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Chile de huachos: progresismo viscoso y familia oligárquica Opinión

Chile de huachos: progresismo viscoso y familia oligárquica

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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Hoy la información de los matinales se ha convertido en una nueva totalización de la experiencia: hambrientos de sucesos, entre musgos y penumbras, los reyezuelos de la edición se han consagrado a la municipalización de los discursos territoriales. Y así ha quedado en evidencia todo el «ocaso cognitivo» de la «industria televisiva», mediante un travestismo visual que se ha esmerado, aquí y allá, por consumar un estado de impunidad social y saturación mediática.


La melancolía republicana se derrama por el valle de Santiago. Esta abunda en los años de posdictaura, renovando la «hacienda progresista», invocando acuerdos épicos y rememorando una extraviada tradición institucionalista que a la luz de los sucesos merece ser purgada.

En las últimas horas, Cristián Warnken ha devenido en el epitafio del «progresismo viscoso»: en su inconsciente litúrgico no tiene problemas en restituir el dispositivo transicional, dulcificando el horror del poder, haciendo de la «disidencia» un dato turístico, humanizando el miedo como afecto político. Poesía y horror también se han dado cita en la veneración del orden fáctico. Anna Ajmátova decía: «Solo oímos el odioso chirriar de llaves carceleras y del soldado el pesado paso». Es la derrota epistémica del discurso cultural del orden cuando los pastores letrados no gozan de un texto para administrar el presente (actualidad). La histeria que ha desatado la «segunda transición», un gabinete ministerial sin vocación hegemónica y librado a un diseño de punición, explican discursos y  posiciones obesas de los últimos días.  

Una radicalidad ética se alzó desde las cornisas de la ciudad, manteniendo en vilo la sedimentación del 18/0, desafiando el miedo como «terapia gubernamental», y perpetuando la memoria política de los oprimidos desde fosas comunes. En nuestro valle más de 7 millones de chilenos han solicitado en 5 días la devolución de sus ahorros haciendo gala de grupos sociales que habrían alcanzado «ingresos medios», según los expertos indiferentes de la postransición (10% de AFP).

Y así se desplegó la potencia martiriológica de los cuerpos confinados ante la ausencia de la «cadena primaria» (derechos básicos denegados, diferidos). En el campo popular todo discurre prescindiendo de la hipertrofia del consumo como experiencia cultural, desnudando la decadente voluptuosidad de la modernización iniciada en 1990. De un lado, y dada la militarización de la vida cotidiana, esto ha develado la especulación securitaria del Estado sobre el encierro y, de otro, ha tenido lugar una respuesta predecible donde la violencia del orden golpea cotidianamente a las subjetividades de los bordes (periféricas) que han levantado una lucha por la subsistencia. La cognición del orden obedece a formas materiales e inmateriales de violencia capilar.

La subversión de nuestro “pipiolaje” contra las múltiples formas de opresión refleja la pereza etnográfica del campo conservador para entender lo popular en sus diversos usos y alcances. De paso, ha quedado al descubierto un cansancio infinito. Chile es el cansancio de huesos revelados; una pequeña palabra que lucha y devela la ficción  modernizante. Nuestra bastardía esencial. “Chile de huachos” es también el olvido de los cuerpos perdidos que ahora impugnan la promesa rota de tres decenios de teleología progresista: “la desigualdad mitigará la pobreza, ha sido el pregón de los heraldos de la modernización”. Pero hoy, bajo otro tiempo cultural, han quedado al descubierto las complicidades adúlteras entre modernización y pobreza. Noche y Niebla.

Pero llegó la hora de la “potencia desdentada” y se alzaron los cuerpos nómades develando como un golpe de “rayos X” la derrota epistémica del orden transicional y su inteligibilidad, sea en el plano cultural o, bien, bajo la interdicción de nuestra política institucional que aún abraza la porfía de un «acuerdo nacional». Lejos de todo proyecto nacional en nuestra actualidad porque el presente ha sido secuestrado– no gozamos de élites hegemónicas, sino de un ocaso de voluptuosidad: “gente con dinero” librada a la mediatización de sus escándalos familiares (antes fue Dávalos, la familia presidencial, o Feñita Bachelet). Por su parte, las oligarquías académicas y sus cuadros técnicos han devenido en los “lacayos semióticos” de un régimen de acceso, consumo y realismo.

Ese déficit de densidad etnográfica –que enfanga a las izquierdas– se debe al éxodo de las ciencias sociales críticas hacia las rutinas burocráticas de los doctorados y la tiranía de la indexación. En suma, en medio del pandemia y la humillación insondable, parias y menesterosos se han volcado a las calles desafiando el disciplinamiento del virus posfordista (COVID-19) e impugnando desde los márgenes a los funcionarios ideológicos encargados de la reprogramación del capital en las nuevas conflictividades territoriales.

Aquí ha migrado un conjunto de sucesos que han develado la bancarrota de la «épica modernizadora». Dicho en crudo, las corporaciones y el Parlamento (de suyo el Gobierno y sus filiales accionarias) han declarado la guerra bacteriológica al campo de la «disidencia», para configurar la escena artificial de la cohesión social y la obediencia normativa. Ello a riesgo de anomia y de sancionar la producción de un «otro invisible» que debe ser excluido del orden social para pasar a la segunda modernización, administrando un vocabulario securitario.

Entonces, «unidad», «patria», «familia» y «comunidad» ante el enemigo invisible que impide el avance del «acuerdo nacional» –operación en desarrollo– y que por estos días hizo sentir velozmente un politólogo del Servel, inhabilitando la candidatura presidencial de Daniel Jadue, perpetrando la exclusión transicional que padeció el partido de Gladys Marín. Y así ha quedado en evidencia la impotencia de las «burocracias del orden» encabezadas por el rectorado de Carlos Peña y su opúsculo dominical.

Y sí, en misa de once se promueve el movimiento hipnótico que requiere el poder. La castración del ensayo crítico y el «apartheid» de una academia normalizadora y homogeneizante respecto a los sujetos de los márgenes es parte de un vacío cognitivo y político. Y todo ello, sumado a la difunta «política representacional», ha cincelado las condiciones para una «regresión oligárquica» que ha ocultado en la modernización neoliberal la restauración de un «imaginario hacendal» capaz de prescindir de todo «pacto social».

Cuando invocamos la destitución de la modernización chilena con su «clusters» de «indicadores galácticos» (1990-2010), hacemos mención a la bullada «canasta básica» que golpea la imagen autocomplaciente de una economía de servicios (de baja complejidad) que la Concertación exportó a modo de corolario del milagro chileno fundado en 1981. Y aunque el hambre pueda ser una expresión que se circunscribe a 10 poblaciones de Santiago, la grieta de la «canasta primaria» devela al consumo conspicuo (acceso a bienes y servicios) como modelo de desarrollo –auscultamiento– y experiencia cultural de grupos medios que hoy desconocen la paternidad de los mercados.

La demanda por «Pan» no es solo la anécdota fácil de la periferia indómita, o la olla flaca de La Pintana, San Bernardo o El Bosque, sino el eslabón que desnuda la contradicción fundante del imaginario modernizador validado por los intelectuales del poder y el festín del ¡milagro chileno! Aquí el Hambre no es el sinónimo del consumo neoliberal, sino una fuerza derogante de la visibilidad que ha instaurado la familia oligárquica cuando excluye, aísla y zonifica el campo de la “marginalidad paria” confinada a los extramuros de la ciudad. Y esto abre un nuevo campo de antagonismos en materias de conflictividad territorial, donde la burocracia neoliberal no puede revertir la desesperación del mundo popular, ni menos ignorar sectores incapaces de gestionar riquezas.

Dicho esto, cuánta irritación produce una revuelta popular donde los desdentados del orden se permiten desafiar a la Pan-democracia, derogando la “promesa fácil” de un emprendimiento reducido a sobrevivencia adaptativa. Cuánta “colitis social” infunden unas cogniciones rebeldes que destituyen –con desesperación– el enfoque del “capital semilla” y las promesas de movilidad. Existe un desaliento cuando el discurso de los márgenes tira el “pelo en la leche” y desestabiliza mordazmente los protocolos aprobados por el manual  de los progresismos ubicuos.  

Ello nos recuerda nuestra ineludible condición pordiosera. Nuestras poblaciones callampas y la barrialidad anudada a los sujetos de calle, a esos cuerpos esmirriados, donde la rebelión de los huesos ha desafiado al COVID-19. Donde los cuerpos y los «húmeros» no se dejan anestesiar por los códigos de una modernización viscosa que ahora intenta hacer de la historicidad una mediatización carnavalesca en manos  de guionistas, lenguas corporativas y los «gerentes salvajes».

Hoy la información de los matinales se ha convertido en una nueva totalización de la experiencia: hambrientos de sucesos, entre musgos y penumbras, los reyezuelos de la edición se han consagrado a la municipalización de los discursos territoriales. Y así ha quedado en evidencia todo el «ocaso cognitivo» de la «industria televisiva», mediante un travestismo visual que se ha esmerado, aquí y allá, por consumar un estado de impunidad social y saturación mediática: la des-información ha sido otra negación de la «libertad de expresión», donde el fascismo mediático nos violenta cotidianamente a nombre de la «ficción democrática». Ello también ha dado lugar a una cumbre progresista donde el liberalismo ha devenido una especie de «retail cognitivo»

El quid es cómo nuestra pobreza franciscana se ha vuelto insoportable para el rectorado modernizador y sus pastores letrados (alta gerencia guarecida en la usura de las indexaciones). Aquí se devela una especie de dimensión pordiosera que, inoculada o no, obliga al relato modernizador a exhumar, fumigar y erradicar esta herida por cuanto deroga la «imago» de mundo que nos ofertó la masificación del acceso con sus indicadores de logro (conectividad, energía, turismo, carreteras, ecologismos, etc).

En suma, contra el «modelo de hambre» ningún discurso técnico o managerial se puede sentir satisfecho, pues aquí se devela la laxitud de la estadística y la macroeconomía. Hasta hoy nuestra parroquia había sido exportada a la región como un modelo de «subdesarrollo exitoso» que, mediante el simulacro elitario, escondía la involución hacendal. Sin embargo, cuando «cumas», «muertos de hambre», «rotos», «flaites», «negros», «huachos, «vulnerables», «asistidos», y toda la cadena de sujetos tercerizados hacen que el poder hacendal y sus think tanks (incluida la promiscuidad de Chile 21) no pueden asir, se despliega un «pueblo real» que no tiene consistencia sociológica para ser domado desde la holgura cognitiva de los teóricos de la anomia que se obstinan en reponer viejas economías del conocimiento.

Esto último excede la certeza visual de la «oligarquía tecnocrática» y los politólogos de turno. En los últimos días apareció el hambre y la “actualidad” no puede responder a la demanda por sustituir necesidades primarias que distan del consumo conspicuo como experiencia modernizante. Es que en el marco de una Pan-democracia cae toda noción de comunidad, la lógica del experto indiferente carece de sentido y las terapias estandarizadoras del malestar han sido derogadas ante una aplastante realidad.  

Y es que los «administradores cognitivos» de la familia oligárquica hacen las veces de “escoltas” en sus «eufemismos explicativos» (devotos de granjerías, convenios y una glotonería pecunaria), perpetuando unos modos institucionales de la investigación universitaria que durante tres decenios aisló el campo de «lo popular» en sus más diversas expropiaciones. Dicho en crudo: ¡Nada de epistemes plebeyas!, fue la pancarta del “experto indiferente”.

Y así, aferrados a la usura categorial de la indexación, en desmedro del ensayo y la densidad etnográfica, en plena precarización de la creatividad, han recusado a la calle, al sujeto popular, desde viejas economías del conocimiento, a saber, anómicos, violentos, irracionales e indomables ¡siempre huachos! Y puntualmente como «algo lírico» y más complejo de analizar, pero sin superar el clivaje orientalista entre civilización y barbarie. Con el inicio de la revuelta pandémica la sociedad chilena prolonga la destitución de su imaginario epocal. La calle, la de octubre, ahora devenida en pandémica, destronó a los operadores del orden fáctico.

Pero nada nos permite subestimar un nuevo asalto concertacionista. Y es que tal dique normativo aún pretende monopolizar los cuerpos, los espacios, la comunicación política, incluso la toma de palabra.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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