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Elecciones a la vista: no será una ola la protagonista, sino el malestar Opinión BBC

Elecciones a la vista: no será una ola la protagonista, sino el malestar

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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El caso de Chile es palmario. La metáfora del despertar de un país –uno de los lemas más populares del estallido de 2019– se confirmó al inicio del ciclo electoral en 2021, recogido por la elección de una Convención performativamente jacobina que, sin embargo, después de sus primeros meses, perdió fuelle en las preferencias ciudadanas. Aun cuando la elección del Presidente Boric confirmó el sector proclive a las transformaciones profundas, el nuevo Congreso que lo acompañaría, además de más fragmentado, se acercó a un empate entre oficialismo y oposición.


Hacia 1831, las décadas finales del Japón Edo, un artista nipón creó la célebre estampa “Gran Ola de Kanagawa”, que con maestría retrataba un abrupto salto de mar furioso embistiendo a tres embarcaciones, con el monte Fuji por testigo en el horizonte. La imagen simboliza una fuerza incontenible capaz de someter a los seres humanos y de sobrepasar –metafóricamente– a la cultura tradicional, encarnada en la montaña sagrada por excelencia.

Desde hace un tiempo, cientistas políticos, periodistas y analistas internacionales nos hemos aficionado a este tipo de comportamiento de mareas devoradoras de lo previo. Se ha denominado a la aglomeración casuística en torno a ciertas tendencias sociales y políticas bajo el concepto de “ola”, como las cuatro movilizaciones feministas (Kira Cochrane, 2013; Prudence Chamberlain, 2017), o al tercer proceso de democratización global (Samuel Huntington, 1991). El populismo no ha sido ajeno a este estilo y, en la primera década del milenio, se escribía acerca de tres ondas populistas (Susanne Gratius, 2007).

Particularmente, hacia 2005 medios anglófonos bautizaron como pink tide (marea rosa) ​la impresión acerca del auge latinoamericano de ideologías progresistas, socialdemócratas y socialistas del siglo XXI, bajo el paraguas amplio de Nueva Izquierda (concepto que ciertos historiadores reservan al guevarismo). Así, mientras el primer populismo se había extendido entre los decenios de los 30 y 50, el cierre de siglo neoliberal o neopopulista abarcó una década y la pleamar política inaugurada por Chávez en 1999 se proyectó al menos hasta 2015, año en que la Asamblea Nacional venezolana pasó a ser timoneada por la oposición, y Mauricio Macri derrotó al sempiterno peronismo en Argentina.

Rápidamente, y menos originalmente, se nominó el cambio de las preferencias electorales de mediados de la década pasada como una “ola marrón”, cuestión que escaló con el triunfo de Bolsonaro en 2018 a una “cuarta ola populista”. No obstante, ese mismo año, México elegía a Andrés Manuel López Obrador y, al año siguiente, Panamá se decidía por Laurentino Cortizo, mientras Argentina optaba por​ Alberto Fernández sobre Macri.

En febrero del año pasado sugerí, en una columna de este diario, “más que nuevas olas, un mosaico”, sin embargo, los comicios en Colombia y Brasil de 2022, que catapultaron a Petro y Lula a las primeras magistraturas de sus respectivos países, ejercieron una atracción irresistible sobre la profecía de una “nueva ola rosada”, esta vez 2.0. Los próximos sufragios en Ecuador y Argentina colocarán a prueba dicha perspectiva, sobre todo si se considera que los otrora ciclos políticos exhibían una profundidad temporal superior o igual a una década.

Hoy, en cambio, el típico “más vale diablo conocido que por conocer” no es la regla, aunque la coincidencia coyuntural de una misma tendencia política en varios países simultáneamente ha confundido la afección social a un proyecto de transformaciones estructurales, con la simple prolongación del malestar ciudadano volcada al recambio de los gobiernos de turno. Es decir, la misma pulsión de indignación social que, bajo el acelerante de hastío a la corrupción, estalló en revueltas entre 2018 y 2019.

El caso de Chile es palmario. La metáfora del despertar de un país –uno de los lemas más populares del estallido de 2019– se confirmó al inicio del ciclo electoral en 2021, recogido por la elección de una Convención performativamente jacobina que, sin embargo, después de sus primeros meses, perdió fuelle en las preferencias ciudadanas. Aun cuando la elección del Presidente Boric confirmó el sector proclive a las transformaciones profundas, el nuevo Congreso que lo acompañaría, además de más fragmentado, se acercó a un empate entre oficialismo y oposición.

Para 2022 la situación varió ostensiblemente, como expuso el plebiscito de salida, y para el presente año la reacción termidoriana se hizo patente en el nuevo Consejo Constitucional, que al igual que la del año III de la Primera República Francesa tuvo predominio de “republicanos conservadores”. En este cuadro, no pocos se preguntan si falta aún que llegue algo parecido a un “18 de brumario”, mediante un liderazgo autocrático y popular, que termine por restaurar una época más verticalista del pretérito, aquella que precisamente el octubre de 2019 pretendió derogar.

En tanto, Ecuador definirá el siguiente fin de semana al próximo titular del Palacio Carondelet y el clima político es semejante al de los anteriores comicios de principios de 2021, una crisis de legitimidad con desplome masivo de la confianza ciudadana en las instituciones. Es una nueva versión de la tónica típica del período previo a 2007, antes de la llegada de la “Revolución Ciudadana” al poder. Y a pesar de que dicho proyecto abrió un tiempo de esperanza y estabilidad –si descontamos la revuelta policial de 2010–, el desencanto rebrotó con un Lenín Moreno acosado en 2019 por manifestaciones que le obligaron a mudar temporalmente la sede del Gobierno a Guayaquil, y más tarde un Guillermo Lasso que, en mayo último, optó por la “muerte cruzada” de Gobierno y Congreso, adelantando las elecciones generales.

Si por la candidata apoyada por Rafael Correa (Luisa González) votara todo el progresismo y la izquierda en general, su triunfo estaría decidido. La cuestión es que, además del tradicional binario de izquierda y derecha, existen sectores progresistas anticorreístas –como algunos profesionales de clases medias y corporaciones sociales–, así como comunidades indígenas defensoras radicales de un posdesarrollismo que evalúa a la tecnocracia correísta como partidaria del más absoluto extractivismo. En dicho cuadro, quien fuera la sorpresa de la primera vuelta, el centroderechista Daniel Noboa, tiene una chance si logra aglutinar miedos y rencores sedimentados contra la experiencia de la ola rosada en Ecuador.

Finalmente, en Argentina las tres candidaturas con más opciones a sostener el bastón de Belgrano corresponden a una tendencia que difícilmente puede ser calificada de progresista. Lo anterior es obvio en el caso de Milei y Bullrich, aunque hay que detallarlo respecto del aspirante oficialista, miembro de un partido popular “atrapalotodo” –el peronista, con líneas a la derecha y a la izquierda–, donde Massa representa el flanco más conservador.

En consecuencia, gane quien gane, el kirchnerismo verá reducida su influencia y su poder, incluso si Massa se impone, un viejo adversario con el que tuvo fuego cruzado en el pasado. Si Milei se impusiera directamente en la primera vuelta del 22 de octubre, sería sorpresivo, ante unas encuestas que ya subestimaron al candidato del movimiento “Libertad Avanza” de cara a las primarias. Pero incluso si el ultraderechista lograra encabezar las preferencias que llevan al balotaje de noviembre, desplazaría las placas tectónicas de la política trasandina, reemplazando la vieja “grieta” que desde 1945 divide a peronistas contra antiperonistas (ya sean conservadores, liberales, la Unión Cívica Radical o la izquierda clásica).

En su lugar habrá logrado echar en el mismo saco de la “casta” –un mote utilizado intensivamente por Podemos para denigrar el bipartidismo español– a toda la clase política argentina. Su triunfo ya no inesperado –aunque tampoco seguro en un escenario de tres tercios con mínimas diferencias porcentuales– constituiría un sismo político comparable al de 1946, cuando el naciente carisma de Perón superó a la alianza de los partidos tradicionales, como una Ola de Kanagawa, con una propuesta de refundación nacional. Aunque, claro, esta vez con una propuesta de Estado ultramínimo, como en los tiempos anteriores a las reformas del Partido Radical, cuando cundía el liberalismo decimonónico.

En cualquier caso, se confirma que en la era pospandémica se vota recurrentemente por las oposiciones y el oleaje se disipa rápidamente ante un mar de decepciones políticas que solo anhela probar nuevas fórmulas políticas para resolver los problemas –que son muchos– ojalá de la manera más rápida posible. Un terreno apto para estallidos y aventureros: ya sea un vengador o un ilusionista, como Bukele o Milei, que tiene como cebo para capturar la volátil y esquiva adhesión ciudadana un discurso fundamentalmente antipolítico, que en ningún caso debe confundirse con proyectos antisistema. De hecho, en América Latina se ha votado también por programas neoliberales y personajes de sesgo autocrático.

Así, con los vientos de crisis e incertidumbre soplando con fuerza, los electorados están inclinándose por fondeaderos salvíficos antes que por puertos institucionales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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