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Un cambio necesario Opinión

Un cambio necesario


Concluido un nuevo proceso eleccionario, esta vez tendiente a determinar la figura del próximo presidente de Chile y la nueva configuración parlamentaria que acompañará su gestión, comienza el subsecuente (esperemos que fructífero) periodo de evaluación destinado a extraer aquellas conclusiones y aprendizajes que servirán de insumo para recorrer el nuevo ciclo de la izquierda chilena. 

La mayoría de los análisis concuerdan en que la elección que enfrentó al conservadurismo identitario, representado por José Antonio Kast, y al reformismo liberal progresista, liderado por Gabriel Boric, constituye una suerte de extensión y continuidad histórica del clivaje del binomio entre el “SI” y el “NO”. En efecto, creo responsable reconocer a esta altura que el apoyo recibido por dos figuras históricas de la concertación, Michelle Bachelet y Ricardo Lagos, constituyó un elemento indispensable para la configuración de un nuevo bloque progresista destinado a derrotar al candidato identificado con el pinochetismo político. Análisis aparte merece la reconciliación simbólica entre el hijo pródigo (Frente Amplio) y sus desgastados y envejecidos padres (Concertación, Nueva Mayoría). Hay quienes dicen que los hijos, ante la necesidad, siempre regresan a la casa de sus padres. A no engañarse, hay un importante mérito en esto: La unión familiar permitió, no solo la derrota (quizás momentánea, pero derrota al fin) de una emergente fuerza reaccionaria enemiga de la democracia, sino que terminó por sepultar todos los intentos de la derecha (política y económica) de situarse en la esfera del centro liberal. Hoy ya no sirve el eufemismo: La denominada “centro derecha chilena”, paradójicamente y en medio de una desesperada necesidad de salvación, regresó a su antigua trinchera a fin de unir fuerzas con el candidato José Antonio Kast. Hoy, junto con lamentar nuevamente su posición de irrelevancia (en 31 años de gobiernos democráticos, sólo han logrado dos victorias presidenciales), se ven obligados a afrontar una verdadera y grave crisis de identidad. 

Como es natural, la izquierda y centro izquierda celebran (por razones distintas), el escenario actual de las cosas. La épica fue demasiado grande. Pero el peso de la realidad no tardará en llegar: dados los complejos resultados obtenidos en el congreso, el nuevo gobierno de Gabriel Boric se verá enfrentado a la compleja decisión de negociar con las distintas fuerzas opositoras que hoy componen ambas cámaras. Sin duda que aquello obligará a “transar” ciertos aspectos del programa, priorizar otros y descartar lo demás. Lo sucedido en el parlamento es sin duda una gran derrota. Tampoco debemos desatender el hecho de que Gabriel Boric obtuvo en primera vuelta un apoyo equivalente al 25,8% de los votos, aumentando apenas en 800.000 votos los resultados obtenidos en las primarias de Apruebo Dignidad (aproximadamente 1.060.000 votos). Es decir, solo la amenaza de un eventual triunfo de José Antonio Kast en segunda vuelta permitió a la izquierda convocar la mayoría necesaria para volver a ser gobierno. Habrá que preguntarse cuántos de los votos obedecen a una auténtica adhesión al programa propuesto por el Frente Amplio y cuantos fueron a votar con el único objetivo de que no ganara Kast. Como sea, el panorama dista de ser el mejor. 

Urge entonces preguntarse qué aspectos subyacen en la estrategia por la disputa del poder de las nuevas izquierdas a nivel mundial. Igualmente se requiere resolver, sin perder de vista el universo multifactorial de factores que podrían también incidir, que tanto de aquellas estrategias es precisamente lo que ha cimentado las bases para el (digámoslo) sorprendente ascenso de la extrema derecha a nivel global.

Permea hace un buen tiempo en los círculos y partidos progresistas la idea de que el reconocimiento de la identidad particular (género, etnia o población, orientación sexual, etc) constituiría «per se» un acto emancipatorio y, en cierta medida, revolucionario.  Dicha concepción, presente de manera casi hegemónica en la izquierda mundial tras la caída del muro de Berlín, ha contribuido a posicionar la reivindicación de las identidades particulares (también conocidas en ciencia política como “identity politics”) como su principal estrategia y bandera de lucha. Esto la ha llevado a situarse en el campo de la disputa cultural, ideológica, institucional y legal (la superestructura si se prefiere el concepto), plano de confrontación en donde ha encontrado en la industria de hollywood y en las grandes corporaciones a sus principales aliados. 

 

El valioso cambio cultural impulsado por los grupos históricamente oprimidos nos debiese llenar de esperanza, que duda cabe. La penosa realidad de quienes sufren diariamente el peso de la vieja norma nos debe necesariamente interpelar.   Sin embargo, junto al reconocimiento e inclusión a la vida social y política (también corporativa) de las múltiples identidades marginadas, cambios verdaderamente necesarios e indispensables para el progreso de toda la humanidad, también han gozado de mayor validación y creciente reputación aquellas marcas y multinacionales que han sido capaces de “absorber” las demandas de aquellos grupos por medio de fenómenos como el “pinkwashing o el “cause marketing” (marketing comprometido). Respecto de todo aquello, sugiero el ejemplo del “padre posmoderno” del filósofo esloveno Slavoj Zizek.

El problema de esto, a mi juicio, radica en lo siguiente. El profesor Todd McGowan, estudioso del psicoanálisis en el cine moderno y gran crítico de las políticas identitarias, plantea que solo sería posible el “goce” o “disfrute” de la propia identidad mediante la diferenciación u oposición con el resto (otras identidades, el “otro”). Es así como el reforzamiento de la identidad se encontraría íntimamente ligado a la confrontación de las propias particularidades individuales respecto a las de los demás, razón por la cual no habría entonces un genuino reconocimiento de la identidad “por si sola”, si no en función de aquello que me hace verdaderamente diferente, especial o único. De esta forma, para McGowan, existiría una paradoja en el objetivo de reconocimiento simbólico propuesto por los defensores de las políticas identitarias en tanto es precisamente la ausencia de reconocimiento aquello que refuerza el compromiso con la propia identidad.  Mientras más se gana, más se pierde. 

En palabras del intelectual Asad Haider: «El esquema de la identidad reduce la política a lo que eres como individuo y a obtener reconocimiento como individuo, en lugar de tu pertenencia a una colectividad y a la lucha colectiva contra una estructura social (…) Como resultado, las políticas de la identidad paradójicamente terminan reforzando las mismas normas que se propuso criticar».

Ahora bien, no debemos confundirnos. La reivindicación y defensa de los derechos particulares y colectivos de los grupos históricamente oprimidos, precisamente constituye una parte indispensable en la lucha por una sociedad más justa y civilizada (objetivos últimos de todo quien se considere auténticamente progresista). Como se ve, el peligro de todo esto radica justamente en “escencializar” al otro, apartándolo del camino y destacando su diferencia por sobre “lo común”. Hoy la izquierda ha olvidado que su proyecto político y social es siempre colectivo. Cabe recordar, puesto que muchos también lo han olvidado, que las posiciones marginales nunca han permitido disputar el poder, o en palabras sencillas, no ganan elecciones. 

En ese sentido debemos tener presente la vieja frase del “divide y vencerás”, atribuida al emperador Julio Cesar, la cual representa el triunfo de las políticas identitarias por sobre las voluntades colectivas que trascienden a las primeras. Que no resulte raro entonces ver cómo el neoliberalismo (tan criticado por la izquierda liberal), goza de plena salud gracias a la incorporación de una renovada imagen progresista.

 

“Así pues, ¿Qué tiene que ver la política de la identidad con la izquierda? Permítanme decir con firmeza lo que no debería ser preciso repetir. El proyecto político de la izquierda es universalista: se dirige a todos los seres humanos”

Eric Hobsbawm.

 

Debo nuevamente reforzar la idea de que el problema no se encuentra en la defensa de los grupos oprimidos. Al contrario. El problema radica en haber hecho de las políticas identitarias la centralidad política de la nueva izquierda, aquella izquierda que “goza” de conservar una posición marginal y se ve completamente impotente al momento de convocar a las mayorías necesarias para mejorar la realidad material de las clases más desposeídas, el primer sujeto político e histórico de su lucha. Es indispensable entonces volver a sintonizar con los problemas de las mayorías, reconectar con su realidad doméstica (spoiler: no es la de twitter ni la de los cafés en la universidad) y construir un proyecto que sea capaz de convocar y a la vez representar a todos quienes demandan y necesitan representación.

El progresismo pontificador, mesiánico e hiper moralizante ha contribuido a ahuyentar a las masas, quienes cada vez se ven menos representadas por un discurso que invalida, cancela y excluye. La disputa por la hegemonía cultural, por sí sola, será siempre estéril si no se acompaña de una estrategia y propuesta de cambio estructural. Esos son los cambios que el pueblo demanda y que ya no puede (ni debe) seguir esperando. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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