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“Basta de permitir más abusos”: la fantasía de lo oculto versus lo legítimo de lo evidente Opinión

“Basta de permitir más abusos”: la fantasía de lo oculto versus lo legítimo de lo evidente

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Ignacio Fuentes Lara
Por : Ignacio Fuentes Lara Psicólogo Clínico. Grupo Miradas
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“¡Basta de permitir más abusos!”, enuncia la declaración pública de los magistrados tras conocerse el informe de la PDI sobre los abusos a menores al interior del Sename. Y la pregunta de regreso podría ser, bueno, ¿quién los permitió en primera instancia?, ¿se puede permitir un abuso?, ¿puedo autorizar mi abuso? La clínica nos orienta respecto a los mecanismos psíquicos del poder, en términos de las consecuencias frente a la necesidad del otro para su ultraje mediante la violencia, y a los lugares que puede cristalizar el daño psíquico: identificación con el agresor, escisión, desmentida que se vivencia como aceptación del pacto perverso, el que nunca fue una alternativa sino un forzamiento a la división.


A raíz de la publicación mediática del último informe de la PDI respecto de situaciones de graves vulneraciones de derechos –que a estas alturas deviene una edulcoración para no decir homicidios, infanticidios, abusos sexuales y maltratos de todo tipo–, varias voces han salido a la palestra, nuevamente, con la urgencia que amerita el impacto y el espanto.

Una de ellas ha sido la de la Asociación de Magistrados de Chile, la que mediante su comisión de infancia emitió un enérgico comunicado, haciendo un llamado a vestir de negro en señal de malestar por la insensibilidad, desinterés y desidia demostrada por “la actitud de los distintos poderes del Estado e instituciones de privar de información a jueces, gremios y actores relevantes”. Ante ello, algunas reflexiones:

¿Vale decir que se privó de información?, cuando los reiterados y cíclicos informes realizados por diversas instituciones han sido claros en señalar cómo el Estado chileno vulnera grave y sistemáticamente los derechos de niños, niñas y adolescentes [NNA] que se encuentran en cuidado Residencial. Se indica con ello la ineficiencia y desidia del Estado en el cuidado de quienes se les ordenó cuidar, quedando corto en herramientas de evaluación de competencias o habilidades parentales para sus propios agentes.

Pero poco se enarbola el hecho de que muchas de estas Residencias son de administración privada mediante organismos colaboradores [OCAS], los que cuentan con agendas, valores y culturas organizacionales que muchas veces propenden, normalizan, legitiman y, en sus más oscuras instancias, promueven la violencia y abusos en el interior de sus paredes. Mismas OCAS a las que se les escucha con más atención que a los propios niños(as) cuando piden aumento de subvención sin dar todavía pruebas de su eficiencia o efectividad, realizando poco o ningún trabajo de acompañamiento terapéutico con familias, pensándose bomberos pero siendo en la práctica piromaníacos (Eliacheff, 1997).

Poco se enarbola que el ingreso de estos niños(as) a Residencias se realiza –siempre por derivación de Tribunales de Familia–, luego de la elaboración de uno o más informes efectuados en programas ambulatorios de las mismas OCAS, las que en ocasiones administran las mismas Residencias a las cuales posteriormente sugieren el ingreso. La autocrítica en la misiva de los magistrados parece ser tan esquiva como la asunción de responsabilidad en la permanente debacle, toda vez que sí se cuenta con sostenida información sobre las escasas competencias de estas instituciones en la elaboración de informes, recayendo como adictos en prácticas nefastas como el copy/paste de antecedentes. Legitimando situaciones, en los hechos, como la no incorporación de los peritos en las audiencias de juicio o de revisión de medidas, como si la opinión misma del profesional fuese un dato anexo al cúmulo de palabras vacías que se repiten irreflexivamente, con la ligereza enunciativa que descuida el inmortal daño que queda registrado en esos informes, muchas veces valóricos antes que técnicos. 

Es más, el lapidario informe de ONU realizado el año 2018 efectuó severas críticas y cuestionamientos al accionar del Poder Judicial en relación con la mantención de la crisis permanente del cuidado a infancia vulnerada en/por Chile. Dicho informe criticó a los jueces, ya que privilegian la adopción de medidas que separan al niño de su familia, aunque esta situación se promulga como última ratio, debiendo realizarse luego de despejar todas las posibilidades de mantener a los NNA con su familia.

La internación en Residencias debería ser “excepcional y transitoria”, mientras se hace un monitoreo (¿y facilitación?) a aquellos cambios en las condiciones de la familia que generaron el retiro del niño(a). Sin embargo, dicho informe señala que “la mayor parte de los jueces carecen de formación específica para evaluar dichos avances (de programas de reintegración) y se limitan en gran medida a supervisar la situación del centro”.

Sobre ello, Ciper destacó también que los ingresos a residencia se realizaban bajo la causal de pobreza, así como se constató que los jueces permiten que se prolongue “sin control” el tiempo que el menor estará internado y que se separen hermanos “por razones administrativas”, sin consideración del interés superior de los niños.

¿Cuánto se puede “ocultar” lo que se sabe?, porque suena tan similar a aquel retorno de lo reprimido enunciado décadas atrás por Freud, retorno de aquello que no puede relegarse de la conciencia por mucho tiempo, aquello que pulsa para hacerse escuchar. Es más, nos advierte que “no tenemos que imaginarnos el proceso de la represión como un acontecer que se consumaría de una sola vez y tendría un resultado perdurable, como si aplastáramos algo vivo que de ahí en más quedara muerto. No, sino que la represión exige un gasto de fuerza constante; si cejara, peligraría su resultado haciéndose necesario un nuevo acto represivo” (1992 [1915], pág. 146).

En este orden de ideas, conocido es aquel discurso histérico en el que el agente se posiciona dividido entre lo que sabe y lo que no sabe que sabe. Puntos en común entonces con aquella queja del ocultamiento, como si la información saliera por arte de magia como los conejos de los sombreros del prestidigitador, en vez de ser el resultado de un proceso activo de búsqueda, recopilación, análisis y síntesis. Como si no se exigiese mucho esfuerzo continuo en no ver esa misma información que ya se conoce o es evidente.

Qué, cómo y para qué se ha hecho o resuelto por parte del Poder Judicial con la información que sí dispone, y la misiva puede pasar de la queja a la fuerza necesaria para realizar un trabajo. Como si la invitación fuese del “qué pasó” al “qué me pasó” (López, 2002), o en este caso al “qué me dejé ocultar”. 

Permítame el lector un juego de lugares o de posiciones: ¿cómo se ponderaría la prueba de cierto informe DAM que indica una figura adulta que nunca pudo/quiso mirar que el abuso estaba ocurriendo en su propia intimidad? ¿Y que luego, producto del daño vincular de años, responde a los inquisidores periciales, responde que nunca sospechó que con quien compartía el lecho tenía otros intereses, otro empuje libidinal, pero que por un sentimiento de dependencia no podía concluir una vez sabido de los abusos? Valorando con lo poco que se dispone, fácil se podría sancionar una grave incompetencia o negligencia. O al menos su sospecha.

¡Basta de permitir más abusos!”, enuncia la declaración pública. Y la pregunta de regreso podría ser, bueno, ¿quién los permitió en primera instancia?, ¿se puede permitir un abuso?, ¿puedo autorizar mi abuso? La clínica nos orienta respecto a los mecanismos psíquicos del poder, en términos de las consecuencias frente a la necesidad del otro para su ultraje mediante la violencia, y a los lugares que puede cristalizar el daño psíquico: identificación con el agresor, escisión, desmentida que se vivencia como aceptación del pacto perverso, el que nunca fue una alternativa sino un forzamiento a la división.

En otro lugar indiqué cómo un estudio del Centro de la Familia UC (2017), respecto de falencias asociadas al Poder Judicial en lo que respecta a la crisis permanente de Sename, concluyó en la falta de uniformidad de los propios criterios jurídicos en la determinación de la vulneración de derechos, es decir, las decisiones de jueces serían en su mayoría arbitrarias. No resultando menor el reconocimiento de que los propios agentes llamados a ejecutar la ley sean desconocedores de la misma (Fuentes, 2018).

Concluyamos, junto con el comunicado, respecto de la invitación a la vestimenta negra, casi como un lapsus de la toga que por lógica resultaría lo más propio de los jueces, de la difícil y subjetivante acción que realizan diariamente con la seriedad, imparcialidad y sabiduría que requiere el cargo. Como si la invitación fuese volver a investirse del rol que les corresponde, volviendo aquel auto acordado N° 62-2009 sobre la vestimenta de los jueces, en el que el pleno de la Corte Suprema destaca que la Constitución les impone “una conducta superior a lo normalrequiere la dignidad de su magistratura en su vestuario y trato con abogados y otros partícipes en los procedimientos, así como sus subordinados y público en general”. 

La dignidad vuelve al ruedo, a la palestra pública. El negro también nos recuerda el luto histórico que impone la toga, el luto de las 1.313 muertes conocidas en dependencias de centros del Sename, luto por una infancia que tampoco se deja morir del todo, que vive y resiste. Concluyamos con el comunicado y juguemos a qué ellos se refieren cuando, tras el negro y tupido velo, nos recuerdan algunos jueces que “para ellos no hay esperanza ni luz alguna”.

Ellos somos nosotros y, a eso, bien vale resistir.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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