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Ese ídolo neoliberal chileno Opinión

Ese ídolo neoliberal chileno

Juan Ignacio Latorre y Pedro Pablo Achondo
Por : Juan Ignacio Latorre y Pedro Pablo Achondo Senador de la República Revolución Democrática/Teólogo y poeta Red de Pensamiento Social Cristiano
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No es raro que las sociedades se otorguen ídolos, ideas fijas y absolutas que se elevan como verdaderas deidades. No nos cabe duda que la crisis de civilización es también una crisis ética y espiritual. Pero hay que ser justos, ¿Alguna vez no lo ha sido? ¿Alguna vez no la ha habido? Toda sociedad busca sus formas de convivencia que le permitan sostenerse, respetarse y comunicarse.

Si nuestra sociedad, desde el siglo XVIII con el advenimiento del Estado-Nación ha construido caminos de desarrollo, crecimiento y democracia, estas han estado cimentadas sobre el poder de unos pocos. Mejor dicho en base a intereses, ideas y aspiraciones de una élite. Una primera discusión puede llevarnos a debatir quiénes y cómo se deben administrar los bienes de todos. Y otra discusión debe conducirnos precisamente a esas verdades absolutas, hacia aquellas deidades con las cuales convivimos en lo rutinario de nuestro quehacer. Es decir, al sentido, a lo que mueve y sustenta nuestro actuar, nuestro querer y nuestros deseos.

Un pequeño ídolo que circula y hoy -en el Chile que sigue despertando- se defiende con garras, es el modelo capitalista neoliberal. Definirlo ya es problemático, pero digamos que se ramifica en una praxis cultural basada en el consumo, en una práctica ética basada en el crecimiento (económico por sobre los demás) y en una veta individual, expresada como meritocracia, individualismo y exitismo. Sin duda esto es más complejo, pero es posible leer opciones políticas, leyes, distribución de los bienes, comprensión de los derechos fundamentales… desde esta triple armazón: yo, mi prosperidad y mis posibilidades de acceso. Este pequeño dios inamovible fue lúcidamente amarrado en Chile en la Constitución de Jaime Guzmán en 1980. Pero la excede. Aspectos psicológicos y culturales han ido permeando instituciones (políticas, religiosas, policiales, familiares, educacionales) dándole a ellas -¡y a nosotros!- un formato que se identifica con este dios neoliberal. Bendice a los que progresan y tienen éxito y castiga a los que no han logrado surgir. Bendice con la luz de las ideas a los poderosos mientras mantiene en la ignorancia a pobres y endeudados. Este dios creado a imagen de la élite gobierna y administra no solo nuestra educación, sino también nuestra salud y vejez, nuestro ocio y nuestros sueños comunitarios y ecológicos. Lo engulle todo, como un verdadero monstruo, penetrando el tiempo familiar y la libertad personal.

Una convención constituyente u otro mecanismo de escucha y deliberación colectiva y expresión de las individualidades, no cabe duda que nos hará bien como pueblo. Nos permitirá increpar a ese abusivo y violento ídolo. Nos dará la posibilidad de expresar otros valores, los ineficaces para ese dios, los mediocres y flojos, los que probablemente sitúan en un lugar preponderante al y al Nosotros en la ecuación tan defendida por él. Una ética donde la solidaridad es superior al miedo, lo colectivo y cooperativo más eficaz y sustentable que lo propio y privado. Pero debemos ser astutos, ningún decreto nos enseñará a amar, ningún mandato ni político ni religioso nos hará respetar al migrante y acoger al hermano encarcelado. Ello se forma, se cultiva, se aprende en el camino. Ello emana de una profunda ética humana y de una espiritualidad. El amor expresado en respeto, hospitalidad, compasión, cuidado y diálogo se forma con otros y otras, se enseña y se demuestra en prácticas concretas. Lejos, muy lejos de méritos y logros individuales. En el caso extremo y en palabras simples, sacarse la comida de la boca para dársela al hambriento es el acto contracultural y contraneoliberal más sublime que podemos realizar. Cualquier mecanismo que nos acerque a ello vale la pena.

En el Chile que se avecina urgirá el debate, el diálogo y por sobre todo, los resultados. Sin cambios, sin profundas transformaciones en ese ídolo que no tiene nada de invisible, el proceso, las muertes, los atropellos y la lucha, puede devenir en una peligrosa frustración. Es tarea de todos, de las instituciones y de los colectivos ciudadanos, de las personas, empresas e intelectuales, entrar en el proceso constituyente con una mirada amplia y un corazón generoso; con una profundidad humana que nos permita dar los pasos y vivir los procesos que nuestro pueblo necesita y espera.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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