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Enjambres, censura y neoinquisición Opinión

Enjambres, censura y neoinquisición

Pablo Paniagua Prieto
Por : Pablo Paniagua Prieto Economista. MSc. en Economía y Finanzas de la Universidad Politécnica de Milán y PhD. en Economía Política (U. de Londres: King’s College). Profesor investigador Faro UDD, director del magíster en Economía, Política y Filosofía (Universidad del Desarrollo).
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Durante estas semanas, han ocurrido casos alarmantes que evidencian la profunda degradación de los principios de la libertad de expresión que fundamentan una sociedad abierta. Si bien esta horadación de la libertad de expresión lleva ocurriendo hace más de década en occidente, en los últimos años no ha hecho más que intensificarse debido a los enjambres digitales y las cámaras de eco de las redes sociales. Esto es preocupante, ya que —como bien lo advertían Mill y Popper— en una sociedad abierta y pluralista nada hay más esencial que los procesos de crítica respetuosa entre iguales y la libertad de expresión que esto presupone.

En el plano internacional nos enteramos de que HBO ha decidido sacar de su oferta digital la película Lo que el viento se llevó, para reposicionarla en su web solo una vez que venga precedida de una nota esclarecedora acerca del racismo en los Estados Unidos. Por su parte, el diario New York Times llegó al punto de arrodillarse ante la nueva policía moral, justificándose y pidiendo perdón a la audiencia inquisidora por haberse atrevido a publicar una columna de opinión de un senador republicano, quien argumentaba en favor de movilizar tropas para controlar las olas de protestas violentas y los saqueos que se originaron después de la muerte de George Floyd.

Estas señales son nefastas para las sociedades abiertas y pluralistas de occidente: no se quiere permitir la divulgación de contenido artístico, ni la publicación de opiniones disidentes o contrarias a las que poseen ciertos grupos que hoy tienen la absurda pretensión de autoadjudicarse cierta pureza valórica y un sentir moral o cultural superiores e inescrutables.

En Chile, el fenómeno de la neoinquisición pareciera estar en pleno apogeo en estas últimas semanas. Por ejemplo, Cristian Warnken, quien ha tratado por décadas de hacer de la conversación un ejercicio para reflexionar acerca de nuestros asuntos públicos, ha sido denostado en las redes sociales por haber “osado” entrevistar al exministro de Salud y así reflexionar en medio de la crisis sanitaria. Que se le ataque y linche por el mero hecho de tratar de ejercitar el diálogo entre iguales y el proceso de reflexión crítica es simplemente desquiciado.

Todos estos fenómenos neoinquisidores y de censura pública transmiten un mensaje nefasto, pero claro: en las sociedades modernas de occidente hay simplemente cosas que ya no se van a poder decir y opiniones que no se van a poder esgrimir en espacios públicos, a pesar de los argumentos lógicos y la evidencia que se exhiba para sustentarlos, pues todas estas opiniones e ideas van a ser censuradas de antemano ante la mera posibilidad de que puedan resultar incomodas u ofensivas para ciertos grupos o personas. Para todos aquellos que piensen que se está exagerando en este análisis y que creen que este fenómeno no es tan problemático, los invito a revisar los casos de “poscensura” y “neoinquisición” bien documentados en trabajos como Arden las Redes de Juan Soto Ivars o La Neoinquisición de Axel Kaiser.

De hecho, y como bien lo reconociera Mill, estos fenómenos no deberían desestimarse, ya que tienen un impacto negativo enorme, pudiendo socavar los fundamentos en los cuales se sustenta una democracia liberal, tolerante y plural. Así con la amenaza omnipresente de castigar o linchar a los que digan o piensen distinto de lo que la mera mayoría sienta, se socavarán tanto la búsqueda en común de la verdad a través del diálogo, como el fundamento del progreso basado en la formación sana de individualidades crítica y plurales, en las que la humanidad pueda mejorar y fortalecerse a través de la discusión libre y equilibrada.

La característica distintiva de este proceso de neoinquisición, es que, a diferencia de los procesos de censura liderados por los regímenes autoritaritos del siglo XX —que eran impuestos desde arriba hacia abajo—, este nuevo fenómeno es un proceso de autocensura endógeno, el cual es mucho más corrosivo que la censura totalitaria, ya que se basa en un proceso invisible y descentralizado —exacerbado por las redes sociales y los neoinquisidores que las habitan—, en donde el miedo al linchamiento y al castigo triunfan por sobre la libertad de expresión; convirtiéndose en lo que Mario Vargas Llosa denomina la dictadura o censura perfecta: un enemigo de la libertad de expresión difuso y omnipresente que va circunscribiendo todos nuestros espacios de libertad y que no podemos confrontar de forma consistente.

Uno de los resultados más nocivos de todo esto es que la neoinquisición moralizante se basa en una lógica perversa que no tiene fin. Asumir los sentimientos y la propia subjetividad como el único criterio válido para justificar y defender ideas u opiniones, implica que deben desaparecer todas las reglas abstractas y los procedimientos generales que permiten el debate racional, que a su vez permite dirimir entre argumentos verdaderos y falsos.

La subjetividad radical conlleva la aniquilación de un mecanismo común que permite reconocernos en cuanto iguales y de la posibilidad de que podamos acordar un conjunto compartido de premisas para poder dirimir lo que es correcto o incorrecto en una sociedad pacífica. La búsqueda común de la verdad y de los buenos argumentos deja de existir y fallece, abriendo paso a un relativismo extremo que solo conduce al nihilismo, la anomia y la barbarie.

Si cada grupo o persona pudiese reclamar para sí poseer de antemano la verdad, antes de comprometerse con cualquier proceso de deliberación, y, más aún, que dicha verdad es incuestionable y contingente a su propia subjetividad personal —por tanto incomprensible para aquellos que no la han vivido o compartido—, entonces el diálogo se degrada en un cisma lingüístico insuperable o en un verdadero diálogo de sordos en que se pierde toda capacidad de apelar a realidades e ideas universalmente comprensibles. El subjetivismo fundamentalista y el totalitarismo de los sentimientos morales abre paso entonces al abismo de la degradación cultural y la irracionalidad, destruyendo la pluralidad, el respeto y la idea de comunidad.

Peor aún, bajo este sistema de neoinquisición son las propias victimas y ofendidos por los procesos de debate público quienes además asumen el rol de jueces e inquisidores. Así, estos se autoatribuyen el derecho a decidir caprichosamente penas, castigos y el acallamiento de aquellos disidentes que osaron enarbolar ideas que la mayoría no defiende o que intentaron elaborar argumentos que atentaban contra aquellas supuestas verdades enraizadas en las subjetividades de dichos neoinquisidores.

De esta forma, el proceso de cacería de brujas cae en una dinámica que no tiene fin: al pretender ser juez y parte en el proceso inquisidor de los casos que atañen al propio ofendido —y basándose encima en sus meras subjetividades— se abre paso a la arbitrariedad y a los incentivos perversos para que esta neoinquisición solo se exacerbe en un ciclo vicioso, agravando la intolerancia que ya existía de base. Con todo, las dinámicas perversas de esta neoinquisición llevan a una nueva forma digital de la “república de la virtud” proclamada por Robespierre —todos sabemos cómo terminó aquella fiebre moralizante–.

Todo esto sugiere que se han dejado de utilizar las armas de la razón y del debate lógico entre ciudadanos con igualdad de derechos para poder discernir entre ideas beneficiosas y otras que no lo son tanto. Esto da paso a la desigualdad de trato, al autoritarismo policial moral y al imperio de la violencia. Como bien advertían Bobbio y Popper, la democracia es la única forma pacífica que tenemos de gobernar nuestros asuntos comunes a través de procesos de discusión y escrutinio de ideas sin caer en la violencia. Por lo tanto, si abandonamos la razón y la tolerancia entonces estamos vejando los principios mismos que sustentan la democracia y la cohesión social.

La neoinquisición no es más que el camino a la barbarie, al declive cultural y a ciclos de violencia para tratar de hacerse con el poder. La cultura occidental pareciera estar al borde de estos procesos de descomposición cultural e intelectual, liderados por una vanguardia de la poscensura, el posmodernismo y la neoinquisición. Estamos renunciando colectivamente al compromiso con la verdad, al respeto mutuo y a la democracia para dirimir nuestras diferencias.

Hoy es más importante que nunca el tomar en serio las advertencias de Roger Scruton cuando comentaba: “Me parece que estamos entrando en el reino de la oscuridad cultural, donde el argumento racional y el respeto por el oponente están desapareciendo del discurso público y donde, crecientemente, en cada asunto que importa se permite solo una visión y una licencia para perseguir a todos los herejes que no adhieran a ella”.

El llamado es entonces a unir fuerzas intelectuales, morales y culturales para poder defender el derecho de todo ciudadano a que el espacio público sea un ámbito libre de coacción moral y digital y que se vuelva uno de tolerancia y respeto en igualdad de condiciones. Solo así podremos combatir aquel “reino de la oscuridad” del que nos advertía Sir Roger Scruton, finalmente para que podamos dialogar y pensar de forma libre, abierta y sin miedo a la intolerancia y la sinrazón del pensamiento único.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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