
Confianza pública en cuidados intensivos
En definitiva, la modernización del Estado no es una meta tecnocrática ni un anhelo abstracto. Es una condición para que las instituciones funcionen mejor y recuperen la confianza de la ciudadanía, algo que hoy es más urgente que nunca.
¿Puede un Estado que no conversa consigo mismo aspirar a ser confiable? La pregunta no es retórica. En momentos en que la confianza en las instituciones públicas se desmorona, descubrimos —una vez más— que los sistemas del Estado funcionan como compartimentos estancos. No se coordinan, no se cruzan, no se hablan.
Así, mientras un organismo registra licencias médicas, otro toma nota de los viajes al extranjero, pero ninguno detecta el despropósito hasta que aparece un informe de la Contraloría que alerta sobre 25 mil funcionarios públicos que salieron del país mientras estaban con reposo. No es que falte información: sobra. Lo que escasea es interoperabilidad, gestión oportuna y, sobre todo, un sentido de urgencia institucional.
Más allá de la dimensión ética o legal de este escándalo, lo que está en juego es algo aún más profundo: la ya frágil confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas. ¿Cómo sostener la legitimidad del Estado si no es capaz de detectar —y prevenir— estos abusos con las herramientas que ya tiene a disposición?
Hoy, en Chile, la confianza institucional atraviesa uno de sus momentos más bajos. Diversos estudios, incluida la Encuesta Bicentenario UC, muestran una preocupante desconexión entre las personas y las instituciones orientadas a lo público. Esta desconfianza no es solo un problema de percepción, tiene consecuencias graves: debilita la cohesión social, erosiona la legitimidad de las políticas públicas y dificulta la gobernabilidad democrática.
No hay soluciones mágicas, pero sí hay caminos. Uno de ellos —urgente, concreto y factible— es avanzar decididamente hacia un Estado más moderno, interoperable y transparente. La Ley de Transformación Digital, aprobada en 2019, representa un paso clave en esa dirección. Sin embargo, su implementación ha sido lenta. Algunos de sus componentes aún no se aplican plenamente, a pesar de que deberían haber estado en marcha desde 2022.
Pero modernizar el Estado no debiera entenderse únicamente como una forma de mejorar la fiscalización. La interoperabilidad de los sistemas y el uso inteligente de los datos también permiten anticiparse, planificar y servir mejor a la ciudadanía. Así como los supermercados, gracias a la entrega voluntaria de nuestro RUT, pueden conocer nuestros hábitos de compra con más precisión que nosotros mismos y planificar sus ventas, el Estado —si contara con sistemas interoperables y herramientas de ciencia de datos— podría, por ejemplo, identificar a personas que cumplen con los requisitos para acceder a ciertos beneficios sociales pero que, por desconocimiento o barreras territoriales, no han postulado.
También podría enviar recordatorios automáticos de citas médicas, campañas de vacunación u otros servicios relevantes. No se trata solo de controlar, sino de construir un Estado más proactivo, cercano y eficiente.
En definitiva, la modernización del Estado no es una meta tecnocrática ni un anhelo abstracto. Es una condición para que las instituciones funcionen mejor y recuperen la confianza de la ciudadanía, algo que hoy es más urgente que nunca. La interoperabilidad puede parecer una palabra técnica, pero en el fondo se trata de construir un Estado que vea, entienda y sirva mejor a las personas. Y que, al hacerlo, empiece a recuperar la confianza que tanto necesita y merece.
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