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Sobre la violencia, sobre la democracia Opinión

Sobre la violencia, sobre la democracia


No existe contradicción más aguda que la de llamarse demócrata y a la vez ser condescendiente con la violencia. Es esa contrariedad, sin embargo, la que predomina en buena parte de nuestros representantes. Atolondrados oradores, autodenominados demócratas, mudos frente a la descontrolada embestida que una turba emprendió contra pequeños locatarios en Barrio Lastarria. Atolondrados oradores silentes y cabizbajos frente a las cámaras, y un candidato que tras ser abofeteado en un penal pide que no se establezcan sanciones. Un constituyente –después se justificaría– que encontró ‘conveniente’ que sus pares de derecha sufrieran persecuciones y una presidenta de la Convención que se niega a hacer un llamado para que en La Araucanía depongan las armas. ‘Demócratas’ indulgentes con la violencia.

¿El problema? No es solo la violencia, sino cómo nuestra clase dirigente se relaciona con ella. La democracia es, en algún sentido, el camino que alguna vez la civilización eligió como alternativa a la violencia. Dedicarse a la política –y autodenominarse demócrata– y no ser enérgico contra los actos violentos, significa caer en una contradicción inexcusable. El demócrata que ve en la fuerza un camino válido para acceder al poder o generar cambios, se está negando a sí mismo y a la propia utilidad de su oficio. Se trataría de un político que no cree realmente en la democracia, pues se tentaría ante la posibilidad de no hallar soluciones dentro de ella. Si aquellas son sus credenciales, no habría razón alguna para que la sociedad no busque deshacerse de él, justificando dicha acción en los dogmas de su propio representante; si los cambios se hacen a través de la fuerza, ¿Para qué entregarle la tarea de las transformaciones a la democracia?

La cuestión se vuelve aún más dificultosa al constatar que muchos de nuestros representantes ni siquiera entienden el rol de la democracia frente a la violencia. Este es, de alguna manera, encauzarla para que no se convierta en tal, para que se vuelva inexistente e innecesaria. El desconocimiento de aquello es precisamente lo que termina desembocando en llamados ‘a quemarlo todo’. Algunos de nuestros políticos están buscando prescindir de la deliberación democrática y erigir la violencia como un gesto válido de acción, y eso es desalentador; es su propia labor la que se desploma con ademanes así y, con ella, el resto de las relaciones sociales. Cuando avanza la violencia, de más está decirlo, retrocede la democracia.

Poco esperanzador es, sin duda, que quienes nos gobiernen tengan tan poca claridad acerca de uno de los elementos fundamentales de la tarea que les hemos encomendado. Es preciso un llamado a las autoridades para que reflexionen y entiendan la necesidad de condenar con más vehemencia las prácticas violentas que hemos atestiguado durante las últimas semanas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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