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Contra el imperio de la distracción Opinión

Contra el imperio de la distracción

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Boris Osvaldo Saavedra Pérez
Por : Boris Osvaldo Saavedra Pérez Docente Universidad San Sebastián Magister en Doctrina Social de la Iglesia, Universidad San Sebastián. Diplomado en Estudio Interreligioso e Intercultural, Universidad Católica de Temuco. Licenciado en Filosofía, Universidad Católica de la Santísima Concepción.
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Entonces, ¿qué hacer? Tal vez el primer paso consista en recuperar el valor, profundamente subversivo hoy, de la atención. Volver a mirar a los ojos. Leer sin interrupciones. Escuchar música sin hacer varias cosas a la vez.


Vivimos en una época marcada por la distracción. Y esta afirmación no responde a una simple añoranza de tiempos pasados ni a la voz de una generación nostálgica. Se trata, más bien, de una condición estructural, de un modo de vida que ha sido instaurado y que determina, de manera creciente, nuestra forma de pensar, de sentir y de habitar el mundo.

La distracción ya no constituye una interrupción ocasional o un accidente circunstancial; se ha convertido en un régimen sostenido, en una economía y, lo que es más grave, en una forma de cultura. Por lo que en este nuevo orden, el imperio de la distracción no se limita a transar con nuestros ojos o nuestros clics, sino que, además, hoy modela nuestra percepción de la realidad y define, en gran medida, qué consideramos digno de ver, de desear o de pensar.

Entonces, cabe preguntarse: ¿quién decide lo que vemos, lo que sentimos o lo que creemos? A primera vista, podríamos pensar que somos nosotros mismos. Sin embargo, en la práctica, son los algoritmos, las plataformas digitales y las arquitecturas invisibles del mercado los que dirigen silenciosamente nuestra atención. De esta manera, las redes sociales, los servicios de streaming, los titulares sensacionalistas y la publicidad omnipresente han terminado por convertir nuestra capacidad de atención en el recurso más codiciado por las grandes corporaciones tecnológicas.

En este contexto, ya no se nos vende simplemente un producto: somos nosotros quienes nos convertimos en el producto; siendo parcelados en fragmentos de deseo, consumo y ansiedad, reducidos a métricas y datos que permiten predecir e, incluso, manipular nuestras acciones futuras.

Cada momento que dedicamos a recorrer sin rumbo una red social es, simultáneamente, un momento que dejamos de dedicar a la introspección, a la reflexión o al silencio. Este fenómeno no es casual ni neutral. Se trata de una arquitectura deliberada, diseñada para captar, retener y explotar nuestra atención. En este sentido, podríamos decir, sin exageración, que la distracción es el nuevo opio del pueblo.

Conviene, sin embargo, ir más allá del lugar común. No se trata únicamente de señalar que “las pantallas nos hacen mal”, una afirmación que ya ha sido suficientemente repetida. El problema de fondo es más profundo y más preocupante, pues estamos perdiendo la capacidad de contemplar, de demorarnos, de habitar plenamente el presente.

Evidentemente, nos cuesta observar un atardecer sin la necesidad de registrarlo en una fotografía, leer un libro sin interrupciones constantes, o mantener una conversación sin consultar incesantemente nuestro dispositivo móvil. Por lo que la distracción, en este sentido, nos arrebata algo profundamente humano: la capacidad de prestar atención a lo que verdaderamente importa.

Ahora bien, ¿por qué esto debería preocuparnos? Porque la atención es una forma de poder. Quien no controla su atención, difícilmente puede decir que controla su vida. Aunque pareciera ser que decidimos libremente. Pero basta una mirada más atenta para reconocer que buena parte de nuestras elecciones han sido condicionadas, filtradas y organizadas por inteligencias artificiales cuyo único fin es mantenernos en línea, entregados a un flujo incesante de contenidos, no para informarnos, sino para distraernos; no para enriquecernos, sino para engancharnos.

Y lo que perdemos en el camino no es solamente tiempo (aunque también), sino algo mucho más valioso: nuestra capacidad crítica, nuestra sensibilidad estética, nuestra profundidad emocional. Perdemos incluso la posibilidad de aburrirnos, de permanecer en ese estado fértil desde donde emerge la creatividad, la imaginación, el pensamiento genuino. En esta cultura del rendimiento constante, el aburrimiento se ha vuelto sospechoso, casi culpable. Pero sin él, difícilmente podemos crear algo verdaderamente nuevo o significativo.

Quizá lo más insidioso de este régimen de la distracción es que se nos presenta bajo la apariencia de libertad. En efecto, se nos dice: “Tú eliges lo que ves”. Pero no es así. Hemos sido convertidos en usuarios satisfechos, pero también en sujetos dóciles, adictos, manipulables. Creemos estar informados, cuando en realidad estamos sobreestimulados. Se nos promete conexión, pero se nos entrega aislamiento. Las pantallas, en realidad, no han acercado al mundo, más bien lo han cubierto de ruido.

Entonces, ¿qué hacer? Tal vez el primer paso consista en recuperar el valor, profundamente subversivo hoy, de la atención. Volver a mirar a los ojos. Leer sin interrupciones. Escuchar música sin hacer varias cosas a la vez. Aburrirse sin remordimiento. Pensar sin urgencia. No se trata de desconectarnos del mundo, sino de reaprender a habitarlo con una conciencia más lúcida, más presente.

La atención profunda, en este contexto, se revela como un gesto de resistencia. Por lo que en un mundo que lucha por mantenernos distraídos, prestar atención es un acto revolucionario.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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