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La cuota que no llegó al bote Opinión

La cuota que no llegó al bote

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La ley de fraccionamiento, tal como ha sido aprobada, no es una política de equidad. Es un trasvasije dentro de la élite pesquera. El pescador de orilla, el mariscador anónimo, el que vive al día, se quedó mirando desde el muelle.


Se nos dice que la ley de fraccionamiento pesquero es un acto de justicia para los más vulnerables del mar. Una reparación histórica. Una redistribución de riqueza que vendría a corregir los abusos del pasado. Pero si miramos de cerca, lo que encontramos no es precisamente una transferencia de recursos desde los poderosos hacia los pequeños. 

La ley reduce las cuotas de pesca que hoy detentan las empresas industriales, aquellas con embarcaciones de más de 18 metros de eslora, para entregárselas a actores supuestamente más pequeños: empresas con embarcaciones de entre 12 y 18 metros, que se acogen al registro artesanal. ¿Pequeños? No. Semiindustriales que operan con motores potentes, bodegas de hasta 80 toneladas y tecnología de punta. Empresas que pueden facturar cientos de millones al mes. No son los pescadores que lanzan su red desde la orilla, ni los que marisquean de madrugada, ni los que salen con esfuerzo y riesgo en botes de siete metros.

¿Dónde está, entonces, la justicia redistributiva? Lo justo hubiera sido reservar una fracción específica para los verdaderos pescadores artesanales. Pero al mezclar en la misma bolsa a quienes operan con medios precarios y a quienes lo hacen con capacidades industriales, el resultado es evidente: el beneficio se concentra en los más grandes de los “pequeños”.

Joaquín Vial, tal vez el economista chileno que más dedicación le ha otorgado al uso adecuado de nuestros recursos naturales renovables, lo explicaba con claridad en su reciente columna en el diario Pulso, al afirmar que la actual clasificación legal entre pesca industrial y artesanal es engañosa. El límite arbitrario de los 18 metros de eslora permite que empresas semiindustriales se disfracen de artesanales, accedan a cuotas sin pagar por ellas y, además, queden fuera de los sistemas de control que sí se aplican a las flotas industriales.

La consecuencia es doblemente perversa. Por una parte, se pierde recaudación fiscal y, por la otra, se debilita la legitimidad del sistema. Porque no solo se redistribuyen cuotas, también se trasladan exenciones tributarias.

El fisco pierde, y pierde mucho. Las empresas industriales pagan regalías e impuestos por el uso de un recurso que es de todos los chilenos. Las embarcaciones semiindustriales que reciben ahora esas cuotas no lo hacen. En términos tributarios, es como eximir del IVA a los SUV por ser más chicos que un camión. No se entiende.

Por supuesto, los verdaderos pescadores artesanales, los de verdad, merecen protección, apoyo y condiciones especiales. Pero eso no es lo que hace esta ley. Aquí no hay redistribución hacia los más pobres, sino un acomodo tributario y productivo dentro del segmento alto de la actividad. 

Quienes defienden esta norma sostienen que se corrige una injusticia histórica. Que la ley anterior favoreció al gran empresariado. Pero aunque así fuese, ello no justifica cometer el mismo pecado con otros actores poderosos, solo que menos visibles. Si ayer se acusaba al lobby industrial, hoy deberíamos mirar con igual recelo al lobby semiindustrial, que ha logrado quedarse con una parte significativa del pastel bajo el manto protector del término “artesanal”.

El problema de fondo es que seguimos discutiendo sobre categorías legales, industrial versus artesanal, que ya no representan la realidad operativa ni económica del sector pesquero. La propuesta de crear una tercera categoría, la de pesca semiindustrial, cobra cada vez más sentido. Porque es un hecho que embarcaciones de 17,9 metros con bodegas de 79 toneladas no deberían compartir categoría con botes de fibra de 7 metros sin baño. Es ridículo.

Más aún, las embarcaciones semiindustriales tienen capacidad para acceder a pesquerías más lejanas, operar con eficiencia y competir en mercados regionales e internacionales. Esto no es malo en sí mismo. De hecho, pueden jugar un rol estratégico en la sostenibilidad y diversificación de la pesca nacional. Pero para eso necesitan una regulación propia, cuotas diferenciadas, controles adecuados y un marco tributario acorde.

Si de verdad queremos un sistema justo, sostenible y transparente, lo que corresponde es redefinir las reglas. Reservar cuotas para los pequeños, licitar parte de ellas para los medianos y exigir a todos los que operan con escala industrial (aunque digan lo contrario) que cumplan con los deberes que les corresponden. Lo otro es engañarnos.

No se trata de caricaturizar a los actores. Muchas de estas empresas semiindustriales dan empleo en zonas costeras, contribuyen al desarrollo local y tienen experiencia y conocimiento valioso. Pero eso no las convierte en pequeñas, ni en pobres, ni en víctimas. Menos aún cuando reciben cuotas gratis por recursos públicos.

La política pública no puede basarse en etiquetas sino en datos. El tamaño de la embarcación, su tecnología, su volumen de captura y su aporte tributario deben estar al centro de cualquier reforma. Y si de verdad queremos justicia en el mar, partamos por mirar sin romanticismo quién es quién en esta historia.

La ley de fraccionamiento, tal como ha sido aprobada, no es una política de equidad. Es un trasvasije dentro de la élite pesquera. El pescador de orilla, el mariscador anónimo, el que vive al día, se quedó mirando desde el muelle.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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