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Globalización, Derechos Humanos y diplomacia Opinión

Globalización, Derechos Humanos y diplomacia

Pablo Cabrera Gaete
Por : Pablo Cabrera Gaete Abogado y consejero CEIUC
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El valor de la libertad, junto con el derecho a la democracia y el respeto por los Derechos Humanos, son consustanciales a la forma de cualquier diálogo o negociación para el establecimiento de un mundo pacífico, seguro, fraterno y solidario. Por ello, la labor diplomática siempre debe bregar por que, bajo ninguna condición o circunstancia, haya aplicación parcial o restrictiva de los derechos fundamentales de la persona humana. Los principios rectores de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos están plenamente vigentes y la tarea consiste en honrarlos tanto en su dimensión exterior como doméstica.


(*) La velocidad con que suceden los acontecimientos no deja a menudo espacio para el análisis de hechos y situaciones que ameritan una evaluación reposada de los desafíos y amenazas en un contexto de globalización que frustra expectativas y es mezquino en recetas válidas para atender las múltiples demandas sociales y los retos tecnológicos que cunden exponencialmente durante el curso de un proceso de cambio paradigmático que no termina de asentarse. Tampoco el voceado Nuevo Orden Internacional ha terminado por cristalizar y se mantiene como una aspiración sine die que afecta la convivencia.

De ahí la necesidad de una reflexión que, ante las condiciones del sistema institucional agotado e incapaz de superar una crisis de proporciones incalculables que irradia hacia diversos ámbitos, se transforma en obligación moral y urgente. No es descartable que este ejercicio establezca la prioridad de adecuar los mecanismos ad hoc existentes a la modernidad. Pensar en grande y con sentido innovador es esencial para vencer la inercia, asumiendo que el punto de convergencia es la dignidad de la persona humana. En consecuencia, no bastaría una mera gestión correctiva, sino que se requiere el diseño de una estrategia sólida y coherente que neutralice la degradación que aflige a sociedad.

Quizás aquella frase que reza la historia es la que empuja el cambio, pudiera inspirar la implementación de esta tarea, teniendo como referencia los hitos más trascendentales de la política internacional del último siglo: la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Ambos instrumentos constituyen una buena forma de asumir naturalmente el catálogo de derechos y obligaciones que emerge del nuevo escenario y asimilarlo como parte del patrimonio que la historia nos ha legado. Así, a través de una lectura hermenéutica de lo ocurrido en las últimas ocho décadas, que incluya los éxitos y los fracasos, lo bueno y lo malo, la satisfacción y los sinsabores, los aciertos y yerros, se podrá concurrir a un ordenamiento global para abordar la desigualdad social, el deterioro en la convivencia, el creciente daño ecológico y el cambio climático que afligen a la humanidad.

El 75 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que se cumple este año, se posiciona como el mejor referente para aunar voluntades en beneficio de vencer las inconsistencias que impiden el desarrollo integral y justo que la comunidad mundial reclama con premura. La expresión de voluntades de este documento ha germinado en un patrón cultural donde los derechos de las personas son inequívocamente reconocidos como superiores al de los Estados y pertenecientes a la humanidad entera, dando cauce y dimensión a los valores de la libertad, igualdad y fraternidad entre las personas. Asumir, en consecuencia, que los problemas que derivan de la globalización son comunes y su solución nos compete a todos, significa reconocer y vigorizar la vigencia de esta declaración, idónea para poner en vigor el cambio que se precisa.

Si bien los Derechos Humanos pueden no haber alcanzado suficiente arraigo y centralidad en las políticas públicas de los Estados, los acápites de la Declaración Universal de 1948 y los documentos (Pactos) afines suscritos con posterioridad por la comunidad internacional, además de expresar un caudal de principios, constituyen una señal potente para la configuración de una cultura de paz que pueda incluso alivianar a las nuevas generaciones del peso y la urgencia de formular cursos de acción para transitar pacífica y armoniosamente hacia un sistema mundial cada vez más solidario.

Ciertamente, los términos de tales documentos solemnes conllevan el compromiso de impulsar un cambio en la conducta de los Estados. En esa línea, resulta oportuno anotar para cualquier efecto o interpretación, que la Declaración Universal de los Derechos Humanos en particular, no fue concebida como una simple constatación de hechos o un mero acto testimonial. Al contrario, se proyectó como cimiento del nuevo contexto que emergía tras el baño de sangre de la Segunda Guerra Mundial. La sintonía entre el poder moral y la actuación ética de la autoridad que operó entonces en el diseño de la misma y guió los principios que antes dieron vida a la ONU fueron un desafío para la humanidad entera.

Hoy, por su sustancia y contenido, son la base para atizar los esquemas de cooperación y revertir su decaimiento. Además, pueden determinar positivamente las múltiples iniciativas orientadas a la superación de las debilidades sistémicas que devela el proceso de globalización, afectando la dignidad de las personas en áreas antes impensadas.

Los estragos del terrorismo, narcotráfico y crimen organizado, la apuesta biotecnológica, las consecuencias de la ecuación informática/privacidad, el desafío del cambio climático, la tensión permanente entre Desarrollo Sostenible y el ambientalismo paralizante, la irrupción de la Inteligencia Artificial, son solamente algunos de los retos nuevos o antiguos que con distintos rostros ponen a prueba los cánones morales y realzan la estatura de la Declaración Universal para contrarrestar la sobreexposición a que está sometida la humanidad por factores muchas veces ajenos a su propia naturaleza y estructura.

Teniendo este marco como referencia, la lucha contra el hambre, la sed y la pobreza resulta clave para enfrentar la saga de la globalización, en cuyo contexto sobresale como uno de los desafíos más dramáticos el fenómeno de las migraciones, toda vez que en su vertiente negativa incuba y genera violencia. Mientras, en su acepción más amplia, configura un cuadro de emergencia humanitaria que, entre otras cosas, revela cuán importante resulta contar con una ONU robustecida.

Los Derechos Humanos, asumidos como sustrato ético de las relaciones internacionales, conllevan la obligación de crear y consensuar acciones que ordenen la relación de las personas con su entorno natural. Millones sufren hoy por una crisis alimenticia y otros tantos no han contado nunca con lo suficiente para comer. Las causas son variadas y provienen hasta de malas prácticas que reclaman tratamiento adecuado, sin perjuicio que corresponda reconocer que un buen número ha mejorado su calidad de vida en países emergentes, alcanzando tasas de desarrollo importantes, gracias a la influencia de los derechos fundamentales en la formación de una conciencia universal. Empero, los esfuerzos han sido insuficientes para la configuración de un hábitat solidario entre el mundo desarrollado y el emergente.

Hoy, a casi ochenta años de la creación de esta entente humanitaria y solidaria, el flagelo de la guerra no ha desaparecido. Por ende, la diplomacia ha de perseverar en la búsqueda y consolidación de la paz y la seguridad internacionales, alentando la creatividad, el trabajo interdisciplinario y otras iniciativas frente al déficit que reflejan los niveles de inequidad prevalecientes y que distorsionan cualquier proceso de integración, cohesión e inclusión social.

De ahí la validez de recapitular periódicamente sobre la vigencia de los Derechos Humanos en los contextos emergentes. Esto permite endilgar pedagógicamente el sentimiento de solidaridad y valorar la vida en toda su dimensión. Asimismo, ayuda a configurar sinergias que contribuyan a neutralizar la voracidad de la globalización mediante una agenda de cooperación que tenga como meta extirpar desigualdades y fortalecer la seguridad. Como ha señalado el Papa Francisco: “Mirando atentamente nuestras sociedades contemporáneas existen numerosas contradicciones que nos llevan a preguntarnos si la igual dignidad de todos los seres humanos proclamada solemnemente hace setenta y cinco años, es realmente reconocida, respetada, protegida y promovida en todas las circunstancias”.

Con la nueva conformación del poder mundial en plena ejecución, y algunos postulan la implementación de un “multilateralismo solidario”, es prioritario reafirmar la vitalidad, sensibilidad y trascendencia de los Derechos Humanos. Una generación de diplomáticos latinoamericanos tuvo participación activa en la redacción de la Declaración Universal de 1948, cuyo alcance sobrepasó toda expectativa. La meritoria participación del ilustre diplomático chileno Hernán Santa Cruz, en su redacción y consecución, incorporó a Chile a sus anales. En esa época América Latina no tenía mucha presencia en el circuito global de las ideas, de ahí que la contribución regional se sumó de manera señera en la arquitectura de la ONU y de otros mecanismos e instituciones multilaterales. La diplomacia se inserta fluidamente en contingencias de tanta trascendencia, toda vez que su esencia se relaciona principalmente con la paz, la tolerancia, el diálogo y la comprensión mutua. En ese orden, todo aquello que se desenvuelva en el ámbito del respeto a los valores fundamentales sirve para reivindicar a nivel macro los Objetivos del Milenio de la ONU, por ejemplo, que están sometidos a una dura prueba por turbulencias de variado tipo y extensión planetaria.

Ahora bien, una reflexión de esta naturaleza no puede moldearse en espacios reducidos ni criterios selectivos; debe directamente sostenerse en una acertada interpretación de los hechos en beneficio de que los cursos de acción que emanen de la misma permitan situarse correctamente en un atlas global demandante y competitivo. El valor de la libertad, junto con el derecho a la democracia y el respeto por los Derechos Humanos, son consustanciales a la forma de cualquier diálogo o negociación para el establecimiento de un mundo pacífico, seguro, fraterno y solidario.

Por ello, la labor diplomática siempre debe bregar por que, bajo ninguna condición o circunstancia, haya aplicación parcial o restrictiva de los derechos fundamentales de la persona humana. Los principios rectores de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos están plenamente vigentes y la tarea consiste en honrarlos tanto en su dimensión exterior como doméstica.

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(*) Esta columna de opinión está basada en un artículo del mismo autor, el que fue publicado en la Revista italiana 30 Goirni el año 2008. Leer AQUÍ 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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