
Los dolores de una sociedad no se banalizan
No estamos hablando del pasado. Estamos hablando del presente. Chile se prepara para un nuevo ciclo electoral, y la democracia no puede ser puesta en riesgo por liderazgos que trivializan el sufrimiento colectivo o que promueven abiertamente la ruptura institucional como herramienta política.
La reciente declaración de un diputado y candidato presidencial, en la que afirma sin titubeos que volvería a apoyar un golpe de Estado en Chile —incluso conociendo sus consecuencias—, es un hecho de extrema gravedad que no puede ni debe relativizarse. No es un exabrupto aislado ni una simple provocación de campaña: es una manifestación abierta de negacionismo, una banalización de crímenes atroces y un atentado directo contra la memoria histórica, los derechos humanos y la convivencia democrática.
Chile vivió una dictadura civil-militar que dejó heridas profundas, muchas de las cuales siguen abiertas. Según los informes de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación y la Comisión Valech, al menos 3.200 personas fueron ejecutadas o desaparecidas, más de 38.000 fueron víctimas de prisión política y tortura, y cientos de miles se vieron forzadas al exilio. Las víctimas incluyen a niñas, niños, mujeres, hombres, personas mayores, estudiantes, campesinos, sindicalistas, profesionales.
La represión fue sistemática y generalizada: detenciones ilegales, centros clandestinos de tortura, violencia político-sexual, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, exilio y relegación. Crímenes de lesa humanidad que no prescriben y que han sido condenados por organismos internacionales y por la comunidad internacional.
Frente a este brutal historial lleno de evidencia, las palabras dichas no solo constituyen una afrenta ética y política: son un acto de violencia simbólica contra las víctimas, sus familias, muchas de las cuales —como recuerda la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos— aún no han recibido verdad, justicia ni reparación. Más de 1.100 personas permanecen desaparecidas. Sus cuerpos siguen sin ser devueltos. Su memoria no puede ser negada ni ultrajada en el debate público.
No estamos hablando del pasado. Estamos hablando del presente. Chile se prepara para un nuevo ciclo electoral, y la democracia no puede ser puesta en riesgo por liderazgos que trivializan el sufrimiento colectivo o que promueven abiertamente la ruptura institucional como herramienta política. La historia no se puede usar como propaganda ni convertirse en botín electoral.
Resulta inaceptable que un candidato presidencial utilice su tribuna para legitimar hechos que destruyeron el Estado de derecho, eliminaron libertades, clausuraron el Congreso y silenciaron a la ciudadanía mediante el terror. La banalización del mal, como advirtió Hannah Arendt, se encarna en la capacidad de transformar lo inaceptable en rutina, de vestir la barbarie con lenguaje técnico o neutral. Eso es precisamente lo que hacen estas declaraciones.
También hacemos un llamado al periodismo, al mundo académico, a la sociedad civil y a la ciudadanía a no dejar pasar este tipo de discursos como parte del “colorido” electoral. No se trata de libertad de expresión, sino de apología de crímenes internacionales. No todo vale en campaña.
La memoria no divide: une a quienes creemos en la democracia, la justicia y los derechos humanos. Recordar es un acto de responsabilidad política y ética. El dolor de una sociedad no se banaliza. Nunca más.
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