Publicidad
Usos y abusos del concepto de golpe de Estado Opinión

Usos y abusos del concepto de golpe de Estado

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
Ver Más

Un ex Presidente planteó hace algunos días que el estallido de octubre de 2019 habría sido un intento de golpe de Estado. Aunque no era la primera vez que se esbozaba dicha hipótesis –miembros de su exgabinete ya lo habían deslizado–, el momento que escogió para la denuncia, una reunión internacional que congregó a exmandatarios y políticos de su sector, apuntaba a reforzar la teoría de la operación política en las sombras contra su Gobierno.


Conversando hace poco con un colega argentino acerca de las semejanzas y diferencias entre los estallidos de diciembre de 2001 en Argentina y octubre de 2019 en Chile, derivamos al impacto de ciertas imágenes de ataque sobre símbolos político-sociales. Le comenté la impresión que me provocó la destrucción de parte del inmobiliario del Congreso trasandino, una institución que representa el corazón de la democracia liberal y pluralista.

Su réplica me dejó lacónico: “Pero aquí no se quemó el Metro”, otro ícono, aunque de progreso y de inclusión social en una ciudad fuertemente segregada como Santiago. Efectivamente, después de un lustro aún no hay respuestas institucionales acerca de la autoría de los incendios sobre 25 estaciones, siete con daños absolutos y 18 parcialmente siniestradas, así como otras 93 estaciones con múltiples destrozos. Incluso un libro con el sugerente título ¿Quién quemó el Metro? hace un recuento de la mayoría de las causas judiciales, cerradas sin responsables, concluyendo que la documentación prueba que espontáneo no fue.

En un sentido distinto, aunque respondiendo a la misma idea, un ex Presidente planteó hace algunos días que el estallido de octubre de 2019 habría sido un intento de golpe de Estado. Aunque no era la primera vez que se esbozaba dicha hipótesis –miembros de su exgabinete ya lo habían deslizado–, el momento que escogió para la denuncia, una reunión internacional que congregó a exmandatarios y políticos de su sector, apuntaba a reforzar la teoría de la operación política en las sombras contra su Gobierno.

No pude evitar recordar que durante largo tiempo muchos militantes de su alianza política –algunos aún lo hacen– denominaban con eufemia al golpe de 1973 como “pronunciamiento”. Sin embargo, debo reconocer que en la década pasada escuché a varios políticos de otro signo distinto –incluyendo a algún convencional del primer proceso– referirse a los juicios políticos o procesos de impeachment regional como modalidades de “golpes blandos” sobre gobernantes legítimamente electos que no pudieron completar su mandato.

Prima Facie, el concepto ha sido estirado ad infinitum, hasta niveles que terminan por dificultar la comprensión de la práctica de interrupción abrupta del orden legal con antecedentes desde la República Romana literalmente, como la conjuración de Catilina en el 63 a. C., que intentó remover al Senado de las decisiones públicas mediante una acción militar.

Para no referirme a la prehistoria conceptual, en cambio, puedo comenzar con Gabriel Naudé, quien acuñó en el siglo XVII el concepto coup d’État –empleado en su fórmula original francesa en la anglofonía– para explicar en sus Consideraciones Políticas al cardenal Guidi di Bagno los alcances del término. Lo describió como una medida extraordinaria del Príncipe usada como último recurso para preservar el poder. Durante el siglo XX los factores de usurpación ilegítima del poder, así como el despliegue de una acción violenta y rápida, se hicieron cruciales en la definición del “golpe”, que no estaban en la primera aproximación. En cambio, la ejecución de todo golpe desde un eslabón del Estado, no de la oposición, así como la perpetración arcana del mismo –cuestión que lo acercó a la intriga palaciega– son parte del legado permanente de Naudé a la forma de entender dicha práctica.

La Francia revolucionaria dotó a los golpes de una antología, con el Termidor de julio 1794, que canceló el reinado jacobino del Terror, y sobre todo el 18 de brumario de Napoleón y Sieyès (9 de noviembre de 1799), paradigma de los golpes de cambio de régimen, que en dicho caso implicó el tránsito desde un Directorio enraizado en un cuerpo colegiado (Parlamento) a un gobierno personal de sesgo autoritario, representado primero en el consulado y, posteriormente, mediante un golpe dentro del golpe, hacia la instauración del cargo vitalicio y el Imperio.

La España decimonónica estuvo preñada de golpes, aunque a menudo de corte liberal y progresista (otra cosa sería la centuria siguiente), legándonos otro neologismo: el “pronunciamiento”. Este implicaba la toma de posición política de un jefe castrense –en ocasiones en franca insubordinación– para ejercer presión sobre el poder político, lo que abría un paréntesis de espera a la resolución del conflicto mediante la esperanza de una reacción en cadena. Así, se diferencia del “motín”, que implica la rebeldía de una parte de la tropa, y del “cuartelazo”, encabezado por una oficialidad intermedia que se encierra en una instalación para exigir el cumplimiento de un petitorio.

Entre golpe y pronunciamiento hay una frontera que tiene que ver con la velocidad de su ejecución y sobre todo con el lugar de ataque escogido. El pronunciamiento arranca desde un punto de la periferia, que permita aguardar un alzamiento masivo del Ejército y la población –o en su defecto suministra una vía de escape–, mientras que el golpe es una maniobra acelerada del “todo o nada” contra el centro neurálgico del poder político que se pretende derrocar.

La época contemporánea fue testigo de resonantes golpes con proyección de transformaciones profundas, como el golpe bolchevique de octubre, sobre la primera revolución de febrero de 1917, o la Marcha sobre Roma de Mussolini –con escaño parlamentario desde 1921– en octubre de 1922, así como experimentos fracasados si se piensa en los putschs contra la República de Weimar en la Alemania de entreguerras, como el golpe de Kapp en 1920 que contó con la adhesión de parte del Ejército.

El mundo de la Guerra Fría se infectó de golpes de Estado. Eduardo González Calleja en Los golpes de Estado (2003) contabiliza 311 intentonas golpistas sobre 79 países, 170 de las cuales alcanzaron su objetivo. Dos tercios de los Estados que sufrieron la experiencia correspondían a sociedades “No occidentales” de esa época, como el de 1948 en Praga, que supuso la instalación definitiva de un régimen comunista auspiciado por Moscú, o aquellos del Tercer Mundo que Vincent Bevins describió como El método Jakarta (2020), en alusión a la masacre de civiles perpetrada por las Fuerzas Armadas y las milicias islamistas entre 1965 y 1966, que concluyó con el derribo del líder anticolonialista indonesio Sukarno acordado con Washington.

Aunque la Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) ya había participado de los complots contra el primer ministro de Irán Mosaddeq en 1953 y del presidente guatemalteco Jacobo Árbenz en 1954, el caso indonesio inauguró una red global anticomunista integrada por neofascistas italianos, extremistas anticastristas cubanos y los aparatos de inteligencia y represión de las dictaduras del Sudeste Asiático y América Latina, dirigiéndose contra toda posición crítica al sistema capitalista liberal, incluyendo a nacionalistas y neutralistas. Arturo López Levi (2023) nos recordó hace poco que el eslogan “Yakarta ya viene” fue pintado en muros del Santiago antes del golpe de 1973.

En la post Guerra Fría la tercera ola democratizadora desde los ochenta en adelante redujo la posibilidad de quiebres a largo plazo y en su lugar aparecieron interrupciones de corto plazo que Pérez-Liñán, en Juicio Político al presidente (2007), resume en tres: golpes legislativos de congresales y militares derrocando al Gobierno, autogolpes que reúnen al Ejecutivo y las Fuerzas Armadas para clausurar el Congreso, y cuando presidente y legisladores son removidos por breve tiempo, después del cual otro grupo civil asume el poder, noción tipificada de “golpe blando” para destacar un uso más calculado de la violencia y la interrupción abreviada del orden legal, como ocurrió en Turquía en 1960, 1971 y 1980, o el 10 de noviembre de 2019, cuando generales bolivianos “invitaron” a Evo Morales a dejar el poder.

Y aunque en este multiverso despunta el Fujimorato y su autogolpe de abril de 1992, en América Latina se hicieron comunes las “crisis sin quiebre”, tanto bajo el expediente de juicio político, que contempla la destitución presidencial, como fórmulas de disolución legal del Congreso, o de “muerte cruzada”, que se resuelve cesando al Legislativo y al Presidente mediante un adelanto de comicios generales, usada por Guillermo Lasso en Ecuador, en mayo último. En todos estos casos la vía está prevista institucionalmente, y por tanto es legal, aunque pueda debatirse su legitimidad como con la defenestración de la presidenta Rousseff en octubre de 2016. Lo anterior descarta la acepción de “golpe blando” que fue recurrente por parte de sectores al aludir a la ausencia de violencia física de las interrupciones, aunque dejando en segundo lugar el dato no menor de la legalidad.

Recientemente, el neologismo “golpe posmoderno” enredó más las cosas. Su acuñador, Daniel Gascón (2018), a propósito del procés catalá, lo explicó como un proceso inicialmente no violento, que implica la acción complementaria de mensajes en redes sociales y multitudes en la calle, instigadas por ciertas autoridades públicas, para alterar el orden legal de manera ilegítima. Para Gascón es lo que ocurrió el 6 y 7 de septiembre de 2017 en el Parlament con dirigentes que, en su opinión, intentaron reemplazar la democracia liberal y representativa por una concepción plebiscitaria del origen del poder.

El término ha provisto un marco interpretativo a los eventos del asalto al Capitolio de Estados Unidos en enero de 2021 y las violentas manifestaciones en la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia en enero de este año. Ambos episodios exponen responsabilidades nítidas en el rechazo de los gobernantes de turno a un procedimiento electoral que no renovó sus mandatos. En ambos casos, mítines políticos multitudinarios se transformaron en turbas furiosas destruyendo edificios públicos.

Sospecho que la interpretación del ex Presidente chileno y adláteres sobre octubre de 2019 se basa en la legalidad del cargo habitado –que ciertos grupos llamaron a derogar– y en la transformación de la legítima protesta en episodios de saqueos y vandalismos sobre propiedad pública y privada, respondida en ocasiones en forma desproporcionada por la fuerza de un Estado que cometió violaciones a los derechos humanos.

Particularmente, la ferocidad de las jornadas en torno al acuerdo parlamentario del 15 de noviembre, no exentas de turbas amenazando La Moneda, podrían respaldar la argumentación. Sin embargo, quedan muchos cabos sueltos –por ejemplo, autorías precisas en la planificación del último evento– que terminan por confundir una insurrección, en tanto forma de ruptura de la legalidad –bajo consignas de rebeldía y revolución–, con un golpe de Estado, el que además de la violencia desplegada, la ilegalidad del procedimiento y el secretismo que marca su preparación hasta ser ejecutado, como su nombre lo indica, proviene del interior de los márgenes del Estado, y no fuera del mismo. De lo contrario, pueden alimentarse teorías conspiracionistas que resultan de poca utilidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias