
Lo urgente que no importa: actividad física escolar y desidia legislativa
Lo que está en juego no es solo una demora legislativa, sino una definición política.
Hay temas que parecen importantes, pero no urgentes; y otros que son urgentes, pero no importan. En el caso del proyecto de ley que establece la realización diaria de actividad física en establecimientos educacionales —Boletín N.º 11.518-11—, la política chilena ha optado por el peor de los equilibrios: declararlo urgente, pero tratarlo como si no importara. Ingresado en 2017, el proyecto acumula más de siete años de tramitación en el Senado sin ser despachado. Se ha movido por comisiones, ha recibido indicaciones, ha sido objeto de “urgencias” administrativas, pero no logra concretarse como política pública efectiva.
Mientras tanto, el país enfrenta una crisis de salud infantojuvenil sin precedentes: más del 50% de los escolares presenta sobrepeso u obesidad, los niveles de sedentarismo aumentan sostenidamente y los trastornos de salud mental afectan a una proporción creciente de niñas, niños y adolescentes. ¿Cómo se explica, entonces, que una medida tan básica como garantizar 60 minutos de actividad física al día en las escuelas aún no tenga fuerza de ley?
Lo que está en juego no es solo una demora legislativa, sino una definición política. El Estado chileno ha tendido históricamente a organizar su acción educativa en torno al saber cognitivo, abstracto y medible, relegando la dimensión corporal a un plano accesorio. La actividad física ha sido tratada como una práctica optativa, más asociada al recreo que al derecho. Esa concepción reduccionista de la educación sigue viva en la arquitectura curricular y, como es evidente, también en la lentitud del proceso legislativo.
Desde una perspectiva crítica de política pública, el estancamiento del proyecto expresa algo más profundo: un orden de prioridades en que el bienestar integral de las infancias queda supeditado a la lógica procedimental del sistema político. La salud corporal y emocional de niños, niñas y jóvenes no ha logrado convertirse en un imperativo estructural del aparato legislativo, a pesar de que la evidencia técnica y científica lo exige con claridad.
Las escuelas, por su parte, siguen funcionando bajo un régimen que valora la quietud más que el movimiento, la instrucción más que la experiencia, y el control más que el juego. La exclusión estructural del cuerpo en la formación escolar no es una omisión neutra: es una forma específica de violencia institucional que configura subjetividades pasivas, medicalizadas y desvinculadas de su propia energía vital.
No se trata solo de “aumentar horas de clase de educación física”. Se trata de reconocer que el movimiento, el juego, la expresión corporal y la cooperación son condiciones formativas esenciales. Que el cuerpo no es una herramienta del aprendizaje, sino parte constitutiva del sujeto que aprende. Promover la actividad física escolar es promover salud, vínculos, autoestima, regulación emocional y comunidad.
El profesorado de educación física ha sostenido esta causa con responsabilidad, conocimiento y vocación pública. Pero sin respaldo normativo, toda buena práctica queda atrapada en la arbitrariedad institucional. Por eso, reincorporar la educación física como asignatura obligatoria en tercero y cuarto medio, aumentar su presencia horaria en los demás niveles, y dotarla de condiciones dignas de implementación, no puede seguir siendo un anhelo: debe ser una decisión política inaplazable.
Cada año sin esta ley es un año más de cuerpos en espera. De estudiantes que no se mueven, no juegan, no se expresan. De infancias que aprenden que la escuela no es un lugar para habitarse, sino para inmovilizarse.
Chile no puede seguir aplazando lo inaplazable. La omisión legislativa frente a este proyecto es, en el fondo, una omisión frente al cuerpo, la salud y la dignidad de la población infantojuvenil. Y eso, aunque no se diga, también es una forma de exclusión.
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