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La máquina de la violencia Opinión

La máquina de la violencia

Las instituciones educacionales se han convertido en espacios de adoctrinamiento. Como los estudiantes no son aún miembros plenos de la máquina de la deuda, su ciudadanía goza de cierta libertad, que bien pueden ser cercenadas con una movida inteligente: convertir la sala de clases en parte de la guerra contra el terrorismo islámico, mapuche y/o comunista.


Al origen, las palabras sanción o sancionar, se vinculan con la rica etimología latina de “Sacer”, lo sagrado, volverse sagrado. Sacramento, sacrificio, sacrilegio, santuario, y hasta juramento, pertenecen al profundo árbol de Sacer. Así sanción o sancionar puede significar “volverse sagrado, hacerse inviolable por un acto religioso”. Por lo mismo, el acto de sancionar puede ser comprendido como el acto por el cual se establece una ley o una norma de manera irrevocable. Es una consagración, es la manera de volver un texto obligatorio. Con un tono de humanismo –pues no existen sanciones que para las leyes humanas- sanción significa sello, garantía. Lo que puede ser transgredido necesita de sanción, es decir, necesita de aquello que dotamos de autoridad. Es el poder de la sanción: su humanismo.

En esa misma línea de humanismo es que hoy estamos acostumbrados al vínculo entre sanción y castigo. Pero se trata en verdad de un residuo metafísico del Sacer religioso. La punición como consecuencia natural –lógica- de actos que se consideran viciosos es, además y por cierto, un destilado jurídico que hace ascender al castigo al rango de sanción. Así, se es responsable por el castigo. Se lo merece. Lo consagra la autoridad, su poder y la fuerza de la ley. Al fin y al cabo, ese castigo se transformará en un bien para el sujeto porque punir es siempre expiar. Siempre será mejor sufrir una injusticia que cometerla: se enseña desde Platón, lo que equivale a decir que es preferible la punición a la impunidad. El castigo es un mal que promete un bien y hasta puede ser ejemplar, ahí el eximio modelo de Sócrates.

[cita tipo=»destaque»]Aula segura o Aula democrática, de todo este posible entramado comprensivo del problema de fondo que implica la sanción, el castigo o la expulsión en los espacios educativos y en las instituciones escolares? Pues, nada. Absolutamente nada. Ambas aulas, junto con desconocer la opinión de los expertos –que ha sido unánime contra esta proceso legislativo- vienen a violentar, a enturbiar, a manosear un fenómeno y un problema típicamente escolar, pero de un espesor sociológico y antropológico notable.[/cita]

La institución por excelencia donde debemos aprender la economía de la sanción y el castigo es la institución escolar. La educación vivida como aprendizaje de la sumisión. Lejos de iniciar al futuro adulto a aceptar las instancias impersonales de las leyes y la ciudadanía, la educación, al contrario, lo prepara para obedecer de manera incondicional a autoridades total y absolutamente individuales y personales (el cura, el noble, el profesor, el director, el inspector) perpetuando así la relación de dominación.

Ciertamente –enseña Rousseau- el estudiante se puede rebelar contra su educador, pero la lucha será sobremanera desigual pues lo que predomina en ese caso es la duplicidad discursiva y la falsedad, es decir, ignorar la desobediencia pero con el convencimiento que lo que hace el joven estudiante está mal.

En este contexto, la sanción no es más que un medio de coerción. La reproducción de la desigualdad lleva finalmente a aprender a someterse o a aprender a mentir: tal es la alternativa que propone la educación tradicional, advierte Rousseau. Por esta razón, su propuesta es: si va a existir en el proceso educativo una sanción, sólo será admisible la sanción que propicia una vuelta sobre sí, la que produce subjetividad antes que la anula, es decir, una sanción en la que el sujeto toma conciencia de la medida de sus actos y comprende la transgresión.

Ante el espesor y la densidad del acto sancionatorio, la posición de Durkheim es también notable, pues se muestra contrario a las dos tesis dominantes ya advertidas: la tesis disuasiva de la sanción y la tesis expiatoria. La sanción del profesor debe responder más bien a una reprobación pública lo más expresiva posible, lo más ostentatoria que se pueda, de tal manera que al producir una sanción social, se busca directamente educar mediante los sentimientos morales y la interiorización de las normas. Es por esta razón que tanto para Kant como para Durkheim e incluso para Piaget, la verdadera sanción escolar jamás podrá poseer una virtud correctiva, disuasiva o expiatoria. En sí mismo el castigo es inoperante, disfuncional y no sirve para nada. Durkheim llegó a afirmar que el castigo es una suerte de contra-delito que anula el delito.

No obstante, en casi todos los sistemas educativos de todas las épocas ha existido  el paradigma que podemos llamar de pacificación del espacio escolar. Siempre ha existido la cláusula de la expulsión. Y mucha atención, porque sin paradoja, la expulsión está lejos de ser una sanción o un castigo entre otros, pues significa la imposibilidad  misma de sancionar. La expulsión, la exclusión, significa un punto de no retorno, un divorcio definitivo entre el estudiante y la comunidad educativa, una suerte de límite en la posibilidad misma de educar.

¿Qué consideran, Aula segura o Aula democrática, de todo este posible entramado comprensivo del problema de fondo que implica la sanción, el castigo o la expulsión en los espacios educativos y en las instituciones escolares? Pues, nada. Absolutamente nada. Ambas aulas, junto con desconocer la opinión de los expertos –que ha sido unánime contra esta proceso legislativo- vienen a violentar, a enturbiar, a manosear un fenómeno y un problema típicamente escolar, pero de un espesor sociológico y antropológico notable.

Aula segura y Aula democrática son comunicacionalmente efectivas, coinciden con el sentimiento más primitivo del fascismo sumario, judicial y punitivo de la opinión pública actual que quiere sangre en el circo romano.

Todo este proceso es más una respuesta a las dinámicas de filmación de los actos violentos en entornos escolares, esto es, al espectáculo; que una respuesta a las problemáticas de la educación. Mucho tiempo la derecha dijo que la gratuidad impedía hablar de la calidad.

Muchos criticaron que el análisis de la justicia financiera evitaba la cuestión de la educación propiamente tal. Pero hoy volvemos a evitarlo y decidimos hablar de seguridad, de escala de sanciones en un código penal paralelo al habitual, un código especial para organismos educacionales.

Y en medio, la excepción puesta como regla, el profesor rociado con bencina como causal suficiente para la reestructuración de todo el sistema. Increíble. Aula Segura es una nueva respuesta tribal a un problema complejo, que es lo mismo que decir fascismo. Aula Segura traslada el populismo penal a los establecimientos educacionales, vía la televisión, como siempre. Y además potencia la violencia, pues en una sociedad del espectáculo, donde estar en televisión y gozar de fama es lo más importante e integrativo, los estudiantes desintegrados tienen la ocasión de pertenecer a algo, de ser significativos, si mediante la violencia actúan.

Como rockstars satánicos de la destrucción, su carácter central como la necesidad de exterminio del gobierno, generará en la siempre rebelde juventud una presión para sumarse al único equivalente de la lucha contra un orden apremiante y absurdo. Y así, los dos lados del sistema, gobierno y estudiantes violentos, harán su negocio redondo; ambos integrados en las dos caras de un mismo espacio en el mundo: el sistema escolar. ¿La creencia de fondo? Las instituciones educacionales se han convertido en espacios de adoctrinamiento. Como los estudiantes no son aún miembros plenos de la máquina de la deuda, su ciudadanía goza de ciertas libertad, que bien pueden ser cercenadas con una movida inteligente: convertir la sala de clases en parte de la guerra contra el terrorismo islámico, mapuche y/o comunista.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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