Señor director:
Algunos tecnócratas están comenzando a clamar por un mayor protagonismo de las humanidades en la enseñanza media y superior. ¡Qué notición! Ya era hora, se dirá. Atendiendo a la índole de quienes lo piden, vale la pena recordar el refrán que dice: «Los cuidados del sacristán pueden matar al señor cura».
Por cierto, hay que tener el buen cuidado de no convertir a las humanidades en un peso muerto, es decir, en mera erudición carente de todo contacto orgánico con la vida. Cuando ello ocurre se transmutan en gomosa pedantería o, en el mejor de los casos, en conocimientos de salón. O, quizás, en el aderezo preciso para acreditar un programa de posgrado o una carrera universitaria.
A los tecnócratas hay que recordarles que las humanidades son un saber de la vida y para la vida. No en vano exploran los laberintos de la mente humana. Ellas ponen de manifiesto que el hombre es un ser hecho de madera torcida y nos enseñan que, a veces, del mal sale el bien y viceversa. Las humanidades no son un canto monocorde a la bondad del hombre, tampoco a su maldad. Ellas nos enseñan a reconocer las complejidades de lo humano y, sobre todo, son una incitación a desplegar las potencialidades específicamente humanas.
En efecto, ellas nos invitan a convertir en virtudes las virtualidades que están ínsitas en nuestra propia naturaleza a fin de tener vidas más plenas o, si se prefiere, más próximas al umbral de la felicidad. No es una tarea simple ni modesta. Y, además, de resultados inciertos.
Instrumentalizarlas para alcanzar fines filisteos implicaría no sólo desvirtuarlas, también herirlas de muerte, en definitiva, terminar de sepultarlas.
Luis R. Oro Tapia
Politólogo