las universidades del Estado han dejado de cumplir un rol técnico neutral para transformarse en instrumentos ideológicos.
Lo curioso, sin embargo, es que esta crítica, que pretende desmarcarse de toda posición política, responde exactamente a una operación política. Y no cualquier operación: se trata de una que ya conocemos, porque ha sido ensayada con insistencia –y consecuencias visibles en estas últimas semanas– en Estados Unidos.
Allí, en el contexto de las llamadas “guerras culturales”, las universidades han sido acusadas sistemáticamente de haberse transformado en bastiones de una “izquierda radical”, desconectada del sentido común ciudadano y de las necesidades reales del país. Las ciencias sociales y las humanidades son miradas con especial sospecha, pues involucran una puesta en cuestión (y crítica) de los discursos dominantes.
Aquí como allá, la acusación de politización cumple una doble tarea: al mismo tiempo que denuncia un supuesto quiebre de la neutralidad, oculta los intereses que presionan por una universidad subordinada al mercado, regulada por criterios de productividad, empleabilidad y eficiencia. En otras palabras, busca erosionar la legitimidad de la universidad como espacio de crítica, deliberación y producción de saberes no directamente orientados a la rentabilidad. Si se quiere, el resultado es una universidad servil, aproblemática. Una institución profesionalizante al servicio del mercado.
En Chile, esta ofensiva discursiva adopta una forma similar, aunque marcada por los habituales desfases con que las modas intelectuales del Norte Global se traducen localmente. La crítica dirigida a las universidades estatales, centrada en su supuesto alineamiento ideológico con el proceso constituyente, no expresa una genuina preocupación por su autonomía institucional, sino más bien el intento de restringir su participación en procesos de transformación democrática.
Se busca instalar la noción de que la universidad pública debe limitarse a una función técnica, desprovista de cualquier compromiso con la ampliación del espacio democrático o con la deliberación colectiva sobre el porvenir común. Esta concepción no solo es estrecha, sino también profundamente equivocada respecto de lo que implica ser la institución pública. Ni siquiera es el argumento de la técnica –ya que el apoyo al proceso es también, en última instancia, una función técnica–, sino de la sanitización del riesgo de los debates.
En particular, lo público no se define por la ausencia de conflicto o de posicionamiento, sino por la orientación hacia el interés general bajo principios de autonomía, pluralismo y deliberación abierta. En este sentido, una universidad pública no es simplemente una universidad financiada por el Estado, ni una que guarda silencio frente a los dilemas colectivos. Es una institución que se piensa a sí misma como parte de un proyecto común, capaz de sostener tensiones, de formular preguntas incómodas, de intervenir en el debate público sin necesidad de renunciar a su función técnica.
Limitar su acción a la gestión de indicadores o a la prestación de servicios equivale, en los hechos, a despojarla de su condición universitaria. Como apunta la gestión del valor público, el gerencialismo es una herramienta para el mejor cumplimiento de los fines institucionales, no su sustituto ni su horizonte normativo. Cuando la lógica gerencial se convierte en fin en sí mismo, la universidad se ve reducida a una agencia de cumplimiento, incapaz de sostener la apertura epistémica y el disenso que la caracterizan.
Lo público, en esta clave, no se define por la eficiencia en la entrega de productos, ni por su indiferencia, sino por la capacidad de articular sentidos comunes en condiciones de diversidad y conflicto.
La universidad pública tiene el deber de rendir cuentas, sí, pero también el derecho –y la responsabilidad– de incomodar, de proponer otros futuros posibles, de actuar como conciencia reflexiva de la sociedad a la que pertenece. Reducirla a su dimensión operativa, funcional, es, en definitiva, un modo de clausurar su vocación transformadora. No es casualidad que esta sea la agenda de algunos sectores políticos.
Sumado a lo anterior, es imposible no notar que la crítica a la politización es, además, selectiva. Lo es en la medida en que identifica como “política” únicamente aquellas acciones que no se alinean con los valores o intereses del denunciante. De esta forma, la defensa del mercado como principio organizador de la educación superior no se considera acto político, cuando claramente sí lo es.
Esto no significa, por supuesto, que no existan riesgos. Sí los hay. La implicación de las universidades públicas en procesos de alta conflictividad política puede abrir la puerta a presiones partidarias, a intentos de captura institucional o a la erosión de su autonomía crítica.
Pero estos riesgos no se conjuran mediante una retirada estratégica hacia una pretendida asepsia ideológica, sino mediante el fortalecimiento del pluralismo interno, de los mecanismos deliberativos, del compromiso con la formación de un juicio crítico que permita a la comunidad universitaria sostener sus decisiones con autonomía y responsabilidad. Renunciar a la palabra, por miedo a la crítica, es exactamente el camino contrario al de una universidad pública.
Por eso la pregunta relevante, intelectualmente interesante más allá de la crítica, no es si las universidades estatales son públicas. Lo son, por definición y por historia. La pregunta es otra, más incómoda y más urgente: ¿qué tipo de rol público queremos que encarnen? ¿Una publicidad entendida como repetición obediente del sentido común hegemónico, como reproducción silenciosa del statu quo? ¿O una publicidad comprometida con el pensamiento, con la crítica, con la apertura de futuros no predefinidos por los intereses dominantes?
De eso debería tratarse este debate. No de neutralidad, sino de proyecto. No de silencios, sino de voces que asumen su lugar en la conversación colectiva. No de ideologías camufladas, sino de la responsabilidad pública de pensar, incluso cuando pensar incomoda.
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