
¿Chile ha recorrido su camino de las lágrimas?
Chile, a pesar de que han transcurrido más de 50 años desde el golpe militar, aún no logra cerrar este duelo colectivo.
En el año 2001, Jorge Bucay, psiquiatra y terapeuta argentino de gran trayectoria en la nación trasandina, publicó el libro El camino de las lágrimas, que hoy reedita editorial Catalonia. En esta obra, Bucay nos invita a conectar con el duelo, las pérdidas y el proceso que transitamos para llegar a un punto de sanación.
Porque, para sanar lo doloroso, es necesario mirar lo que duele, reconocerlo y aceptarlo. Esto es particularmente difícil en nuestra sociedad, marcada por una arraigada cultura de la negación, con una educación más centrada en el “control” de las emociones que en su adecuada gestión.
De algún modo, se ha instalado con el tiempo la idea de que el dolor, tanto personal como social, puede ser un signo de debilidad o resentimiento. Curiosamente, se le atribuye una connotación negativa al re-sentimiento, sobre todo considerando que, cuando una experiencia dolorosa no ha sido reparada, resulta imposible no re-sentirla una y otra vez.
Nuestra historia, nos guste o no, se funda en el dolor: personal, familiar y social. Y ojo, no digo que esto sea algo necesariamente negativo. Si completo la frase, debería decir: nuestras historias se fundan en un dolor negado, un dolor invisibilizado y para avanzar se hace necesario un primer paso, reconocerlo, esto es básico para llegar a la propuesta de Bucay, quien plantea que “el único modo de superar un duelo es atravesarlo.” Y para atravesarlo hay que aceptar que existe.
Pero, cómo sociedad, ¿hemos sido capaces de recorrer nuestro propio camino de las lágrimas?
En su libro, Bucay describe el duelo como un camino inevitable y necesario para enfrentar las pérdidas significativas en la vida. Aunque se enfoca en el duelo individual (por la muerte de un ser querido, una ruptura, etc.), sus enseñanzas pueden extrapolarse al duelo colectivo que vive una sociedad.
Chile, a pesar de que han transcurrido más de 50 años desde el golpe militar, aún no logra cerrar este duelo colectivo. Como queda de manifiesto cuando aparecen declaraciones como las expresadas por una candidata presidencial, representante de la derecha chilena, quien relativiza lo ocurrido al principio del golpe militar, señalando lo “inevitable” de las muertes, justificando estas muertes bajo una teoría un tanto antojadiza, “porque estábamos en una guerra civil”.
Estas lamentables declaraciones reabren heridas o, más bien, evidencian la incapacidad que hemos tenido como sociedad para rehabilitarnos emocionalmente. Ya que esto requiere acciones, gestos, actos de justicia plena, pero sobre todo, darle un espacio legítimo al sufrimiento, sin intentos de un “empate moral”.
Tenemos que entender que el dolor no necesita ser interpretado; el dolor requiere ser reconocido. Esta es la única forma de transitarlo y gestionarlo adecuadamente.
Traer el dolor de una herida no sanada, desde lo psicológico, implica una especie de maltrato emocional y quien lo sufre, con el tiempo, inevitablemente irá pasando del dolor a la rabia y de la rabia a la frustración. Esto, porque en un duelo inconcebible, la rabia cumple una función: nos ayuda a continuar, aunque sea con una constante sensación de injusticia.
Esta rabia ha sostenido en el tiempo una ira social que no se dirige solo hacia los responsables directos, sino también hacia las instituciones que encubrieron, permitieron o minimizaron los crímenes. También se ha dirigido hacia una democracia que muchos sintieron insuficiente o complaciente.
Esta rabia fue por mucho tiempo disfrazada o ninguneada bajo la etiqueta del “resentimiento”, como un intento de simplificación constante que solo ha mantenido el statu quo, sosteniendo de esta manera nuestra gran e histórica neurosis social.
Si bien Chile ha vivido intentos de reconciliación a través de leyes de reparación, museos de la memoria, conmemoraciones y programas de justicia transicional, estas acciones son formas de negociar emocionalmente con el pasado, intentando balancear la justicia con la estabilidad política, sin embargo, la aceptación, en términos de Bucay, no implica olvidar ni justificar, sino reconocer lo que fue, nombrar el dolor, integrarlo a la memoria colectiva y seguir adelante con responsabilidad y conciencia.
En este punto, Chile aún transita: con avances como juicios tardíos, el debate constitucional y una juventud más crítica del relato oficial.
Bucay habla del duelo como un camino para recuperar el sentido, no para aferrarse al sufrimiento. En este sentido, Chile enfrenta el desafío de convertir el recuerdo en conciencia y la herida en aprendizaje. Las consecuencias de la dictadura –desconfianza institucional, desigualdad estructural, miedo al conflicto– requieren un abordaje emocional profundo, no solo político.
La memoria histórica es una forma de evitar quedar atrapados en la melancolía, que según Bucay es lo que ocurre cuando no se elabora el duelo. El peligro es que una sociedad que no elabora su duelo, repite los traumas, se fragmenta y se radicaliza.
El camino de las lágrimas nos recuerda que el dolor no desaparece negándolo, sino atravesándolo. El caso de Chile demuestra que los países, como las personas, necesitan tiempo, verdad, justicia y contención para sanar. No se trata solo de saber qué ocurrió, sino de sentirlo, llorarlo, nombrarlo y darle lugar.
Chile aún camina por ese sendero. Como dice Bucay: “No podemos evitar el dolor, pero sí podemos elegir qué hacer con él.”
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