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¿Cuál es el mérito de debatir sobre el mérito en clave de renovación socialista? Opinión crédito: Freepik

¿Cuál es el mérito de debatir sobre el mérito en clave de renovación socialista?

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Mauro Basaure
Por : Mauro Basaure Universidad Andrés Bello. Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social
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El debate está lejos de cerrarse. No se trata de descartar el mérito ni de absolutizarlo. Hay un espacio amplio entre esos extremos, que coinciden con extremos políticos, de izquierda y derecha, respectivamente.


Hace unas semanas, François Meunier publicó en este espacio una columna titulada “¿Cuál es realmente el mérito del mérito?”, recogiendo la discusión que varios hemos planteado acerca del lugar del mérito personal en la renovación de los proyectos políticos, en especial en una “segunda renovación socialista”. Meunier –economista y profesor de finanzas en París– analiza diversas dimensiones: el papel de la suerte, la ambigüedad del éxito económico como índice de valor, la tensión entre la igualdad de oportunidades y la igualdad de resultados, y el riesgo de “arrogancia” y “resentimiento” cuando la competencia individual lo domina todo.

Quiero responder a Meunier no para contradecirlo, sino para profundizar en la misma pregunta que él se hace al final: ¿qué hacemos con el mérito y por qué vale la pena discutirlo? Agradezco la referencia que hace a mis columnas y a las de José Joaquín Brunner, donde hemos insistido en que la izquierda, o cualquier progresismo, no debiera menospreciar el mérito: si lo ignora, deja ese valor (importante para los ciudadanos) en manos de una derecha que lo reduce a coartada para legitimar desigualdades.

El mérito importa, históricamente, como antídoto contra la herencia de privilegios. Las revoluciones liberales del siglo XIX y la expansión del Estado de bienestar en el XX respondieron a la pregunta “¿Por qué quien nace en una élite debe mantener ese poder de por vida?”. Así, el ideal de libre acceso a la educación o la salud pretendió desplazar el dominio basado en el linaje.

Hasta hoy, cumple esa función crítica: véanse las luchas feministas por la igualdad salarial o la defensa del trabajo doméstico. Incluso escándalos recientes –como las licencias médicas falsas o el sobresueldo de Marcela Cubillos– ejemplifican el escándalo que supone aquello que es visto como privilegio.

El riesgo para la izquierda es identificar el mérito solo con la retórica neoliberal. Es dejarse engañar por un espejismo. Con ello se ignora el núcleo emancipador de la crítica de privilegios, arraigado también en la tradición socialista. Fue clave para democratizar el acceso a posiciones de poder y responsabilidad social.

Ahora bien, es cierto que existe una “trampa ideológica”: la versión más brutal de la ideología meritocrática sostiene que, tras un mínimo de igualdad de oportunidades, el éxito o el fracaso dependen solo del esfuerzo individual. Esto omite dos elementos decisivos.

Primero, la persistencia y reproducción de desigualdades. En países como Chile aún hay enormes brechas en el acceso a educación o salud, así que no puede hablarse ni de cerca de “cancha pareja”. Incluso por eso mismo –paradójicamente– no conviene desechar el mérito: el ideal de competir en igualdad no se ha cumplido.

Segundo, el factor suerte y la valoración social de ciertos talentos. Un deportista puede ser exaltado según la demanda cultural del momento, mientras un excelente profesor pasa inadvertido. Además, la neurociencia muestra cómo el estrés, la precariedad o la herencia epigenética inciden en el rendimiento. El discurso “todo es empeño y talento” ignora esas realidades, justificando un orden donde el exitoso asume que merece su fortuna sin ver los apoyos o la coyuntura que lo favorecieron, y el rezagado se siente culpable de no haber “querido” triunfar.

Esto no solo legitima desigualdades, sino también la falta de solidaridad: ¿por qué contribuir a ayudar a quien, supuestamente, es responsable de su propio destino, por triste que sea?

Esa dinámica, como recuerda muy bien Sandel, promueve la “arrogancia” de los ganadores y el “resentimiento” de los perdedores. Esos sentimientos negativos alimentan la polarización y el auge de populismos que explotan esa rabia, identificando a responsables, prometiendo un orden “justo” a costa de negar valores democráticos y libertades.

La pregunta es qué hace la izquierda. Algunos optan por rechazar el mérito como invento burgués, pero eso ignora cuánto la gente estima la superación personal, cuán importante para su identidad es su historia de esfuerzo personal y familiar.

Por tanto, la vía que he propuesto –y que Meunier retoma– es insertar el mérito en un discurso amplio de justicia social. Implica: mejorar la igualdad de oportunidades en forma real, no solo discursiva; reconocer que el mercado no es el único evaluador: la cultura, el cuidado, el voluntariado, las labores de educación y cuidado son valiosas aunque no “vendan” igual; asumir la interdependencia colectiva y el azar en el éxito, para evitar humillar a quien se rezaga o ensalzar sin medida a quien triunfa.

El discurso neoliberal del mérito genera una elite mezquina, autocentrada y arrogante. De una elite que reconoce que su posición se debe en parte importante a la sociedad, se espera mayor devolución, responsabilidad colectiva y humildad.

Este uso progresista del mérito no niega la relevancia de la excelencia individual, pero advierte que no se desarrolla en el vacío. El talento es un don que florece si se dan condiciones sociales concretas (buena escuela, entornos no violentos, vías de carrera diversas, etc.). Sin eso, la meritocracia deviene coartada y no un factor de movilidad y superación, y riqueza colectiva.

La paradoja –como subraya Meunier– es que la democratización de oportunidades también puede generar identidades individuales y familiares en competencia y ajenas a una idea del nosotros. Para contrarrestar esos efectos, la segunda renovación socialista –o cualquier centroizquierda sólida– tendría que combinar el valor del mérito con narrativas colectivas: promover la solidaridad, el cuidado y la cooperación.

La así llamada “meritocracia reflexiva” consiste en equilibrar la competencia con principios de equidad y reconocimiento, evitando tanto el expansionismo del mérito hacia espacios donde deben primar otros principios normativos –la solidaridad (derechos sociales) y la afectividad y el amor–, como la reducción al logro económico que ignora condiciones estructurales.

El debate está lejos de cerrarse. No se trata de descartar el mérito ni de absolutizarlo. Hay un espacio amplio entre esos extremos, que coinciden con extremos políticos, de izquierda y derecha, respectivamente. Importa animar a las personas a desarrollar sus capacidades, sin volver eso un discurso que justifica brechas enormes de ingreso o poder. Aquí, la izquierda –y en general las fuerzas democráticas– pueden reforzar un proyecto que combine la libertad y la eficiencia con la equidad y el cuidado de todos.

El mérito, bien entendido, es un puente entre responsabilidad individual y justicia social. Es la única manera de rescatar su potencia originaria como catalizador de la movilidad y, al mismo tiempo, evitar que se convierta en la ideología que justifique el desmantelamiento de la solidaridad institucional.

Al final, creer en la capacidad de la gente y su derecho a mejorar habla de un progreso posible, pero exige –como contrapartida– mayor cohesión y una concepción integral de la justicia. 

Renuevo la invitación a profundizar el debate sobre el mérito, mirarlo con lupa –para evitar su conversión en ideología legitimadora de desigualdades–, pero no renunciar a él. Ahí radica, en definitiva, el mayor mérito de debatir sobre el mérito.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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