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Chile y el Gobierno de Allende: lecciones para el presente y el futuro Opinión

Chile y el Gobierno de Allende: lecciones para el presente y el futuro

Sergio Bitar Chacra
Por : Sergio Bitar Chacra Ex ministro y ex senador.
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Esa apasionante y trágica experiencia del periodo de Allende marcó nuestras vidas. Sin embargo, la duda que embarga hoy a muchos es si aquellas lecciones han sido asumidas, y cómo esa traumática experiencia de la dictadura se plasma en el modo de pensar y actuar de las generaciones siguientes. El desafío es lograr que la memoria no desaparezca junto a los que la vivieron. ¿Cómo se transfiere y cómo se procesa la memoria por la sociedad? Si las vivencias de una generación simplemente se desvanecen y se impone la lógica de los vencedores, la sociedad queda expuesta a repetir errores y horrores. Por ello es esencial transmitir y enseñar la historia a los jóvenes de las nuevas generaciones.


En 1970 América Latina buscaba afirmar sus procesos democráticos, pero en pocos países estos se habían consolidado. Varios vivían en dictadura y otros habían sufrido golpes militares recientes (Brasil en 1965). Pero lo que era común a todos era una enorme pobreza y concentración del ingreso y de la riqueza en manos de grandes empresas, muchas de ellas extranjeras, que explotaban los recursos naturales, y una oligarquía económica interna que poseía la tierra y el control de las finanzas y manufacturas nacionales.

El gran dilema de las fuerzas políticas y sociales partidarias del cambio era recorrer un camino que lograra más democracia y más igualdad, al mismo tiempo. Chile era uno de los países con una democracia más asentada y un sistema de partidos políticos similar al europeo. En los años 30 y 40 había conformado un Frente Popular, de fuerzas de izquierda, similar al francés de esos años (1936-1938), y se había logrado ampliar los derechos civiles y electorales, una expansión de la educación pública y de otros servicios sociales.

Pero los resultados eran menguados, y el goce de derechos políticos no se sustentaba en derechos económicos y sociales que permitieran ejercer esos derechos políticos. Para muchos, tales derechos se quedaban en el papel. Esta brecha entre progreso democrático y estancamiento social generó crecientes presiones políticas. Entre grupos de izquierda se desvalorizó esa institucionalidad, calificándola de “democracia burguesa”, que favorecía solo a una minoría. Otros sostenían que era posible avanzar sin romper las instituciones.

Después de la Segunda Guerra, y durante dos décadas, en América Latina surgieron movimientos pro-recuperación de los recursos naturales, nacionalizaciones, reforma agraria y políticas redistributivas. La Revolución cubana (1959) provocó un gran impacto, pero su posterior evolución hacia formas no democráticas fue crecientemente cuestionada entre los chilenos. En el contexto de una larga tradición democrática en Chile emergieron dos importantes opciones de cambio: una encabezada por la Democracia Cristiana, liderada por Eduardo Frei, que propuso la llamada “Revolución en Libertad” y la otra, conformada por los partidos Socialista, Comunista, Radical y otras fuerzas menores, que encabezaba Allende. Entre ambas fuerzas había una competencia por modificar el orden establecido y desplazar a las fuerzas políticas conservadoras.

Su pugna derivaba de fuertes diferencias ideológicas entre fuerzas políticas moderadas y otras más radicales, unas de centro, otras de izquierda, unas respaldadas por sectores reformistas, otras por un pensamiento marxista. Los mayores partidos europeos e incluso los demócratas de EE. UU. se inclinaban por el primer camino. La izquierda chilena, influenciada por el pensamiento marxista, contenía posturas más radicales, distanciadas de las posiciones de la socialdemocracia europea. Frei compitió con Allende por la Presidencia y triunfó en 1964. Hizo un Gobierno de cambios importantes, sin embargo, en vez de amainar, se intensificó la voluntad de cambios, y la izquierda se comprometió a profundizarlos. En la elección siguiente (1970) triunfó Allende, y lanzó un programa que desafiaba los conceptos dominantes: se trataba de transformar las relaciones económicas y sociales de poder, y realizarlo en democracia (ver anexo).

El intento fue segado por un cruento golpe militar. Lo sucedió una dictadura de 17 años, que violó masivamente los derechos humanos, reprimió y acentuó la miseria (1973-89).

¿Era viable el Gobierno de Allende?

En estas líneas expondré mis respuestas a tres interrogantes:

-¿Era viable?

-¿Qué ocurrió durante ese periodo de gobierno que desembocó en un golpe militar?

-¿Qué aprendimos de esa tragedia para el futuro?

Cada uno interpreta los hechos según la experiencia que le tocó vivir, por ello espero acojan estas líneas con sus inevitables limitaciones.

1. Sí, el programa de gobierno era viable

Un número creciente de personas, hombres y mujeres, trabajadores y jóvenes pugnaban por adquirir sus derechos políticos, participar en democracia y conseguir mejoría de su situación económica. Nuevos grupos sociales marginales bregaban por cambios sustantivos. Grandes contingentes ciudadanos consideraban inaceptable la enorme pobreza y desigualdad. La organización social, sindical, campesina y urbana, aunque mínima, estaba creciendo. Los partidos políticos de izquierda y la Democracia Cristiana (DC, el más grande entonces) fueron adquiriendo fuerza y promoviendo cambios sociales y económicos de envergadura. Una mayoría de los chilenos consideraba necesario y posible construir entonces una sociedad mejor.

Las condiciones políticas estaban evolucionando con rapidez. Y ocurría que, en esos mismos tiempos, a comienzos de la década de los sesenta, las empresas norteamericanas controlaban el cobre y un puñado de latifundistas poseía la tierra. Unos se llevaban los excedentes y los otros producían poco y explotaban a los campesinos. Superar esa contradicción era inescapable.

Estoy convencido de que el proceso impulsado por el Presidente Allende era viable, a pesar de los obstáculos nacionales y extranjeros. Pues acontecía que, al surgir la opción de la Unidad Popular en 1969, los cambios ya estaban en marcha. Se había iniciado en 1964 la Reforma Agraria y se había conseguido la llamada “chilenización del cobre” o nacionalización pactada durante el Gobierno democratacristiano del Presidente Eduardo Frei Montalva (1964-1970). El Estado adquiría el 51% de la propiedad de las empresas mineras detentadas por dos grandes compañías norteamericanas, Braden Copper Company y Anaconda Copper Company. Simultáneamente, numerosos latifundios habían sido expropiados y había comenzado la organización del campesinado y de los pobladores urbanos en las llamadas Juntas de Vecinos. Todo ello facilitaba el avance propuesto en el programa de Allende.

No obstante, el país estaba dividido en tres sectores políticos: derecha, centro e izquierda, con porcentajes electorales similares. Existía una dura confrontación ideológica, que limitaba el diálogo e inhibía el pragmatismo. Eran tiempos de Guerra Fría, el Gobierno de EE.UU. interpretaba todo con el lente de su confrontación con la URSS. Los grupos conservadores chilenos y extranjeros propalaban que el proceso encabezado por Allende desembocaría en una “segunda Cuba”. Cualquier intento de transformación económico-social se enmarcaba en esa lógica, que terminaba antagonizando a todos los procesos políticos de cambio en América Latina. Poco importaba la situación de pobreza y el subdesarrollo de los chilenos.

Sin duda, había obstáculos mayores, pero con habilidad política el programa de transformación en democracia propuesto por la Unidad Popular (UP) era viable. Si se analizan las llamadas “cuarenta medidas” propuestas por Allende en su campaña (ver anexo), ellas eran en gran medida alcanzables. Había fuerza política y social organizada y una institucionalidad capaz de encauzar soluciones por la vía democrática. Además, al comparar ese programa con el del candidato democratacristiano Radomiro Tomic, en cuya campaña participé, se apreciaba la posibilidad de lograr una amplia convergencia. Era concebible a priori un entendimiento político entre DC y UP.

El propio Tomic, así como el ala progresista de la DC, hablaba de la unidad del pueblo. Un ejemplo es que el acuerdo de la DC de votar por Allende en el Congreso era una señal positiva. En la elección de septiembre de 1970 Allende logró la primera mayoría con un 36,6% de los votos; Alessandri, candidato de la derecha, obtuvo el 35,3% y el democratacristiano Tomic un 28,1%. Entonces la ley electoral no contemplaba una segunda vuelta, y era el Congreso el que debía dirimir entre las dos primeras mayorías. Se acordó entre la DC y la UP un pacto de garantías constitucionales, que reafirmaba las libertades fundamentales de expresión, reunión, educación, derechos de los trabajadores y otras contenidas en la Constitución vigente. Tras ello fue proclamado Allende como Presidente de la Republica por el Congreso Nacional.

También la DC y la UP compartían el supuesto de que las FF.AA. actuaban con respeto a la Constitución y que el sistema político poseía la elasticidad para admitir transformaciones importantes, sin romperse.

Entonces, ¿por qué no se lograron acuerdos, habiendo planteamientos coincidentes, para evitar el golpe militar?

2. ¿Por qué el programa se tornó inviable?

¿Por qué se tornó inviable el proceso? Sin duda, influyeron las acciones de la derecha chilena y del Gobierno de Nixon en Estados Unidos. La intervención del presidente de EE. UU. puso en marcha de inmediato la maquinaria de intervención para impedir la asunción de Allende y luego su derrocamiento. Igualmente, la derecha política chilena y los poderes fácticos afines, económicos y sus medios de comunicación, se reagruparon temprano para defenderse, contratacar y luego destituir o derrocar a Allende.

Pero tales acciones no eran suficientes por sí solas para derrocar al Gobierno. Los adversarios internacionales y nacionales golpistas no habrían provocado efectos tan destructivos si no hubiesen existido omisiones y errores del Gobierno y de los partidos de izquierda que facilitaron el propósito de derribarlo. Escamotear el análisis autocrítico sería una irresponsabilidad. Culpar simplemente a terceros habría impedido después reunir a las fuerzas sociales y políticas democráticas, y acumular capacidad técnica para derrotar a la dictadura. Los progresos posteriores fueron abundantes para los chilenos: recuperar la democracia, ganar innumerables elecciones y realizar grandes reformas, durante 24 años de Gobierno.

Cinco factores que torcieron el curso que se había previsto al inicio.

El primero fue la rápida propagación de iniciativas autónomas de organizaciones sociales que desbordaron al Gobierno. Esa dinámica traspasó el marco programático inicial. Se fue perdiendo el control, hubo tomas de predios agrícolas e industrias no contempladas en el programa; al comienzo fueron respaldadas por algunos grupos de los partidos de gobierno, y después por grupos radicalizados que buscaban acelerar la marcha. El Gobierno no pudo encauzar o contener. A medida que esta acción, a veces espontánea, se aceleraba, la oposición intensificaba una campaña que acusaba al Gobierno de poseer una intención oculta, el control económico total para luego adquirir el poder político total.

Un segundo factor fue el erróneo manejo económico, el enorme desbalance fiscal que, si bien fue advertido reiteradamente, no hubo capacidad política de frenar. Algunos miembros de la coalición sostenían la tesis de que la economía real era lo que importaba, y que los aspectos financieros eran secundarios; que eran dos esferas distintas. Lo importante era aumentar la producción, el empleo y la inversión. Se subestimó el impacto que tendrían los desequilibrios financieros, monetarios y fiscales. Esa discusión fue intensa. Valga una anécdota. Antes que la Izquierda Cristiana (IC) se incorporara a la UP, a fines de 1971, me pidieron que dirigiera un equipo de economistas para evaluar la situación económica, con el fin de señalar al Presidente Allende nuestro diagnóstico y sugerirle algunos cambios que estimábamos urgentes. Preparamos un informe que describía la inquietante situación, la magnitud de los desequilibrios en gestación, y sugeríamos medidas para enderezar el rumbo. Lo expuse en la comisión política de la IC y después entregamos ese reporte al Presidente. En 1971 la economía había crecido, y existía una percepción política optimista, no se advertía que los desajustes acabarían creando efectos negativos a corto andar. Se estaban acumulando déficits elevados, que generaron más tarde escasez y mercado negro. En 1972, el Presidente Allende me invitó a formar parte de un comité económico asesor compuesto por otras dos personas, Sergio Ramos del Partido Comunista y Alexis Guardia del Partido Socialista. Los tres constatábamos que el cuadro devenía a diario alarmante, y reportábamos regularmente.

En el primer año de Gobierno la economía creció, por la existencia de capacidad productiva disponible que respondió al incremento de la demanda de consumo. En los años siguientes la producción dejó de aumentar mientras la demanda continuaba ascendiendo. Las cifras del periodo, que se muestran en tabla anterior, muestran el promedio de tres años, siendo el tercero muy distinto del primero, con menor producto y mayor inflación. En retrospectiva, es obvio concluir que el gobierno de la UP fue creando una verdadera tenaza económica, por un lado impulsó una expansión excesiva del consumo y, por otro, la producción nacional sufrió una merma como consecuencia de la rápida nacionalización del cobre y la aceleración de la reforma agraria. El Gobierno de EE. UU. agudizó la crisis. A la reducción de la oferta se sumó el bloqueo financiero internacional, inducido por Nixon y las empresas de cobre extranjeras nacionalizadas. En los dos años siguientes, 1972 y 73 se apretó la tenaza, y cuando se intentó corregir ya se había perdido la capacidad política de corregir.

Un tercer factor que comprometió la viabilidad y dificultó la compleja conducción de ese proceso fue la división entre las fuerzas sociales y políticas que podían conformar una mayoría nacional por los cambios. Me refiero, en particular, al conflicto entre los partidos de izquierda y la Democracia Cristiana, y también a la animosidad entre Frei y Allende, que no se consiguió apaciguar. A medida que avanzaba el Gobierno y se acentuaba la pugna política, sectores del Partido Socialista empujaron hacia una radicalización. Y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), desde posiciones extremas ajenas a la UP, azuzaba para acelerar el paso y exacerbar disputas. Ese sector de izquierda extrema nunca fue enfrentado políticamente por la UP. El Partido Comunista, buscó impedir una mayor polarización, brindando su respaldo al Presidente Allende, pero el PS no se comportó de la misma forma.

A pesar de todos esos inconvenientes, la UP obtuvo el 44% de los votos en la elección parlamentaria de marzo de 1973, echando por tierra la estrategia de la derecha, aliada esta vez con la DC, de acusar constitucionalmente a Allende para terminar con su Gobierno por la vía legal. Fue entonces cuando la derecha modificó su estrategia y resolvió proceder por la fuerza, recurriendo desembozadamente a los militares. La DC empezó a girar a la derecha y una parte del Partido Radical se descolgó de la UP. La polarización era incontenible. Los intentos de enmendar en 1973 no dieron frutos, y aunque el Presidente anunció una nueva política económica y fiscal de contención del déficit en 1973, al instalar el nuevo gabinete, donde ingresé como ministro de Minería, no se consiguió imponer esa política y tampoco se alcanzó un acuerdo con la DC para definir las áreas de propiedad, privada, estatal y mixta.

Un cuarto factor explicativo fue el desconocimiento de los sistemas de decisión y de los grupos de poder que dominan la política exterior de Estados Unidos. La Guerra Fría condicionaba las acciones de política internacional de EE. UU. y así se juzgaba la posición respecto de los procesos políticos de izquierda o movilizaciones sociales en América Latina, por su posible aproximación a la URSS. El sistema político norteamericano entregaba (y aun hoy delega) un poder sin contrapeso al presidente de la Republica en relaciones internacionales, poder fuertemente influenciado por las grandes corporaciones y, en particular, por las grandes empresas explotadoras de recursos naturales. En ese ámbito externo no operaban, ni operan, los mecanismos institucionales de control entre poderes o “checks and balances”, que resguardan el funcionamiento de la democracia interna, no así de la política internacional. Y las consideraciones de “seguridad” prevalecían sobre las afirmaciones a favor de la democracia.

Cuando en 1971 el Parlamento chileno resolvió por unanimidad la nacionalización del cobre, y el Ejecutivo decidió una compensación cero a las empresas extranjeras nacionalizadas, descontando las llamadas utilidades excesivas de años anteriores del valor de los activos, las compañías y el gobierno de EE. UU. desataron una campaña y movilizaron su poder financiero internacional contra el Gobierno de Allende. Las cupríferas extranjeras consiguieron que algunos tribunales ordenaran el embargo de los envíos de cobre chileno cuando arribaban a puertos extranjeros, con el propósito de resarcirse de lo que esas empresas consideraban una “expropiación sin pago”. Cortaron el flujo de recursos proveniente de organismos financieros internacionales, Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y Banco Interamericano.

La decisión chilena tenía justificación: descontar las utilidades excesivas. Pero era predecible que la medida tendría alta repercusión, pues esa práctica podría extenderse a empresas norteamericanas que operaban en otros países del mundo. Como podía preverse, ellas harían todo lo que estaba a su alcance para impedir que el caso chileno se transformara en un precedente. En los momentos críticos, tampoco se logró apoyo de la URSS ni de China, de quienes algunos dirigentes políticos, especialmente del Partido Comunista, esperaban alguna ayuda. En efecto, esos países no creían viable al proceso chileno de transformación en democracia, con plenas libertades, sin contar con las Fuerzas Armadas. Los soviéticos estimaban que esa experiencia era insostenible y China se encontraba sacudida por la Revolución Cultural de Mao.

El quinto factor fue subestimar el poder e influencia de los sectores conservadores. Su poder trascendía por mucho sus votos o el número de parlamentarios y gravitaba sobre los militares, especialmente la Armada, y los medios de comunicación social de propiedad de grupos privados. A ello se agregaba su ascendiente ideológico sobre capas medias, temerosas de los cambios, especialmente pequeños empresarios. El temor posibilitó que ellos confluyeran a crear una oposición amplia.

Paralela y paradójicamente, tanto los sectores de izquierda como la DC suponían que en las Fuerzas Armadas predominaba una postura constitucionalista y que los comandantes en Jefe del Ejército, generales Prats y Schneider, representaban al conjunto. Al iniciarse el Gobierno de Allende era natural entender que los riesgos de intervención militar eran mínimos. En el imaginario de la mayoría –así lo creía yo también– la democracia era inamovible; como la cordillera de los Andes. Nada ni nadie podría interrumpir la vida democrática de Chile. Imaginábamos que las dictaduras eran enfermedades centroamericanas a las que Chile era inmune. Pronto ese mito se desplomó. El general Schneider fue asesinado en 1970 por un grupo de extrema derecha que buscaba impedir la asunción de Allende, y el general Prats fue asesinado en 1974, en Buenos Aires, después del golpe, por un comando digitado por la dictadura.

Es pertinente interrogarse por qué Allende no negoció al final, cuando las fuerzas golpistas lo tenían cercado y así evitar un golpe. Es difícil colocarse en esos momentos críticos, pues las cosas cambiaban velozmente. Mi interpretación es que Allende visualizó ese escenario, y dimensionó el peligro de sufrir la quiebra de la Unidad Popular, lo cual provocaría un debilitamiento aun mayor de su Gobierno y el cuestionamiento a su verdadera vocación transformadora. Cuando la situación se tensa y polariza, y la desconfianza se instala, el riesgo era que una negociación, a esas alturas, bajo las condiciones extremas exigidas por la derecha, equivaldría a una suerte de abdicación y rompería la coalición de la UP. Al final, cuando la pugna política se tornó insostenible, Allende optó por llamar a un plebiscito, y que decidieran los ciudadanos. El día previsto para el anuncio nunca llegó, pues los instigadores del golpe lo supieron y adelantaron la fecha, al 11 de septiembre de 1973, para impedirlo. Allende tenía un agudo sentido de la historia y no se expondría a traicionar su espíritu democrático, cediendo al golpismo, ni a comprometer su integridad política y su compromiso con los sectores populares que creían en él.

En suma, y a pesar de los hechos descritos, mi convicción es que el camino y el programa propuesto de transformación en democracia, eran viables al comenzar. Se tornó progresivamente inviable, debido a procesos múltiples, cuya dinámica se aceleró, perdiéndose control y gobernabilidad de los cambios. Y ello fue agudizado por una intervención externa y un golpismo interno, subestimados inicialmente por los conductores del proceso. Estoy consciente de que es difícil medir la viabilidad; no existe un manual. El arte de la política y el liderazgo consiste justamente en trazar un camino, evitar los escollos, conociendo bien las fuerzas propias y las del adversario y así construir viabilidad. Ese desenlace infausto no estaba predeterminado.

3. Principales lecciones de un hecho histórico único

¿Qué lecciones nos dejó el Gobierno de Allende? ¿Qué aprendimos de los 17 años de dictadura para combatirla y luego forjar una coalición que fuera capaz de impulsar un gran periodo de democratización y progreso nacional, por más de dos décadas, 1990-2010 y 2014-2018? ¿Qué aprendimos en los 50 años (1973-2023) que nos ayude a iniciar una nueva etapa?

Si tuviera que sintetizar las principales enseñanzas diría, primero, que cada demócrata debe estar alerta cotidianamente para proteger y perfeccionar la democracia y lograr más justicia social, que los partidos y organizaciones deben educar para que todo ciudadano cuide la libertad, resguarde los procedimientos democráticos, rechace el odio, cultive la convivencia, con respeto a la diversidad y la tolerancia cada día, y evitar la polarización. De la lucha contra la dictadura aprendimos cuán trascendente es crear instituciones inspiradas en esos valores e instaurar una cultura de derechos humanos.

Otra enseñanza evidente es que sin mayoría política no es posible impulsar permanentemente reformas que perduren y evitar las regresiones. Articular coaliciones y movimientos sociales requiere conjugar y armonizar posiciones diversas, dialogar y compatibilizar las reformas deseadas con un amplio arco de partidarios.

Luego aprendimos, con enorme sufrimiento humano, que las reformas no pueden improvisarse ni basta con declamar anuncios. Deben ser bien estudiadas y traducirse en programas técnica y políticamente viables. Que se debe descartar el maximalismo y la radicalización, y acumular suficiente capacidad política y social para desplazar democráticamente a las fuerzas del statu quo. Siempre es más fructífero un proceso gradual de reformas, con apoyo mayoritario de la ciudadanía. Quien quiere cambios inmediatos, con más voluntarismo e ideologismo que con inteligencia y capacidad, no llega muy lejos, o retrocede cuando no tiene la fuerza para consolidar lo que se avanza.

La crisis económica nos dejó otra enseñanza fundamental. El desajuste macroeconómico perjudica a los más pobres y crea condiciones propicias para los adversarios de los cambios. Es primordial efectuar un manejo económico y fiscal sin desequilibrios, sin promesas inviables, evitando la inflación, con políticas que prioricen la inclusión social y la reducción de las desigualdades, sin populismo. Esta ha sido una regla seguida por todos los gobiernos democráticos progresistas después de 1990.   

Aprendimos que era esencial conocer bien el contexto internacional, teniendo presente los potenciales conflictos geopolíticos. Por esa razón, luego del golpe y ya en el exilio, muchos de nosotros nos volcamos a estudiar el sistema político norteamericano y la formulación de su política internacional. Comprobamos en carne propia que el desconocimiento de ese país tuvo consecuencias graves. Con mayor razón hoy día, es indispensable conocer los cambios globales, identificar los poderes dominantes y su comportamiento, constatar la dispersión del poder global y la emergente tensión entre China y EE.UU.

También la experiencia de la UP reveló cuán leve era el conocimiento de los políticos sobre la mentalidad y el comportamiento de los militares. Por esos tiempos, muchos oficiales habían sido formados en la escuela de Panamá, del Comando Sur del ejército norteamericano, donde se les educaba en la doctrina de la seguridad nacional, obsesionada con el “enemigo interno”. Los militares eran influenciables por los sectores conservadores y por la Administración Nixon en un grado que se desconocía por los sectores políticos de izquierda. A partir de esas realidades, una vez reinstalada la democracia los gobiernos debieron instaurar una política militar compleja para asegurar la subordinación al poder civil. Eso tomó muchos años y fue un periodo turbulento. Hoy, el conflicto político no se resolverá vía golpes militares, pero igualmente importante es una supervisión, educación y normas que garanticen cuerpos profesionales que respeten irrestrictamente a la Constitución y las leyes. El alejamiento o la negligencia de los civiles facilita la tendencia natural de las FF. AA. a adquirir autonomía del poder civil, debilitándose su necesaria subordinación a las instituciones democráticas.

Con el correr de los años, y después del hondo sufrimiento de tantas familias, constatamos que para superar esa tragedia no bastaba con lamentos, ni menos estar motivado por la revancha. Fue vital proyectar un futuro optimista. De hecho, la campaña del NO contra Pinochet recogió esa lección. La amargura y la indignación brotaban espontáneamente. Pero también se tuvo la capacidad de difundir un mensaje de futuro positivo, de un país fundado en valores de libertad, justicia, respeto de los derechos humanos y con mayor bienestar económico para todos.

La historia, los jóvenes y el futuro

Esa apasionante y trágica experiencia del periodo de Allende marcó nuestras vidas. Sin embargo, la duda que embarga hoy a muchos es si aquellas lecciones han sido asumidas, y cómo esa traumática experiencia de la dictadura se plasma en el modo de pensar y actuar de las generaciones siguientes. El desafío es lograr que la memoria no desaparezca junto a los que la vivieron. ¿Cómo se transfiere y cómo se procesa la memoria por la sociedad? Si las vivencias de una generación simplemente se desvanecen y se impone la lógica de los vencedores, la sociedad queda expuesta a repetir errores y horrores. Por ello es esencial transmitir y enseñar la historia a los jóvenes de las nuevas generaciones.

La memoria se difunde a través de múltiples canales: el arte, la música, la pintura, el teatro, la arquitectura, museos, películas, poemas, literatura, testimonios e historia.

El conocimiento de la historia es un componente esencial de la formación de dirigentes políticos. Una mirada ahistórica resulta superficial e induce a muchos apresurados a pensar que la historia empieza cuando llegan ellos. La ignorancia de la historia es alimento para la arrogancia, conduce a menospreciar lo hecho por otros. Si uno no entiende el contexto histórico, está condenado a repetir los mismos errores, o a caer en el mero testimonio, sin acción eficaz.

En política, no basta con declarar lo que se propone hacer. Si solamente se afirma lo que se pretende y no se analiza cómo lograrlo, y no se entiende cuáles son los poderes en juego, no se llega lejos. Es indispensable poseer una estrategia de largo alcance, elaborada y compartida con las organizaciones sociales. Una estrategia en democracia supone acrecentar progresivamente las condiciones de poder político y social para acercarse a las metas.

En los partidos políticos se ha debilitado la capacidad de formar y despertar la vocación publica de los jóvenes. Las tecnologías de comunicación han alterado profundamente esta labor. Los partidos han perdido el rol de mediadores, los ciudadanos están más empoderados. La inmediatez, la avalancha de información y la incertidumbre representan un tremendo desafío para formar a los líderes democráticos del futuro. Los partidos están rezagados en el uso de tecnologías para ampliar la educación y la acción democrática. En Chile tenemos muchas escuelas de negocios y muy pocas escuelas de gobierno. Son los jóvenes quienes enfrentarán lo que viene, y deben estar mejor preparados.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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