
¿Cuál es realmente el mérito del mérito?
Ahí radica una de las razones del avance del iliberalismo político en muchos países. Se trata de una amenaza que podría empujar a liberales y socialdemócratas a aliarse y a encontrar los compromisos necesarios sobre desacuerdos antiguos que, en este contexto, pasan a ser secundarios.
Le debemos a Mauro Basaure, en varias columnas de El Mostrador, el haber lanzado un debate antiguo pero esencial sobre el lugar que debe ocupar el mérito personal en la construcción de cualquier proyecto político –en su caso en la perspectiva de una necesaria renovación socialista–. Siguieron una serie de contribuciones interesantes.
El debate se reavivó en otros lugares, por ejemplo, con José Joaquín Brunner en varias columnas de El Mercurio. ¿En qué punto nos encontramos?
En sentido sociológico, el mérito apunta a una asignación de posiciones sociales en las que se eliminan o se hacen débilmente efectivas las condiciones de estatus vinculadas al nacimiento y las condiciones socioeconómicas. Históricamente, las revoluciones liberales del siglo XIX tuvieron como efecto reducir el peso del estatus de nacimiento en la posición social final (flecha n.° 1 del gráfico siguiente), como lo fue en Chile al momento de su independencia.
Posteriormente, el movimiento socialista o socialdemócrata fue el principal actor político que buscó abrir a todos el acceso a la educación, la salud y las características que hoy conocemos del Estado del bienestar. Esto es lo que atenuó la flecha n.° 2. La noción de igualdad de oportunidades es ahora ampliamente aceptada en el debate público.

La ideología meritocrática va más allá. Dice que, si los vínculos representados por las flechas n.° 1 y 2 son débiles, no está dentro del alcance de la política pública ocuparse del vínculo n.° 3. El individuo, por su propio talento y sus esfuerzos, merece plenamente la posición social que adquiere. Lo que queda es lo propio de su personalidad. Introducir la igualdad en este tercer vínculo, es decir, aspirar a la igualdad de resultados más que a la igualdad de oportunidades, es un camino complicado, ilegítimo, que desmotiva al individuo y que se haría en detrimento de la libertad individual.
La izquierda política tiene razón al oponerse a esta ideología meritocrática en su brutalidad, pero, según Basaure, corre el riesgo de menospreciar el papel del mérito personal, un valor al que todos adherimos en mayor o menor medida. De este modo, deja el campo libre a la derecha.
Este es el debate que se abre. Pero cabe señalar de antemano el grado de desigualdad social que aún prevalece en Chile en el acceso a la educación o a la salud. La flecha n.° 2 sigue bastante valiente y el programa socialdemócrata está lejos de haberse cumplido.
En realidad, la izquierda no niega que las personas tengan diferentes talentos. Desde sus orígenes, ha defendido que los talentos individuales solo pueden expresarse plenamente sobre una base igualitaria, sin barreras socioeconómicas o de estatus. ¿Cuántos talentos individuales se ven aplastados y se pierden para siempre para la sociedad porque las personas que los poseen no tienen la oportunidad de expresarlos? Marx siempre se expresó de forma heroica al respecto cuando esbozó las perspectivas finales del comunismo.
Pero los hechos de la desigualdad son duros, como vemos en países donde, no obstante, el Estado de bienestar ha adquirido una proporción muy grande. Debemos, pues, prestar más atención a la flecha n.° 3, que está lejos de ser un vínculo mecánico.
Esfuerzo, talento y suerte
A menudo se dice que el éxito es una combinación acertada de esfuerzo, talento y suerte. Pero, por muy popular que sea esta visión, las cosas se hacen rápidamente bromosas. Tres razones al menos hay.
La primera es que el talento personal es una noción ambigua, ligado en gran medida a la suerte, ya que necesita una demanda social para expresarse. La valoración por parte del mercado del éxito deportivo, artístico o incluso empresarial es un indicador poco fiable del “mérito” del individuo. El malabarista al que le das cien pesos mientras estás detenido en un semáforo ha adquirido su virtuosidad tras cientos de horas de trabajo y con un don específico. Si el malabarismo fuera reconocido como disciplina olímpica –lo cual es una mera convención social–, tal vez hoy sería millonario.
Esto es algo en lo que insisten incluso pensadores de derecha como Friedrich Hayek o Frank Knight. Para ellos, el éxito social tiene un escaso valor ético, ya que está determinado en gran medida por el mercado. El joven profesor que se esfuerza por enseñar matemáticas en un colegio tiene tanto mérito como su compañero de universidad que ha optado por programar inteligencia artificial. Si Hayek defiende el mercado es solo porque considera que en conjunto garantiza a todos el mal menor. Y tanto peor para el malabarista callejero o el joven profesor.
En segundo lugar lo cognitivo, es decir, el rendimiento escolar, ha adquirido una importancia central en el funcionamiento de nuestras sociedades. Pero las consecuencias son desproporcionadas en términos de éxito social, incluso en situaciones de igualdad de oportunidades. Es un gran reto para la política pública si se limita a corregirlo con compensaciones y, además, pecuniarias. Y, sin embargo, no puede desentenderse de ello.
Tomemos el gusto por el esfuerzo o tesón, que es la forma químicamente más pura del mérito. Tampoco está lejos de una forma de talento y, por tanto, de suerte. Ningún pedagogo diría hoy que un alumno es “perezoso” sin plantearse si no es una conducta racional ante un fracaso repetido en el ámbito escolar. A veces, un empleado hace mal su trabajo porque no se siente reconocido, porque el salario es bajo o por cualquier otra razón.
Más importante aún, ahora sabemos mejor, con los avances de la psicología o la neurogenética, que las tensiones que sufre un individuo, debido a su lugar de nacimiento o su entorno familiar, deja huellas duraderas, sobre todo si ataca al individuo maleable que es el niño. A través de la epigenética, se ve afectada la activación de ciertas funciones del cuerpo y la mente. Si hay herencia, no es porque se modifique el mapa genético, sino por el arraigo orgánico de la degradación social.
Así, el individuo cambia la forma en que interactúa con su entorno y, en particular, con sus hijos, quienes reproducen este modelo. Las patologías mentales o las adicciones son otro ejemplo. Esto también es competencia de la política pública.
Por último, hay el efecto Sandel, que llamo así por el filósofo que recientemente ha publicado un exitoso libro sobre la cuestión del mérito. En un contexto meritocrático, quien llega a la cima tiende más que en el pasado a olvidar los factores de suerte que le han permitido llegar hasta allí. Naturaliza su posición de élite.
Olvida la exhortación de san Pablo: “¿Qué tienes que no te haya sido dado?”, cita que recuerda que el pensamiento cristiano también desconfía del mérito. El talento que se nos da (¡porque es un don!) es responsabilidad nuestra y debemos hacerlo fructificar, nos dice la parábola. Así que no lo reprimas por resentimiento ni lo uses con soberbia hacia los demás.
Porque la arrogancia está cerca y también el resentimiento infructuoso de quien fracasa, sobre todo al final de una selección socialmente aceptada. “Por un lado, la vanidad y el desprecio; por otro, la vergüenza y la envidia”, decía Rousseau, que señalaba su carácter socialmente patológico, ya que ambos “se depravan mutuamente”.
El rico solo verá envidia lastimera en la reivindicación igualitaria, olvidando que la envidia también está de su lado, ya que la prueba de su estatus superior proviene también de la envidia que suscita. Tengo la envidia que me envidies. En la objeción que se suele esgrimir contra las medidas de igualdad social, según las cuales no son más que una “nivelación a la baja”, también está el apego a los bienes de estatus que no se quieren perder. No quiero que me nivelen hacia arriba.
El reto lanzado a los partidos políticos tradicionales
Esta es, en el fondo, la paradoja políticamente cruel a la que se enfrentan hoy los partidos socialdemócratas, pero también los liberales: han contribuido a eliminar las barreras sociales, pero, además de que las desigualdades se reproducen cada día en el ámbito económico, este desempeño hace más salientes los rasgos propios del individuo en la consecución de posiciones sociales.
La igualdad adquirida parece despertar el deseo de compararse con los demás para recrear diferencias, necesidades de distinción y reconocimiento. De ahí surge el individualismo moderno. Tocqueville ya lo señalaba en su día al referirse a la democratización de las sociedades.
Soy igual a los demás, nadie puede imponerme una identidad, puedo elegir quién soy. Lo que fue emancipador en su tiempo, impulsa a menudo hoy una dinámica creciente de división social. Se busca construir su identidad por completo por uno mismo, en la ilusión de una libertad pura. Pero, en realidad, se vincula esta identidad a “raíces”, a marcas identitarias comunes que a menudo crean afiliaciones antagónicas. Esta tensión se observa en los debates contemporáneos sobre la sexualidad, la relación con los inmigrantes y el nacionalismo, que renace hoy en su peor forma.
Ahí radica una de las razones del avance del iliberalismo político en muchos países. Se trata de una amenaza que podría empujar a liberales y socialdemócratas a aliarse y a encontrar los compromisos necesarios sobre desacuerdos antiguos que, en este contexto, pasan a ser secundarios, como el eterno tema del peso respectivo del mercado y del Estado.
¿Qué solución entonces? ¿Cómo preservar la buena parte de mérito, la que queremos pasar a nuestros hijos? Basaure, Brunner y otros señalan algunas pistas útiles. El tema de una futura columna.
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