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Memoria a 50 años del dramático golpe de Estado de 1973 (parte II) Opinión

Memoria a 50 años del dramático golpe de Estado de 1973 (parte II)

Mladen Yopo
Por : Mladen Yopo Investigador de Política Global en Universidad SEK
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El golpe de Estado de 1973 tuvo como propósito, según expresaron pública y tempranamente los golpistas, “restaurar la chilenidad, la justicia y la institucionalidad quebrantada” (Decreto-Ley Nº1 de septiembre de 1973), escondiendo la refundación hacia un capitalismo extremo que estaba en la mente de los civiles detrás del golpe (neoliberalismo), más la imposición de una híbrida y contradictoria democracia autoritaria y/o democracia protegida (Lorenzo Meyer la usa el 2013 para el caso de México). Las FF.AA. complementaron esto diciendo que se trataba de salvar la democracia en peligro del totalitarismo marxista-leninista (Bando Nº 6), así como poner punto final al caos político y económico en que se debatía el país.


Esta columna es la continuación de la primera parte publicada el viernes 3 de marzo de 2023.

Una vez más los militares como dirimentes

Los éxitos logrados por el Gobierno del “compañero Presidente” –nacionalización del hierro, cobre, salitre y el carbón, parte de la banca, y de otras industrias; la profundización de la reforma agraria con otorgación de títulos a más de 200 mil campesinos; incremento de la matrícula estudiantil en general (la universitaria creció 89%), además de la cobertura del programa de alimentación en los centros educativos (80%) y las becas a niños de pueblos originarios; de la distribución de medio litro de leche para todos los menores de 15 años, la creación de un centro de atención médica por cada 40.000 habitantes para brindar un mejor servicio a la población o de la vacunación récord en 48 horas del 80% de la población contra la poliomielitis con una vacuna producida por laboratorios nacional, etc.–, no lograron opacar las condiciones para el desarrollo del golpe militar estimulado por el PN, la extrema derecha paramilitar de Patria y Libertad y por gran parte de la DC y los otros partidos de la CODE.

Verificación posterior de esto fue, por ejemplo, la carta que envió Eduardo Frei Montalva a Mariano Rumor, presidente de la Unión Mundial de la Democracia Cristiana, justificando el golpe militar poco después (08/11/1973) culpando a la UP de inflexibilidad, “totalitarismo”, de sustitución del Congreso por una Asamblea Popular, de crear instituciones armadas paralelas (lo que resultó en una gran falacia), de descalabro económico, de fraude electoral, como lo expresó Frei Montalva en su misiva a Rumor, con la supuesta falsificación de “carnés de identidad”, de romper la democracia (“Llevaron a un país de ejemplar vida democrática al fracaso económico y al derrumbe de sus instituciones”), entre otros, a la vez de negar lo que sucedía en el país: “No hay ninguna duda de que el caso chileno es un buen ejemplo de cómo un intenso aparataje de propaganda es capaz de presentar las mayores falsedades y convertirlas en realidad…”. Califico en diferentes párrafos las informaciones de las matanzas, la violación de los derechos humanos y la destrucción como “burdas mentiras” (Frei Montalva).

Entre julio y agosto de 1973 hubo un intento de diálogo entre el Gobierno y la DC, bajo los auspicios del cardenal de Santiago, Raúl Silva Henríquez (fundador posterior del Comité Pro Paz y la Vicaría de la Solidaridad para la defensa de los DD.HH.), que no fructificaron. La polarización que se había tomado la discusión del país, unida a la nula capacidad de diálogo entre partidos refundacionales y conservadores y a la falta de disciplina y prudencia de algunos dirigentes de la propia UP (con un lenguaje en extremo radical formulaban una realidad totalizante distante del propio proceso que llevaban adelante la Unidad Popular y el Presidente Allende, como lo reconocería un actor fundamental como Carlos Altamirano, en su libro Dialéctica de una derrota), empoderaron/dinamizaron la asonada que, por cierto, ya estaba en marcha desde el inicio mismo del Gobierno de la UP, como ya se expresó

La situación política en el país era extremadamente tensa y la derecha clamaba por el golpe de Estado. Una semana antes del “Tanquetazo”, el 21 de junio, la clase obrera chilena se movilizaba en lo que hasta ese momento había sido una de las mayores demostraciones de fuerza política en las calles: el paro nacional antigolpista convocado por la CUT. Salvador Allende, orador principal del acto con el que finaliza la movilización, señala cómo el país estaba “potencialmente en insurrección y al borde de la guerra civil”. Hasta ese momento, como lo expresa Roberto Andrés (La Izquierda Diario, 29/06/2018), la estrategia que había primado en la derecha había sido la del desgaste, también conocida como la de los “mariscales rusos” y que consistía en golpear al gobierno sistemáticamente en el marco institucional, buscando crear condiciones favorables para la destitución constitucional a través del Parlamento y la Justicia.

En el marco del fracaso de la estrategia de desgaste, el 29 de junio de 1973, el Regimiento Blindado N°2 se alzó contra el Gobierno, los tanques rodearon La Moneda y se produjeron algunos enfrentamientos con 22 muertos entre civiles y militares. Esta situación fue controlada por la actuación del general Carlos Prats, quien conminó a los soldados a retornar a su cuartel. Ante la gravedad de los hechos, Allende solicitó al Congreso (sin éxito) la declaración del Estado de Sitio. Luego vendría la reunión de los dirigentes de la ultraderecha Patria y Libertad, Roberto Thieme y Miguel Cessa, y dos oficiales de alto rango de la Armada, quienes informaron que el día 25 de julio de 1973 se iniciaría un nuevo paro nacional y que para incrementar la tensión requerían que Patria y Libertad realizara atentados dinamiteros. Con ello, la facción golpista de la Armada sellaba un pacto con Patria y Libertad, estrategia que era apoyada por la dictadura y militares brasileños. En el día señalado, se inició un nuevo paro indefinido de la Confederación de Sindicatos de Dueños de Camiones de Chile que inmovilizó económicamente al país. El 26 de julio de 1973 se producía el asesinato del comandante Arturo Araya Peeters, edecán naval del Presidente Allende.

El Presidente Allende siempre estuvo dispuesto a dialogar, pero ante la imposibilidad de concretar un diálogo fructífero, en parte por la intransigencia de una porción de sus propios partidarios, aunque principalmente por una derecha y de una DC dominada por los conservadores (guatones), más la estrategia golpista impulsada con antelación por EE.UU. (Australia y Brasil) y operacionalizada por parte de un sector de la oficialidad de las FF.AA., por gremios como los camioneros y medios de comunicación como El Mercurio, Tribuna, entre otros, estuvo decidido a llamar a un plebiscito en el mismo septiembre de 1973 para que la ciudadanía dirimiera el conflicto representado en enfrentamiento político Ejecutivo/izquierda – Parlamento/derecha (doble legitimidad) y los clivajes detrás de este eje. Esto último apuró a los golpistas a adelantar el golpe de Estado ante el temor de legitimación que podía otorgarle el plebiscito al Gobierno en las urnas en un contexto de adhesión electoral “creciente” y de respeto institucional que aún “prevalecía” (cultura presidencialista y de respeto a la autoridad que se da históricamente en Chile).

Sin embargo y en el plano de la política partidista, era claro que en ese momento se había llegado a un punto sin retorno. Las declaraciones del entonces presidente de la DC y posteriormente primer Presidente democrático de la transición, Patricio Aylwin Azócar, son elocuentes al respecto cuando dice que, si le dieran a elegir entre “una dictadura marxista y una dictadura de nuestros militares, yo elegiría la segunda” (The Washington Post, 26/08/1973). Y luego, el 17 de septiembre de 1973, en una declaración de prensa, sostenía que “el gobierno de Allende había agotado, en el mayor fracaso, la ‘vía chilena hacia el socialismo’, y se aprestaba a consumar un autogolpe para instaurar por la fuerza la dictadura comunista”. Agregó que “las informaciones” que nos transmite el cable revelan que lo sucedido en Chile se está enjuiciando en el exterior con mucho desconocimiento de la realidad. La mayor prueba es la enorme dotación de armas que tenían las ilegales milicias marxistas que formaban un verdadero ejército paralelo, con un poder de fuego equivalente a 12 regimientos regulares y con la presencia activa de más de diez mil extremistas extranjeros”. Remató diciendo que, “hasta la última quincena conversamos con el presidente Allende y su gobierno, en busca de las rectificaciones indispensables para salvar a Chile del quiebre institucional y del desastre económico. Nuestros esfuerzos no encontraron acogida seria y su fracaso condujo a la intervención militar, que las FF.AA. y Carabineros no buscaban y que contradecía todas sus tradiciones” (La Tercera, 19/04/2016).

Asimismo, el Presidente Allende equivocadamente siempre confió en que las FF.AA., como un todo, se mantendrían dentro de la Constitución y serían un puntal en el proceso de cambio, desconociendo y/o desvalorizando las intervenciones de estas en el devenir político-social histórico (guerras civiles, sublevaciones, golpes de Estado, gobiernos militares bajo cánones institucionales, represión a movimientos sociales como lo expresan, entre otras, las obras del historiador Gabriel Salazar). Así, a algunos meses de iniciado su mandato, el Presidente Allende, en una conferencia de prensa ante periodistas extranjeros (05/05/1971), había expresado: “Las FF.AA. de Chile son FF.AA. del país. No son FF.AA. al servicio de un hombre ni de un gobierno. Son del país… y lo hemos dicho públicamente, que las FF.AA. no son una parcela al margen de lo que ocurre… Ellas deben estar integradas en el proceso de desarrollo de Chile, vinculadas directamente”.

Sin embargo, aquí entra a tallar el histórico sentido de pertenencia social de la oficialidad y el adoctrinamiento recibido históricamente y, en particular, en la Escuela de las Américas (1946) por donde pasaron cientos de oficiales chilenos (varios años ha ocupado el segundo lugar como el país que más oficiales ha mandado a estos cursos: hasta el 2017 se calculaba en 7 mil). En el contexto de la doctrina de la Seguridad Nacional, manuales desclasificados por el Pentágono en 1996 confirmaron que, tras la Revolución cubana, comenzó a enseñar los controvertidos cursos de contrainsurgencia (hoy revestidos de contraterrorismo después del ataque a las Torres Gemelas), además de promover el uso de la tortura y la ejecución sumaria.

En el caso chileno, en ese listado de oficiales, se identifica un nombre clave: Manuel Contreras, el cerebro de la represora/diabólica Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), quien fue uno de los tantos oficiales que viajó a EE.UU. a “capacitarse”, llegando en el año 1967 a Fort Benning, para realizar el curso de posgrado de Estado Mayor junto a otros torturadores, como Miguel Krassnoff y Raúl Iturriaga Neumann. Como lo expresa el periodista “Manuel Salazar (en Contreras, historia de un intocable): “La guerra de Vietnam hizo que los estadounidenses redoblaran sus recomendaciones y entonces, en el Estado Mayor del Ejército chileno, se empezó a mirar con preocupación los brotes subversivos (…) por tales razones, los cursos de inteligencia empezaron a incluir temas como la subversión y la contrasubversión, y, con no pocas dificultades, se comenzó a infiltrar personal militar en entidades estatales como Corfo, Cora, Indap y en algunos ministerios” (a pesar de haber estado prohibido constitucionalmente).

El historiador Danny Monsálvez (2010) releva que la Unidad Popular, principalmente Salvador Allende, impulsaron tres políticas hacia las FF.AA.: una tendiente a apoyar las demandas económicas de los militares (equipamiento y remuneraciones); otra en la dirección de desencapsular el ámbito militar involucrándolos en tareas del desarrollo económico y social; y, por último, una estrategia comunicacional y discursiva tendiente a destacar la importancia de las Fuerzas Armadas como pilares fundamentales en la construcción de una nueva sociedad. Sin embargo, algo vital que no se hizo fue cambiar la cultura estratégica y el propio ethos de las FF.AA., su visión de ser fundadoras del Estado-Nación y de reserva moral, y en particular la construcción de una política militar alternativa, factor que podría explicarse en el desconocimiento de los decisores civiles de la relevancia (por no decir la existencia misma) de esta área.

Esta confianza en las Fuerzas Armadas fue compartida por el sector mayoritario y más radicalizado del Partido Socialista, al considerar que las FF.AA. en su mayoría eran constitucionalistas (quizás una realidad de la suboficialidad y la tropa pero no en la oficialidad) y no deliberantes, lo que implicaba que estas no actuarían más allá de lo permitido por la Constitución y las leyes en el contexto de la llamada “Doctrina Schneider” (irrestricto profesionalismo, respeto a la autoridad civil y no deliberación), a la vez de llamarlas a oponerse a una eventual sublevación militar y/o golpe de Estado. A su vez, en el Partido Comunista consideraron que la presencia militar en el Gobierno (léase principalmente el general Carlos Prats, el almirante Raúl Montero y el general Alberto Bachelet), implicaba la consolidación de las transformaciones realizadas y al mismo tiempo el seguir contando con el respaldo de la alta oficialidad militar con esta legitimación. Salvo en muy contadísimas ocasiones, es un gran error llamar a las FF.AA. a tareas ajenas a la defensa, cosa que ha sucedido con frecuencia desde la transición hasta la fecha.

Las palabras de elogio hacia los militares por parte de Allende y de un sector de la izquierda, la incorporación de algunos de ellos a labores de gobierno y hacerlos parte del cambio nacional, el apoyo a las demandas económicas de los militares, entre otros, y como lo expresa Monsalves, de nada sirvieron y los discursos incendiarios y de lucha armada de algunos partidos de izquierda intra y extra UP, más que ayudar a buscar soluciones al conflicto político y social, fueron enrareciendo más el ambiente y favorecieron la aparición de la deliberación al interior de las FF.AA., donde finalmente se impone una oficialidad que estuvo por terminar con tres años de gobierno popular a partir de un pensamiento autoritario anclados en su cultura estratégica y representado por Bernardo O’Higgins y Diego Portales. Este último, por ejemplo, sentenciaba: “En Chile la ley no sirve para otra cosa que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad… De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas…” (Punto Final, 17/10/2014).

Los años 1972 y 1973, en gran parte de los buques, escuelas y bases de la Armada, por ejemplo, muchos marinos perciben signos inquietantes que indican un golpe de Estado en gestación. Resuelven organizarse, primero para transmitir estas informaciones a las autoridades de Gobierno y, luego, sabiendo que se verán obligados a participar en él, reflexionan sobre cómo enfrentarlo. Paradójicamente, la defensa de la legalidad republicana amenazada es considerada “subversiva” por los mandos navales. Se impone el secreto interno y la vida de estos grupos casi no deja trazas escritas, aparte de las informaciones que figuran en los procesos abiertos por la Fiscalía Naval, una fuente necesaria pero dudosa, pues contiene numerosas “confesiones” arrancadas bajo tortura, como lo expresa Jorge Magasich (Testimonios de militares antigolpistas, 2019).

El corolario fue que, en medio de una escasa y mal organizada resistencia con caóticos resultados (miles de muertos, apresados y torturados y cientos de miles de exiliados), se ponía fin a la experiencia socialista a la chilena “de vino tinto y empanadas” y dejaba de existir una institucionalidad democrática que, con algunos altibajos, había funcionado durante más de un siglo. El Presidente Allende muere el mismo 11 de septiembre de 1973 tras resistir en el Palacio de La Moneda, junto a un grupo de sus seguidores, con la expectativa de que sectores de las FF.AA. leales, unidos a sectores populares, forzaran a un alto al fuego y se activara un diálogo, hecho que no ocurrió, al ser desarticulados tempranamente los sectores constitucionalistas y apresados varios de sus miembros.

La fractura original en su máxima expresión

El golpe de Estado de 1973 tuvo como propósito, según expresaron pública y tempranamente los golpistas, “restaurar la chilenidad, la justicia y la institucionalidad quebrantada” (Decreto-Ley Nº1 de septiembre de 1973), escondiendo la refundación hacia un capitalismo extremo que estaba en la mente de los civiles detrás del golpe (neoliberalismo), más la imposición de una híbrida y contradictoria democracia autoritaria y/o democracia protegida (Lorenzo Meyer la usa el 2013 para el caso de México). Las FF.AA. complementaron esto diciendo que se trataba de salvar la democracia en peligro del totalitarismo marxista-leninista (Bando Nº 6), así como poner punto final al caos político y económico en que se debatía el país. Entre los múltiples “objetivos nacionales” fijados, los militares dieron la máxima prioridad discursiva a la supervivencia de la Nación y del Estado, justificando con ello cualquier medio para tales fines. De esa manera, para la doctrina de la Seguridad Nacional, los golpes de Estado y los gobiernos militares eran recursos justificables cuando se trataba de razones de Estado, esto es, del interés nacional del Estado y la Nación (Frederick Nunn, 1972).

Para algunos autores, como Timothy Scully (1990), la desaparición del espacio político al centro del sistema de partidos con la polarización a que se había llegado (la DC se había corrido a la derecha desde el centro de la lucha de clases), hace perder ese espacio virtuoso donde se podrían haber logrado acuerdos entre las posiciones más antagónicas con su mediación. Por lo general, el centrismo valora las posiciones consensuales como un fin en sí mismo y el alejamiento de los partidos de centro de este eje, por tanto, también contribuyó al quiebre de la democracia política en 1973. El exsenador, expresidente de la DC y uno de los 13 democratacristianos que rechazó el golpe públicamente, Renán Fuentealba, reafirma esto al recalcar la importancia que tenía para los militares que la Democracia Cristiana apoyara el golpe de Estado: “Si la DC no estaba de acuerdo con el golpe, no había golpe militar…”, agregando que “después cuando estuvieron en el gobierno y ya fueron dictadura se dieron cuenta de que no servíamos para nada” (CNN Chile, 14/08/2013). A estas alturas nadie se imaginaba un posterior reencuentro en el centro de los partidos democráticos.

Sin embargo, además se daban otras dos condiciones que favorecieron el golpe. La primera se relaciona al pensamiento militarista de Pinochet a partir de la convicción de que los militares son superiores a los civiles. Su frecuente sorna sobre “los señores políticos” era una clara evidencia de ello. En una oportunidad en 1995, y todavía como comandante en Jefe del Ejército, señaló: “Nosotros los militares somos distintos de los civiles“, por “tradición, formación y disciplina, características que no todos tenemos”, aludiendo a los civiles (Raúl Sohr, La herencia militar de Pinochet, y Carlos Maldonado, El ejército chileno en el siglo XIX. Génesis histórica del ‘ideal heroico’, 1810-1885). Es decir, detrás de las palabras de Pinochet están los sentidos de superioridad y deber (misión de honor) en el autoconcepto institucional (Henriette Solís, El legado de las FF.AA. en Chile: entre el imaginario social y la imagen), los mismos que usaba O’Higgins (Villalobos 1989) al decir que “es vano dar instituciones y garantías porque los facciosos las desprecian y censuran. En mi poca o ninguna política y en mi experiencia hallo que nuestros pueblos no serán felices, sino obligándolos a serlo”.

La segunda, se relacionaba a la barrera que dividía a la ciudadanía de sus FF.AA. Al respecto, el historiador y exmilitar Julio Busquets (1984) escribía que “para que un tirano pueda utilizar un ejército contra su pueblo, es preciso separarlo de él, aislarlo, pues si el ejército está unido al pueblo resultará muy difícil poder usarlo contra él. Así lo entendieron ya hace milenios los faraones y los sátrapas orientales; así lo entendieron los emperadores de Roma, que formaron con bárbaros o extranjeros sus legiones pretorianas, y así lo entendieron los reyes absolutistas de la Edad Media, que fomentaban el reclutamiento de tropas extranjeras y dispusieron la rotación de unidades, en las guarniciones, a fin de que, no arraigado en población alguna (…)”.

En el caso de Chile, no solo existía la barrera de una subcultura militar, sino que había una geografía divisoria compuesta por el espacio militar que la separaban del espacio civil (cuarteles, poblaciones, escuelas, casinos, hospitales, etc.), realidad que se exacerbó durante la dictadura y que se mantiene. Francisco Fernández, en su artículo “Fuerzas Armadas-Sociedad: Del mutuo aislamiento a la progresiva integración”, grafica bien esto, al decir que “el aislamiento a que nos estamos refiriendo no es, por lo demás, un rasgo exclusivo de los ejércitos (aunque sí exacerbado), sino, por el contrario, de cualquier organización social compleja; como se admite de modo general, las organizaciones sociales complejas tienden a aislarse relativamente del entorno para afirmar así su singularidad, y emplean el secreto como un recurso en su relación con los otros elementos del entorno”.

En condiciones de alta modernización y aún no profundizada la industrialización, era muy difícil que se mantuviese un régimen democrático por las presiones de lo que Huntington (1982) ha llamado el pretorianismo de masas. De acuerdo con este planteamiento, ante la acción política proveniente de sectores populares (expectativas y demandas inclusivas), los sectores empresariales y tecnocráticos (la oligarquía y el capital) demandan una solución autoritaria. Huntington lo expresa de la siguiente manera: “Los adinerados sobornan, los estudiantes se amotinan, los obreros se declaran en huelga, las multitudes realizan manifestaciones y los militares golpean”.

El pretorianismo de masas y la respuesta militar se basan y serían consecuencia de dos ideas fuerza: en primer lugar, del convencimiento de que el autoritarismo es necesario para controlar a los múltiples demandantes de prebendas, incluidos los sindicatos; y, en segundo lugar, la percepción de que la continuada activación política popular representa una amenaza para el orden social dominante (incluso las bases fundantes con el Estado y la Nación). Esto, junto a la temprana institucionalización, explicaría en el caso de Chile, por ejemplo, la sobrevaloración del orden público por sobre otros derechos incluso en los gobiernos democráticos (Alfred Stepan, 1985), pero también y en el fondo demostraba la fuerza y profundidad de los clivajes que condicionaban la política nacional.

En todo caso, estos regímenes burocrático-militares (autoritario-burocrático, como los llamó Guillermo O’Donnell, 1982) que caracterizaron el panorama político del Cono Sur de América en los años sesenta y setenta fueron diferentes de las viejas formas de dominación del caudillo militar o civil. En ellos, las FF.AA. no tomaron el poder para mantener en él a un dictador sino para reemplazar a la clase política tradicional con el propósito de reorganizar al Estado-Nación en su totalidad de acuerdo con la ideología de la “Seguridad Nacional” (Jorge Tapia Valdés – 1980) propia de la Guerra Fría. Es decir, con mayor o menor profundidad, había un sentido refundacional en sus acciones.

El conflicto de fondo en Chile era, entonces, la distancia ideológica y el sentido refundacional que se había expresado en el proyecto de la Unidad Popular, más que las características institucionales propias de un régimen presidencial o la formación de un gobierno no mayoritario como el del Presidente Allende y la Unidad Popular. En otros países de la región esto se había complementado con escenarios propensos a las intervenciones militares

Liderado por el vicealmirante de la Armada, José Toribio Merino, y el comandante de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, el golpe fue planificado para el 11 de septiembre, debido a que ese día el Ejército se encontraba concentrado en Santiago por la celebración de sus “glorias”. El 8 de septiembre, el general Arellano Stark solicitó el apoyo del general Pinochet, pero este no dio una respuesta definitiva. Al día siguiente, Salvador Allende informó al comandante en Jefe y otros generales del Ejército que había decidido convocar a un plebiscito, con el fin de dar una salida a la grave crisis política. Ese mismo día, los cabecillas del golpe contaron con el apoyo de Pinochet (golpe de Estado, Biblioteca del Congreso).

El régimen militar instaurado en Chile en 1973 intentaría eliminar el empate político a través de dos mecanismos: la normalización de la economía y el “restablecimiento” de un orden refundado (Débora Lopreite y María S. Tula, 1996). Jorge Arrate (2004) lo explica adecuadamente cuando expresa que “autoritarismo político y mercantilismo económico son los dos rasgos del régimen de Pinochet que, en simétrica oposición al proyecto de Allende, establece el maridaje entre dictadura y capitalismo salvaje en sustitución al de democracia y socialismo”.

Al cabo de unos meses, comenzaba a quedar más que en evidencia que el gobierno militar no sería una instancia transitoria. Su posesión transitoria del poder pasaba rápidamente a transformarse en una más permanente y fundacional, a pesar de que el propio Pinochet afirmó el día 16 de septiembre de 1973 que “Chile volverá a su tradicional sistema democrático” (Cristián Gazmuri, 1999). Esta fijación de metas sin plazos quedó manifestada tempranamente en lo doctrinario (11/03/1974) cuando el general Pinochet lee ante el país dos documentos: la “Declaración de Principios” que sembraba las bases de una nueva institucionalidad y el “Objetivo Nacional” que delineaba las transformaciones necesarias para un nuevo plan económico.

Pasados 50 años del golpe de Estado de 1973, y además de temas pendientes como una nueva Constitución que recupere el Estado social de derecho y limite autonomía y roles de las FF.AA., entre otros, este queda en la memoria universal como una mancha sangrienta y oscura de la historia nacional, mientras y como lo expresó asertivamente el 2020 el centenario intelectual mexicano Pablo González Casanova, “la figura de Allende tiene importancia para la política universal, no se reduce a un país y a un pasado; es presente, actual y universal” (La Jornada, 03/09/2020).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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