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Becas Chile, capital humano y el desarrollo liberal Opinión

Becas Chile, capital humano y el desarrollo liberal

Gian Luca Carniglia
Por : Gian Luca Carniglia PhD en Economía de la Universidad de Nueva York y académico de la Escuela de Negocios UAI.
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En los últimos días científicos y académicos han condenado al unísono la decisión del gobierno de recortar el presupuesto para Becas Chile, denunciando la importancia crucial de la investigación para el país. Y en sus críticas dos conceptos económicos se invocan reiteradamente sin causar mayor revuelo: capital humano y desarrollo. Parece existir en el imaginario colectivo una evidente relación causal entre estas dos variables, una conexión tan obvia que no requiere mayor explicación. Sin embargo, al detenerse a reflexionar con más calma sobre este lenguaje economicista, aparece, escondido detrás del sentido común, un reduccionismo nocivo que oscurece una problemática fundamentalmente social.

Ciertamente, la relación entre capital humano y desarrollo no es una simple mitología popular, forma parte medular de la tradición liberal en la ciencia económica. Una de las teorías centrales del libro fundacional La Riqueza de las Naciones de Adam Smith postula que el desarrollo económico se obtiene precisamente a través de la acumulación del capital. La lógica es sencilla y probablemente conocida para el lector. Al re-invertir parte de las ganancias de la producción, en maquinaria más eficiente o en mejor infraestructura, se logra aumentar la productividad del proceso y, con ello, se obtiene una mayor cantidad de ingresos que al inicio. Estos réditos pueden ser otra vez invertidos, para expandir nuevamente el negocio y, una vez más, incrementar las utilidades. Este constante y creciente circular del capital, de insumos en productos, y de productos en más y mejores insumos, es lo que, según Smith, permitiría a las naciones embarcarse en una continua senda de crecimiento.

Capital humano, entonces, extendiendo la noción liberal, es una forma de agrupar conceptualmente el conocimiento que adquiere un individuo a lo largo de su vida como parte de los medios necesarios para la producción de bienes o servicios. La educación, dentro de esta dinámica circular de la acumulación del capital, sería una inversión financiera cuyo fin último es el de incrementar la productividad laboral del trabajador. Luego, la importancia de fomentar los estudios, tanto escolares como superiores, se presenta del todo evidente desde el punto de vista macroeconómico. Para poder desarrollar un país es necesario, no solo expandir sus industrias, sino que también el conocimiento técnico de los individuos que las gestionan y las operan.

Este razonamiento es absolutamente correcto, pero existe, sin embargo, una segunda corriente de pensamiento que lo pone en perspectiva y que, desafortunadamente, no ha corrido la misma suerte permeando el saber popular. Karl Marx, luego de leer a Adam Smith, elabora una minuciosa crítica titulada, no por casualidad, El Capital. En ella no se niega la relación causal entre acumulación y crecimiento, pero se muestra cómo esta forma de entender los fenómenos económicos peca de una grave cosificación conceptual: se le atribuye a objetos físicos e inanimados propiedades que corresponden a un proceso inherentemente social. El capital no es tan solo tractores, semillas, y tierra, sino que es, además, una red de relaciones humanas, como los derechos de propiedad, que hacen posible que estos objetos se transformen en alimento y luego en un sistema de regadío más eficiente.

Bajo esta mirada alternativa, la enseñanza y el conocimiento manifiestan una dimensión que escapa a la metáfora liberal del capital humano, y nos obliga a entender cualquier proceso educativo más allá de una simple ecuación entre inversión y productividad. La idea de entender la ciencia como un insumo en la producción no es para nada errónea, pero sí obscenamente reduccionista. Adquirir conocimientos no es solamente aprender una técnica, es también ganar una posición privilegiada dentro de la sociedad a través de credenciales e incorporar una cosmovisión previa al conocimiento.

Estos conceptos que a primera vista parecen excesivamente filosóficos y abstractos están desgraciadamente explicados de forma concreta en nuestra historia reciente. Aquellos conocidos estudiantes de excelencia, que partieron a una de las más prestigiosas universidades del mundo a instruirse en las ciencias económicas, trajeron desde Chicago algo más que simple conocimiento científico. Con ellos no solo llegó al país un sofisticado aparato teórico, sino que también se instauró en Chile una concepción valórica de la cual aún quedan profundas cicatrices. El consumo como índice de bienestar y el crecimiento económico como medida de desarrollo; el privilegio de las libertades económicas por sobre la equidad, e incluso los derechos humanos; la despolitización de la ciudadanía y la tecnocratización de la política. Todas máximas de naturaleza evidentemente normativa pero que, sin embargo, fueron encontrando cabida indirectamente a través de un discurso técnico.

Y no es necesario ponernos en el oscuro contexto del pasado, ni recurrir a las ciencias sociales, para entender los peligros del reduccionismo liberal. Las jóvenes promesas del desarrollo chileno, que, con el compromiso de un mejor país, cursamos estudios de posgrado en renombradas universidades extranjeras, traeremos a nuestro regreso algo mucho más complejo que nuevos procedimientos quirúrgicos o metalúrgicos, y algo mucho menos inocente que recuerdos de un par de años sabáticos financiados por el estado. Tal como sucedió con aquellos viejos de Chicago, los títulos de doctorado en el extranjero nos conseguirán oficinas en los ministerios, cátedras en las universidades, asesorías en el parlamento y columnas en la prensa, desde dónde podremos aplicar nuestros avanzados conocimientos tal cual se nos fueron enseñados, sin la menor resistencia democrática. Y sí, efectivamente a la vuelta de nuestra peregrinación construiremos las mejores universidades y hospitales, a imagen y semejanza de nuestra meca norteamericana, donde el costo de la educación superior es altísimo y la salud pública prácticamente inexistente.

En vez de caer en la trampa retórica de evaluar Becas Chile en cuanto política pública, de decidir si es un prescindible privilegio de las elites o si es fundamental para el desarrollo del país, esta época de intensa reflexión colectiva debe ser el momento de retroceder un peldaño y cuestionar la conceptualización que se nos presenta como evidente. Dejar reposar por unos momentos el cuaderno de contabilidad con el detalle de los costos y los beneficios, para comenzar primero a repensar cuál es esa función que tan obsesivamente tratamos de maximizar. Preguntémonos cuando hablamos de capital humano y desarrollo, implícitamente ¿Qué entendemos por educación? ¿Qué entendemos por bienestar? Pero más importante aún, cuando estas preguntas esenciales son reducidas al sentido común, a esa simplificación irreflexiva impuesta por científicos y políticos ¿A qué clase de democracia nos enfrentamos?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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