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La lucha feminista: ¿la oligarquía atrapada y sin salida? Opinión

La lucha feminista: ¿la oligarquía atrapada y sin salida?

Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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La lucha de las mujeres también se inscribe en una coyuntura crítica del establishment, de todos quienes somos golpeados diariamente por un modelo patriarcal y oligárquico de sociedad, que ha hecho históricamente de la violencia su principal mecanismo de reproducción.


Es difícil escribir sobre el feminismo sin manifestar antes, y no sin una cierta pose progre, que también somos partidarios de sus legítimas demandas. En un ambiente recargado por las vociferantes redes sociales, hay que andarse precavido por la vida para no aparecer como retrógrado.

Pero es cierto que la causa de la emancipación de las mujeres del dominio patriarcal y de las violencias y acosos que sufren es justa y, en muchos sentidos, irrebatible. Al punto de que el propio Piñera, de impronta machista, y el sector más liberal de su Gobierno, realizan un intento a estas alturas algo desesperado por “no entregar la agenda feminista gratis al mundo progre”. Se ha hecho cargo parcialmente de ella –con la excepción significativa de la educación no sexista– en una maniobra que puede concluir mal, o al menos con letra chica, como se puede percibir en la iniciativa que pretende que los hombres –y no las utilidades impúdicas de las Isapres– financien la igualdad de género en el costo de la salud.

La muy positiva instalación de la agenda de género, como casi siempre ocurre con los temas complejos, tendrá diversos ribetes simplificados al extremo y dejará pasar por alto, por ejemplo, el hecho de que también hay mujeres violentas y acosadoras y que, al igual que muchos hombres, hacen abuso de sus menos frecuentes posiciones de poder. El abuso que se hace a veces con la custodia o cuidado personal de los niños y sus padres es un nítido ejemplo de ello.

[cita tipo=»destaque»]Ahora, a falta de legitimidad democrática suficiente de la mayoría de los representantes institucionales, impera la vociferante calle. Ella tiene nuevos y viejos protagonistas: los(as) voceros(as) de las tomas y asambleas, por una parte, y figuras como Jacqueline Van Rysselberghe, el diputado Urrutia y sus frases para el bronce, por otra. Es ahora el tiempo de Florcita Motuda, Pamela Jiles y Joaquín Lavín –¿se han dado cuenta de que casi todos los días aparece por cualquier minucia en algún canal de TV (de preferencia el Mega)?–, así como del outsider José Antonio Kast.[/cita]

Y es que, en un ambiente rarificado, con una institucionalidad por el suelo, donde ni el Gobierno ni la oposición tienen control de la agenda pública, resulta casi natural que las redes sociales y quienes se sienten llamados a constituirse en los nuevos referentes, avalados por demandas históricas, tomen el toro por sus astas y estallen viejos y nuevos problemas de una sociedad que ha acumulado brutales tensiones a lo largo de su historia.

Ya fue el caso del notable rol de la mayoría de la Iglesia en los años de dictadura, pero que hizo que en democracia el incipiente pus de los desvaríos morales del catolicismo, que contaron con la complicidad de la sociedad patriarcal tradicional, en particular en la dictadura, se siguiera acumulando al punto que, como hemos visto, alcanzara altos niveles de putrefacción y que la historia terminase como concluyó.

En esta nueva escenografía no tienen cabida ni el panzer Insulza (pese a sus esfuerzos), ni aquellos que se vanagloriaban, con o sin razón, de ser parte de una generación de políticos estadistas: ¿dónde están los Andrés Allamand, Carlos Montes o Francisco Huenchumilla?

Ahora, a falta de legitimidad democrática suficiente de la mayoría de los representantes institucionales, impera la vociferante calle. Ella tiene nuevos y viejos protagonistas: los(as) voceros(as) de las tomas y asambleas, por una parte, y figuras como Jacqueline Van Rysselberghe, el diputado Urrutia y sus frases para el bronce, por otra. Es ahora el tiempo de Florcita Motuda, Pamela Jiles y Joaquín Lavín –¿se han dado cuenta de que casi todos los días aparece por cualquier minucia en algún canal de TV (de preferencia el Mega)?–, así como del outsider José Antonio Kast.

A falta de una agenda política, y de una solución estructural a demandas acumuladas por años, cada cual está llamado(a) ser protagonista de su propia historia en un contexto en que ha imperado una violencia de larga data.

De vuelta al colegio: repasando nuestra violencia histórica

Álvaro Jara, inspirado en la vieja escuela de los Annales, escribió en 1961 un texto premonitorio, Guerra y sociedad en Chile, donde enfatiza el carácter bélico de la sociedad que se construye a partir de la ocupación española. Algunas de las frases de aquel texto son memorables: “Las formas bélicas no pueden ser ajenas al devenir del resto de la realidad histórica. En el Chile de los siglos XVI y XVII sería difícil no percibir la absorbente temática bélica que parece dominar toda la sociedad. La guerra está presente en las crónicas, en los poemas, en las relaciones y en los documentos. Es un motivo constante dentro de esta sociedad estructurada por la violencia, en cuya conformación el elemento conquistador jugó un rol decisivo. De ahí que el estudio del ejercicio de la violencia y de sus transformaciones históricas ha parecido interesante e imperativo”.

No es casual, entonces, que los cronistas de la época comparen la fisonomía del territorio nacional con “la vaina de una espada” y que el orden institucional alcanzado finalmente luego de la Independencia, la construcción portaliana, se hubiese impuesto sobre la base de la violencia y el exterminio de la generación independentista, o que en el siglo XIX cada generación hubiese vivido su propia guerra.

En ese escenario tampoco resulta casual que el principal best seller hoy sea precisamente Un veterano de tres guerras, que retrata la Guerra del Pacífico, la muy violenta “pacificación de La Araucanía” y la cruenta guerra civil de 1891, en la que, luego del desenlace, el cadáver del Presidente Balmaceda tuvo que ser escondido para no ser sometido a escarnio.

Y ni hablar del siglo XX, lleno de asonadas militares, levantamientos, motines populares (hasta una República Socialista) y un golpe de Estado sangriento y demoledor. Si bien es cierto esa violencia se construyó de manera casi natural en una “frontera de guerra”, no es menos verídico que el propio desarrollo social y económico de la marginal “capitanía general” –nótese el concepto usado por la Corona para referirse a Chile– hizo también su aporte. El desarrollo social en torno a la unidad productiva que se llamó la hacienda, hizo de esta institución, y de sus dueños –como lo señaló acertadamente Rolando Mellafe–, el verdadero poder político colonial.

No es accidental que dicha unidad productiva contuviese no solo a la figura del patrón, sino también la institucionalidad religiosa –la iglesia al lado de la casa patronal– y el calabozo, como hasta hoy aún se observa en algunas casas patronales de Colchagua. El patrón era a la vez poder político, religioso y judicial. En torno a la hacienda pululaban inquilinos, vagabundos y peones que se arranchaban en los límites de la misma y en ese espacio surgió otra institución emblemática de nuestra sociedad: los niños(as) huachos(as). En ese dispositivo de poder se consolidó un orden social y económico que la Independencia solo profundizó.

La oligarquía que triunfó en Lircay consolidó luego un orden institucional construido sobre los cadáveres de los próceres independentistas, el que anuló las provincias y centralizó las decisiones en Santiago, a pesar del poder minero en el norte, el comercial en Valparaíso y el agrícola en el Valle Central.

En ese contexto, no resultó fortuito que el modelo europeo germánico haya inspirado a esa generación y de allí su intento por traer razas “puras” y por construir un orden disciplinario, “una monarquía, pero sin rey”, diría Portales, “por la razón o la fuerza”, señalaría nuestro escudo nacional, que solo generó violencia a lo largo de la convulsiva centuria decimonónica y que imposibilitó el surgimiento de una democracia en forma, con un rol relevante de la oposición o disidencia.

La marginalidad en que terminó sus días José Miguel Infante, o el paso de Manuel Antonio Matta desde la disidencia a la cooptación, son un buen síntoma de que en aquel régimen no había espacio para discrepar, sino solo para componer acuerdos de poder al interior de la oligarquía dominante.

La educación: el arma principal del disciplinamiento

En el desarrollo de tal orden, la educación debía cumplir un rol fundamental. De allí que la oligarquía dominante le hubiese dado tanta prioridad a la misma, a pesar de la resistencia de sus expresiones más retrógradas. En la dicotomía a la que se veían enfrentadas las incipientes naciones, Civilización o Barbarie, Chile y su dirigencia optaron por hacer de la educación el vehículo que nos sacaría del atraso y del oscurantismo español.

Se fundó entonces la Universidad de Chile, institución donde se formaría y prepararía la elite dirigente para controlar el Estado, por una parte, y las escuelas normales, para el disciplinamiento del “bajo pueblo”, por otro. Pero clave era también la Penitenciaría, institución que, desde el propio Bello en adelante, fue percibida como un agente moralizador.

Para aquellos que alguna vez pasamos años escudriñando y oliendo el polvo de los manuscritos del Archivo Nacional, resulta casi natural observar la similitud entre los diferentes reglamentos de cárceles, escuelas e instituciones de piedad. Si se les borra su título, nadie se percataría de qué institución son: cuadriculación del tiempo, el papel moralizador de la religión, el taller como redentor del trabajo, la medicina como nueva terapia social y la estadística para medir a la población.

La escuela y la educación han desempeñado, hasta la reciente dictación de la ley de Inclusión, uno de los principales mecanismos de dominación y control social que han reproducido la violencia institucional de nuestra sociedad, siendo algunos de sus paroxismos el carácter patriarcal de nuestra sociedad, la exaltación de batallas sin gloria y de controvertidos héroes militares, los que, a nivel popular, también cobran expresión en la multiplicidad de bandas, desfiles y otras formas marciales que entusiasman a nuestros grupos subalternos.

El carácter patriarcal con que históricamente se construyó nuestra identidad y el papel de la violencia en nuestro devenir histórico, se traspasó luego de manera casi natural a nuestra institucionalidad. Nunca hemos tenido una Carta Magna que sea fruto de una profunda discusión nacional. Pero sobre todo se consagró el perfil disciplinario y reproductor de un modelo patriarcal que tuvo la escuela desde su origen, agravado por la invisibilidad social de la mujer, relegada, incluso en la élite, a roles subalternos.

Pero la mujer no fue la única víctima social del orden oligárquico. También lo han sido todos los(as) niños(as) huachos(as) que pululan y desbordan de manera invisible nuestra historia patria y también todos los chacales de Nahueltoro, que en su desesperanza asesina a Rosa y sus cinco hijos para que no “sufran más” y, de paso, mata a dios.

El machismo se prolonga hasta hoy en nuestra cultura patriarcal, como cuando los empresarios y el entonces ministro Céspedes se exhibieron no hace mucho impúdicos en un importante evento social de ese mundo con una muñeca inflable, sin que el ministro, en el contexto de un Gobierno ejercido por una Presidenta feminista, pagase ningún costo, aunque más tarde fuera destituido por otras razones.

Epílogo

Se llega a esta coyuntura política en la que la legitimidad institucional está por el suelo, donde Gobierno y oposición deambulan en su propia balsa de la medusa, sin agenda y sin propósitos claros, y en la que irrumpe, sin pedir permiso y con mucha fuerza, un movimiento feminista que reivindica, con justa razón, el fin de la violencia de género y una educación no sexista.

Pero no se debe perder de vista lo que señaló hace un siglo Rosa Luxemburgo a la feminista española Belén de Zamora: la reivindicación de los derechos de la mujer forma parte de un conflicto histórico mayor contra la violencia institucional que han ejercido las oligarquías a lo largo de la historia contra aquellos, en nuestro caso, que somos parte de los grupos subalternos, el “bajo pueblo”, los “ciudadanos de a pie”, o como quiera llamárselos hoy. Si no, corremos el serio riesgo de que el modelo de dominación vigente –el neoliberalismo impuesto en origen a sangre y a fuego– pase nuevamente “piola” y quede exento de la crítica y al margen de proyectos de transformación estructural, tal como ocurrió ayer con los movimientos regionalistas, ambientalistas, No + AFP y otros, y no sean más que la moda de turno para fragmentarse y diluirse hasta tornarse irrelevantes.

La lucha de las mujeres también se inscribe en una coyuntura crítica del establishment, de todos quienes somos golpeados diariamente por un modelo patriarcal y oligárquico de sociedad, que ha hecho históricamente de la violencia su principal mecanismo de reproducción.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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