El verdadero desafío, entonces, no será elegir a quienes respondan mejor a las tareas del presente, sino a aquellos que puedan devolver a la política su esencia perdida de proyecto, de propósito, de horizonte.
Las recientes elecciones revelan algo más que simples tendencias; exponen una comprensión de los liderazgos y su capacidad para responder al pulso ciudadano. A nivel local, la ciudadanía ha optado por figuras ejecutivas: alcaldes que encarnan una política práctica y resolutiva, centrada en las necesidades cotidianas.
Comunas como Maipú y Renca han registrado votaciones históricas, con alcaldes reelectos con más del 70%, lo cual confirma la relevancia de liderazgos que actúan sobre lo urgente y responden con prontitud a las demandas del día a día.
Algunos, con entusiasmo, ven en estos alcaldes de alto rendimiento, con sus altas votaciones, y el aplauso ciudadano destaca a potenciales cartas presidenciales, mencionando casos como el del alcalde de Maipú.
Sin embargo, a la luz de estos mismos resultados, es crucial analizar esta situación con mayor detenimiento, ya que pasar de un liderazgo local a uno regional, y más aún a uno nacional, parece demandar, por parte de la ciudadanía, capacidades y proyecciones distintas.
El caso de Evelyn Matthei, alcaldesa de Providencia y figura presidencial, no contradice lo anterior, sino que lo confirma.
Su papel como alcaldesa es meramente un episodio en una trayectoria política mucho más amplia. Su liderazgo no se construye sobre la eficiencia comunal, sino sobre una imagen que trasciende lo local y que se apropia del ámbito nacional. Matthei es, en última instancia, una portavoz de ideas más que una administradora de lo concreto.
Su relevancia política no radica en lo que hace en Providencia, sino en cómo se proyecta hacia afuera, como portavoz de un carácter que responde a ansiedades colectivas. Su liderazgo, más que ejecutivo, es performativo.
Esta diferencia de perfil resalta aún más, en las recientes elecciones, en la comparación entre alcaldes y gobernadores. Mientras los primeros gozan de popularidad a nivel comunal, los gobernadores, al gestionar territorios más amplios y enfrentar problemas más complejos, se aproximan más a las responsabilidades de un liderazgo nacional.
Un ejemplo es el gobernador de la Región Metropolitana, Claudio Orrego, pero que solo alcanza el 45% de los votos en comunas como Maipú y Renca, donde los alcaldes, con ese mismo perfil, superaron el 70%. La “política y liderazgo ejecutivo” parece no bastar cuando el contexto se expande. ¿Por qué, entonces, un estilo de liderazgo enfocado en estos atributos, con camisa arremangada y valorados localmente, no logra un respaldo similar cuando el alcance es mayor?
La respuesta podría residir en la propia naturaleza de la expectativa ciudadana. En lo local, el ciudadano exige una satisfacción inmediata de sus necesidades, una respuesta ágil al ahora. Pero cuando el horizonte se amplía, a lo regional y con mayor razón a lo nacional, surge una demanda de sentido, de coherencia, de una narrativa que articule el “qué” con el “por qué”.
En este nivel, entonces, los valores ideológicos comienzan a emerger, pues en ellos residen el propósito, la dirección y el sentido del liderazgo. No es casual entonces que en los liderazgos regionales los valores ideológicos cobren una relevancia que en el ámbito comunal es de menor intensidad. Las segundas vueltas de gobernadores y más aún las elecciones presidenciales, serán una prueba de esta necesidad de algo más que gestión y hacer.
El verdadero desafío, entonces, no será elegir a quienes respondan mejor a las tareas del presente, sino a aquellos que puedan devolver a la política su esencia perdida de proyecto, de propósito, de horizonte. Nos encontramos en una era de predominancia de la acción, una acción que se desgasta en el instante sin aspirar al futuro. Pero los ciudadanos, aunque cautivos del ritmo de la eficacia, esperan aún, de forma silenciosa, un liderazgo que proyecte un sentido compartido, que construya algo que trascienda la satisfacción momentánea.
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