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El Estado: el tamaño importa MERCADOS|OPINIÓN

El Estado: el tamaño importa

Pablo Paniagua Prieto
Por : Pablo Paniagua Prieto Economista. MSc. en Economía y Finanzas de la Universidad Politécnica de Milán y PhD. en Economía Política (U. de Londres: King’s College). Profesor investigador Faro UDD, director del magíster en Economía, Política y Filosofía (Universidad del Desarrollo).
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En el último Informe de Finanzas Públicas (IFP) publicado por la Dipres a fines de junio, se observa tanto la profunda influencia que ha tenido la pandemia en las cuentas fiscales del país, como el profundo impacto fiscal del acuerdo por el Plan de Emergencia para poder contrarrestar los daños económicos de esta. El IFP estima que los ingresos fiscales caerán 16,1%, mientras que el gasto público crecerá un 11,4%, la segunda mayor alza de gasto anual desde aquel peak de 16% de 2009, en medio de la crisis financiera. Como resultado, el tamaño del Estado, concebido como le gasto público total del porcentaje de la economía (PIB), se situará en este año 2020 en un orden del 28,7% del PIB. Esto hace que lleguemos a tener hoy el Estado más grande y voluminoso que ha tenido Chile en los últimos 30 años.

Peor aún, según los últimos números de la Dipres, debido a una combinación de bajo crecimiento económico y alza del gasto público, la deuda bruta podría bordear el 40% del PIB en el 2021 y seguir creciendo de forma sostenida hasta el 2024. De acuerdo con esto, el 2024 podría convertirse en un punto de quiebre o de no retorno para el tamaño del Estado, en el que su tamaño (en función del PIB) perdería todo anclaje, aumentando de forma consistente. Es decir, si se mantiene la tasa de crecimiento promedio del gasto público de los últimos cuatro años, ya para el 2030 podríamos tener un nivel de endeudamiento total equivalente al 70% del PIB. Esta inercia del gasto público y del crecimiento de la burocracia estatal llevará entonces a que el tamaño del Estado y su deuda lleguen a niveles históricos y alarmantes.

El incremento del tamaño del Estado este año entonces quiebra la tendencia que se había mantenido durante los últimos cinco años, en donde se había mantenido el desembolso fiscal anclado en torno al 23-24% del PIB. Uno podría argumentar que esta medición del tamaño del Estado no es la única valida, y que, si tomamos en cuenta otros criterios, el tamaño del Estado en Chile no es tan grande como aparece. No obstante, y si miramos otros números brevemente, la evidencia pareciera continuar indicando que el tamaño del Estado de Chile es bastante robusto y que ha experimentado un crecimiento considerable en la última década.

Por de pronto, la burocracia del Estado es hoy enorme, y la misma es además ineficiente y anticuada (CEP 2017). Chile es hoy el país con más ministerios de la OCDE (24 en total). Otro ejemplo notable es que el Congreso Nacional empleaba a menos de 350 personas en 1990 y hoy a casi a 3.000. Al 2018, según estadísticas del INE, alcanzamos un millón de empleados públicos, con un crecimiento del número de funcionarios de un 26,3% en sólo cinco años. Podemos ver que el Estado ha crecido considerablemente y no parece extraño que éste haya alcanzado hoy su mayor envergadura en 30 años. Cabría preguntarse cómo es que esta realidad coincide con el supuesto argumento de que Chile es el “infierno neoliberal” en donde el Estado no existe y prima la ideología de la austeridad.

Uno podría nuevamente argumentar que, si comparamos el tamaño del Estado chileno (como el monto total del gasto en relación porcentual al PIB) con el promedio de la OCDE, entonces no tenemos un Estado relativamente tan grande. Pero, si consideramos estas nuevas cifras entregadas por la Dipres, entonces podemos ver que Chile rápidamente se esta consolidando en el ranking del tamaño del Estado y, en un par de años (2024), bien podría estar ya dentro de la mitad de la tabla de la OCDE. Además, estos números no son del todo comparables, ya que no reconocen la eficiencia local de cada Estado y la calidad de la burocracia que tienen dichos países a la hora de proveer servicios públicos.

Dicho de otra manera, el tamaño del Estado en Suiza es de un 32,4% del PIB y el de Irlanda un 25,3%; mientras que el de Chile es un 28,7% del PIB, el de Argentina un 38,8% y el de Venezuela un 34,7% del PIB. Resulta evidente que estos números son cercanos, pero a su vez no nos dicen nada de la realidad local de cada país, ni de como dicho tamaño estatal se traduce realmente en mejor calidad de vida y en mejores servicios públicos para los ciudadanos. De hecho, un informe de la OCDE (Fournier y Johansson 2016) que estudia la relación entre el tamaño del Estado y las perspectivas de equidad y crecimiento, establece que, si bien existe una relación aparente entre Estados más robustos y una tendencia a reducir las desigualdades y mejorar el crecimiento económico, ambos efectos positivos perecen depender finalmente de la composición específica del gasto público y de la eficacia burocrática por medio de la que se proveen los servicios públicos. No es lo mismo entonces, en materia de impacto social (ROI social) y de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, que el Estado de Suiza gaste el 30% del PIB y que el Estado de Chile gaste la misma proporción.

Toda esta evidencia con relación a que el tamaño del Estado por si sólo no nos asegura ni mejor calidad de vida, ni la tan anhelada “dignidad”, ni mejores servicios públicos, conversa efectivamente con los paupérrimos resultados obtenidos en el último Estudio Nacional de Transparencia, en donde solo 2 de cada 10 personas confían en el Estado (23%), y 7 de cada 10 tienen una evaluación negativa de su relación con él. Según el mismo estudio, la evaluación del vínculo ciudadano-Estado está negativamente marcada por los siguientes datos: un 84% la considera distante, un 76% asegura que tiene un mal trato y un 71% dice que discrimina. De la misma forma, en la Primera Encuesta Nacional de Funcionarios Públicos, que fue autoadministrada, los mismos funcionarios del Estado reconocían una baja percepción del mérito en el acceso a sus propios cargos. Un 36% de los funcionarios reconoció haber recibido ayuda de familiares, amigos u otros para poder conseguir su empleo. Un 31% reconoció que la ayuda de un político era importante para escalar en la carrera burocrática.

Así mismo, Desiguales (PNUD 2017), constata que los ciudadanos perciben una importante desigualdad en el trato que reciben de parte de los órganos del Estado. Un 41% de los chilenos afirma haber sido objeto de malos tratos. Preguntados sobre quiénes fueron los autores de aquellos malos tratos, un 34% señala a los funcionarios públicos. El informe CEP del 2017, “Un Estado para la Ciudadanía”, da luces acerca los desafíos estructurales que enfrenta el Estado chileno. El informe acusa que el Estado tiene tres deficiencias graves: padece de ineficiencia gubernamental, cojea en combatir la desconfianza y es incapaz de ajustarse a un horizonte limitado de restricción fiscal. Así, concluye que “la ciudadanía es cada vez más demandante” y que “el Estado está llamado a ser el mayor servidor público del país”; por tanto, “no podemos darnos el lujo que (el Estado) siga viviendo en el pasado”.

Resulta al menos curioso que, en el superficial análisis respecto al malestar chileno, haya existido un sesgo de foco tan grande, desestimando toda la evidencia con relación al tamaño del Estado, su ineficiencia y la desconfianza que genera la burocracia. Es decir, que por un lado se haya culpado obsesivamente al supuesto fantasma del “neoliberalismo” de todos los males y tratado de explicar el malestar a través de las presuntas “desigualdades intolerables” generadas por “el modelo” —que ante toda evidencia han demostrado ser tesis falsas (Peña, 2020; PNUD 2017)— y que, por otro lado, casi nadie haya puesto real foco en los hechos económicos; a saber: 1) que tenemos el tamaño del Estado más grande de los últimos 30 años, 2) que este crecimiento del Estado no se ha visto directamente reflejado ni en mejoras en la calidad de vida de los más necesitados, ni en mejores tratos y servicios públicos de calidad, y 3) que ésta última década (2010-2019) ha sido la década con el peor crecimiento económico promedio (3,3%) desde la década de los 70’ (2,5%). Es decir, el proceso modernizador chileno lleva una década estancado y el Estado, en tanto que es el mayor y principal servidor público de un país, no ha estado a la altura de las circunstancias, a pesar de que su tamaño es el mayor de las últimas tres décadas. Pocos parecieran reconocer que esta triste realidad pudiese tener relación con el malestar social.

A prescindir de toda la ideología que tiende a sesgar el debate del malestar, es plausible que esta realidad de estancamiento del proceso modernizador chileno y los hechos anteriormente mencionados con relación al tamaño del Estado y su ineficiencia tengan mucho más que ver con el innegable malestar presente en la sociedad, que las meras consignas superficiales en torno a la desigualdad y el supuesto hastío para con el “modelo neoliberal”. Si esto es así, entonces la tarea que tenemos por delante no es una tarea “refundacional”, que se pueda hacer con una simple retroexcavadora, sino más bien una tarea “reformista” de nuestras instituciones y “modernizadora” de nuestro vetusto Estado y su burocracia. Ante los apremiantes desafíos sociales que tenemos por delante, resulta imprescindible que el Estado chileno se modernice, para convertirse así en un catalizador eficiente del desarrollo económico y del proceso de modernización chileno hoy suspendido. No vaya a ser que un Estado abultado, ineficiente y distante se convierta en la causa principal de nuestros problemas —si es que no lo es ya— en vez de haber sido el principio de la solución a nuestro malestar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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