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Los tiempos y las condiciones del diálogo Opinión Crédito: AGENCIA UNO

Los tiempos y las condiciones del diálogo

Lo que resulta poco estratégico, por parte de La Moneda, es suponer que el autonomismo revolucionario mapuche (que en una columna anterior publicada por El Mostrador he intentado caracterizar) va a modificar su política y su estrategia por el hecho de que en Chile hay un recambio generacional, ideológico y programático en la administración del Poder Ejecutivo. Por lo demás, y como lo señaló la convencional Rosa Catrileo, es imprudente apuntar a las comunidades por este hecho sin antes haberlo investigado. Y si se juzga inaceptable condicionar un diálogo a la liberación de presos políticos, es también inaceptable que el diálogo sea un instrumento de cooptación para que el autonomismo mapuche se integre, por la vía plurinacional, al Estado de derecho. Me parece riesgoso si la apuesta es esa, en la medida que esa expresión de la resistencia mapuche no reconoce al derecho moderno como un sistema de normas para regular la convivencia humana, y reivindican su propio saber ancestral y su propio ordenamiento político-militar.


La visita de la ministra del Interior, Izkia Siches, a la Región de La Araucanía, puede ser considerada como el primer error de cálculo político por parte del Gobierno de Gabriel Boric. Porque –partamos considerando– la pretensión de un diálogo intercultural que sobrepase la reducción del conflicto a un problema de seguridad pública es un proceso al que hay que darle un poco más de tiempo, para la generación de confianzas que se funden en objetivos transparentes.

En ese sentido, las declaraciones de la ministra Siches tras el incidente en el que su comitiva se vio envuelta (que incluyó disparos al aire por parte de desconocidos), develan una falta de prolijidad respecto a la situación en que viven las comunidades mapuche actualmente, porque no se trata de que unos grupos estén por el diálogo y otros grupos estén por la violencia, como de manera reiterada la autoridad política chilena ha caricaturizado el conflicto, exponiendo además al pueblo mapuche al escrutinio de una sociedad chilena con altos niveles de racismo.

Lo que resulta poco estratégico, por parte de La Moneda, es suponer que el autonomismo revolucionario mapuche (que en una columna anterior publicada por El Mostrador he intentado caracterizar) va a modificar su política y su estrategia por el hecho de que en Chile hay un recambio generacional, ideológico y programático en la administración del Poder Ejecutivo. Por lo demás, y como lo señaló la convencional Rosa Catrileo, es imprudente apuntar a las comunidades por este hecho sin antes haberlo investigado.

Y si se juzga inaceptable condicionar un diálogo a la liberación de presos políticos, es también inaceptable que el diálogo sea un instrumento de cooptación para que el autonomismo mapuche se integre, por la vía plurinacional, al Estado de derecho. Me parece riesgoso si la apuesta es esa, en la medida que esa expresión de la resistencia mapuche no reconoce al derecho moderno como un sistema de normas para regular la convivencia humana, y reivindican su propio saber ancestral y su propio ordenamiento político-militar.

Las acciones de sabotaje hacia la industria forestal e hidroeléctrica permanecerán vigentes mientras la lógica del crecimiento económico basado en la extracción de materias primas siga devastando al Wallmapu. Y en ese ámbito no hay nada que negociar. Por eso el diálogo al que el Gobierno convoca no es un asunto solo de señales y guiños, sino que es un problema político y cultural de gran envergadura que requiere una comprensión cabal del fenómeno.

Le corresponde al Estado de Chile hacerse cargo de una reparación del daño que ha ocasionado al pueblo mapuche y que se traduzca en un reconocimiento de su plena autonomía (como en la génesis de la República lo hiciera Bernardo O’Higgins), autonomía que hoy se ejerce de manera directa en la recuperación territorial, una medida que se ajusta a la complicidad histórica del Estado con las inversiones capitalistas en la zona.

Esto no significa construir una frontera antagónica entre el pueblo chileno y el pueblo mapuche, que es la forma autoritaria en que la derecha ha enfrentado este conflicto, enmarcándolo en la Doctrina de Seguridad Nacional legada por la dictadura y que convierte al pueblo mapuche en un enemigo interno del Estado.

La convivencia amistosa entre los pueblos implica una relación basada en una autonomía dialógica, no excluyente, y que promueva la reciprocidad común, lo cual parece imposible si no se desmantela el Estado neoliberal que profundiza la disposición colonizadora. Por lo tanto, el llamado no debe ser únicamente a que las comunidades mapuche comprometidas con su proyecto de liberación autonómico se abran a dialogar con la autoridad chilena, sino que ante todo esta misma debe hacerse responsable de las consecuencias que han dejado varias décadas de políticas represivas impulsadas por los poderes públicos, costándoles la vida a decenas de comuneros y, a otros, largas condenas en las cárceles de este país que no se ajustaron al debido proceso.

La posibilidad de que un pueblo viva por fuera del Estado es totalmente plausible, toda vez que la relación del Estado chileno con el pueblo mapuche ha sido la de “la zanahoria y el garrote”, invirtiendo recursos en seguridad en detrimento del desarrollo de las comunidades. En ese contexto es que la autonomía como estrategia política parece tornarse legítima y hasta comprensible. Por lo tanto, y si se les presta atención a estos antecedentes, es de esperar que la reposición del diálogo no sea algo fácil.

El Gobierno tiene que controlar su ansiedad por diferenciarse de sus antecesores, tratando de entregar señales más inteligentes. Un cambio en la estrategia para enfrentar lo que está ocurriendo requiere regular la excesiva exposición mediática de quienes participen de las instancias de conversación, pero las declaraciones de la ministra Siches están lejos de contribuir en esa dirección, al entregar valoraciones del conflicto que interfieren en las proyecciones de ese proceso.

En lo inmediato, La Moneda debiese considerar la apertura de una mesa de diálogo de alto nivel y cuyo peso político sea garantizado también por organismos internacionales atingentes a la materia. En cualquier otro caso, y como ocurrió el 2016, el diálogo solo servirá como un mecanismo para incluir a los actores afines y para excluir y aislar a quienes resulten hostiles a la estrategia de la autoridad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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