
Motosierras, tijeras y otras fantasías
Lo más curioso es que muchos de los que claman contra el Estado lo usan a diario. Quieren autopistas públicas para sus autos, subsidios al combustible, carabineros para sus barrios, hospitales que funcionen en pandemia.
El debate sobre el Estado ha vuelto a instalarse con fuerza en la agenda pública, como cada vez que un escándalo brinda a ciertos sectores la oportunidad de azuzar la desconfianza hacia lo público. Esta vez fue el informe de la Contraloría que detectó que más de 25 mil funcionarios públicos, entre 2023 y 2024, viajaron fuera del país mientras estaban con licencia médica. A ello se suman denuncias recientes por el gasto en horas extras, que en algunos servicios públicos se ha disparado sin mayor control. Son hechos graves, que indignan con razón, pero también son el punto de partida perfecto para una simplificación peligrosa: que el Estado entero es ineficiente, corrupto y, sobre todo, prescindible.
La motosierra está de moda. Javier Milei la pasea como fetiche político y se la regaló –literalmente– a Elon Musk, ese otro ídolo del libertarismo económico desatado. En Chile, la candidata presidencial Evelyn Matthei se ha desmarcado de ese show grotesco con una propuesta más sobria: usar una “tijera de podar” sobre el aparato estatal, cortar 6 mil millones de dólares del gasto público, y hacerlo “con rapidez y sin bisturí”. Y lo reiteró luego del escándalo por las licencias médicas: “Hay una tropa de frescos en el Estado”.
Más allá del tono y las cifras, la lógica es la misma: identificar al Estado como el problema, al funcionario como un parásito y al gasto social como despilfarro. ¿Pero es verdad que hay mucho Estado en Chile?
Claro que no.
Según un informe de Libertad y Desarrollo (nada sospechoso de estatismo), entre 2013 y 2023 el número de empleados públicos en Chile creció un 46%, llegando a casi 890 mil personas. Si se incluyen Fuerzas Armadas, Carabineros y la PDI, el número supera el millón. ¿Mucho? Depende con qué se compare. En proporción a la fuerza laboral, el empleo público chileno representa apenas un 13% –muy por debajo del promedio OCDE (18,6%) y lejísimos de países como Noruega o Suecia, donde ronda el 30%–. Incluso Estados Unidos, patria del libre mercado, supera a Chile con un 15%.
Más aún: parte del aumento en el empleo público se explica por necesidades concretas. La expansión en salud durante la pandemia, las reformas en educación (como la creación de los SLEP) o los cambios que estabilizaron contratos laborales precarios no son privilegios, sino avances sociales. Y aunque, sin duda, hay áreas sobredimensionadas, también las hay desatendidas.
Por tanto, el problema no es un Estado excesivo. Es un Estado mal distribuido, mal gestionado y –en no pocos casos– mal fiscalizado.
Nadie sensato puede negar que existen zonas de ineficiencia, capturas corporativas, nepotismo o simple desidia en la administración pública. Es verdad también que los sindicatos muchas veces defienden lo indefendible, que algunos funcionarios hacen de la licencia una excusa y que el aparato estatal acumula capas de burocracia que atentan contra su función.
Pero de ahí a declarar que el Estado es “el enemigo”, como repiten los libertarios que orbitan a Axel Kaiser, hay un salto ideológico que raya en el desvarío. Lo dijo el propio Kaiser: “El Estado es el gran enemigo del individuo y de la libertad”. Su hermano, candidato presidencial del Partido Nacional Libertario, se declara monarquista: partidario de un Estado mínimo, que apenas regule lo esencial y elimine ministerios completos.
Ese es el camino a la intemperie. El desmantelamiento del Estado no corrige sus abusos: los multiplica. Porque lo que queda en su lugar no es un paraíso de eficiencia privada, sino una jungla de intereses sin contrapeso. Y en esa jungla, los que siempre pierden son los que nacen o están en desventaja.
La historia de Chile y del mundo lo demuestra: cuando el Estado se jibariza, crecen la desigualdad, la inseguridad, el clientelismo. El mercado no educa a todos, no cura a todos, no protege a todos. Solo el Estado puede garantizar ciertos mínimos civilizatorios. Por eso su debilitamiento abre paso –literalmente– a zonas de barbarie.
Defender el rol del Estado no significa caer en una apología ingenua. Se trata de una defensa que a la vez debe ser exigente, incluso incómoda. Porque si queremos que el Estado sea respetado, tiene que hacerse respetable.
Eso implica una serie de reformas y medidas. Me atrevo a sugerir algunas que proponen expertos desapasionados: racionalizar servicios duplicados o ineficientes; reubicar personal desde unidades saturadas hacia áreas críticas (salud primaria, fiscalización ambiental, atención ciudadana); fortalecer los sistemas de control y auditoría interna, incluyendo mecanismos digitales para monitorear licencias, horas extras y contrataciones; afinar la evaluación del desempeño sin precarizar a los funcionarios honestos; profesionalizar más aún la Alta Dirección Pública, blindándola de presiones políticas.
Nada de eso se logra con titulares ni con serruchos, tijeras y bisturíes. Requiere política de verdad, diagnóstico fino y decisión sostenida.
Porque lo más curioso es que muchos de los que claman contra el Estado lo usan a diario. Quieren autopistas públicas para sus autos, subsidios al combustible, carabineros para sus barrios, hospitales que funcionen en pandemia. Y, cuando el sistema privado colapsa, como ocurrió en la crisis del COVID-19, el Estado les aparece como el único capaz de articular una respuesta nacional.
Por eso la pregunta de fondo no es si necesitamos más o menos Estado, sino qué Estado queremos. Un Estado que sea más ágil, más transparente, más justo. Ni más chico ni más grande: más inteligente y racional.
Y, sobre todo, más democrático. Porque mientras el frío mercado responde a la billetera, el Estado –al menos en teoría– responde al bien común. Ese principio no está pasado de moda. Está más vigente que nunca.
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