
Jara, mérito socialdemócrata y la excepción que desafía la regla
Si Jara logra narrar esa conexión –mérito individual apoyado en justicia estructural–, habrá devuelto a la izquierda una palabra que parecía secuestrada por los ganadores del mercado.
“Cuando la realidad que nos rodea no nos gusta, tenemos el deber de cambiarla”, dice Jeannette Jara al evocar la porfía que la llevó de un pasaje de Conchalí a la primera línea de la política. En la misma conversación añade: “Fui una niña que partió su vida en una familia humilde… Desde Conchalí a la universidad”, y remata, mirando a las escolares, con un lema que podría colgarse en la pizarra de cualquier liceo público: “Que nadie les diga que sus sueños son imposibles”.
Ese léxico incomoda a parte de la izquierda –para la cual el mérito es sospechoso de legitimar un orden injusto– y entusiasma a una derecha que tiende a reducir la movilidad a fuerza de voluntad.
Pero Jara no recita ni la novela neoliberal del self-made woman ni la sospecha marxista que demoniza el mérito como engaño de clase. Ensaya una versión socialdemócrata: reivindica el esfuerzo personal más los “elevadores” colectivos –becas, universidad pública, cuotas de género, redes partidarias– que lo hicieron viable.
“Pasaron los años y, con mucho esfuerzo propio, pero también con las oportunidades que otras y otros nos entregaron, pudimos ir creciendo”, subraya. Ese “también” marca la distancia entre mérito y meritocracia: el primero es energía; la segunda, un dogma que culpa al perdedor.
La tensión no es inédita. En 1958, Michael Young satirizó la “sociedad meritocrática” imaginando un futuro en que los exitosos convierten su mérito en privilegio hereditario (The Rise of the Meritocracy). Medio siglo después, Michael Sandel recuerda que esa lógica termina humillando a los que quedan atrás (The Tyranny of Merit), mientras Daniel Markovits describe la ansiedad del ganador atrapado en su propio ascenso (The Meritocracy Trap).
El cine ha ilustrado la paradoja con la saga prometeica de Slumdog Millionaire –el niño marginal que supera un concurso imposible– y con la amarga Parasite, donde la suspensión de la miseria dura lo que un engaño ingenioso. Ambas cintas reflejan la misma dialéctica: un milagro individual que fascina y, al mismo tiempo, denuncia el sistema que lo convierte en excepción.
En la política real el ejemplo paradigmático fue Rachida Dati, exaltada por Nicolas Sarkozy como prueba viviente de la meritocracia republicana: hija de inmigrantes, sin capital cultural, ascendiendo a ministra de Justicia y luego de cultura. Su colega Rama Yade, también proveniente de una familia humilde de inmigrantes, replicó que esos “milagros” son coartada: el hecho de que alguien rompa el techo confirma la existencia del techo. La ensayista Marie-Lou Dulac bautizó esa trampa: instrumentalización de la excepción.
En Alemania la prensa hace desfilar a Stan O’Neal o Ursula Burns para exhibir un capitalismo posracial, mientras los indicadores muestran que los directorios siguen reservados al 2% de las minorías. La cultura popular ya captó la tensión: en la serie Lupin, Assane Diop roba a la élite parisina con la astucia que la escuela republicana nunca le permitió capitalizar. El mensaje es transparente: si el mérito real frustra, se impone la astucia subterránea.
Jara camina sobre ese terreno minado. Si su campaña se limita a celebrarla como “la hija de El Cortijo que llegó… ”, reforzará la lectura liberal de que basta el empeño y el Estado estorba. Si calla los elevadores –el Partido Comunista, la organización estudiantil, las becas–, alimentará la idea de que su biografía oculta un secreto inconfesable, igual que el protagonista de Whiplash oculta el coste emocional de su virtuosismo. Por eso repite: “Nadie llega sola”. Convertir la frase en política pública es su carta para que el mérito deje de ser lotería. Esto está por verse…
El objetivo es ambicioso. Ampliar las oportunidades de partida, dice la tradición socialdemócrata de T. H. Marshall y Rawls, permite que las desigualdades resultantes sean políticamente aceptables. Pero la práctica es compleja: significa redistribuir impuestos, regular el mercado de trabajo, enfrentar a los sectores que se benefician del statu quo.
En Chile, además, significa disputar el monopolio retórico que la derecha tiene sobre la palabra esfuerzo y mérito. Aquí la candidata transgrede la estética ortodoxa comunista, y lo admite sin pudor ni duda: “El mérito importa, pero necesita igualdad de condiciones”.
En última instancia, la historia de Jara se parece a esas narrativas de superación que Hollywood fabrica para vender esperanza, con una diferencia decisiva: ella no pretende que su caso sea suficiente. Más bien lo exhibe como evidencia de posibilidad: funciona cuando la política hace la parte que le corresponde. Ese tránsito, advierte la politóloga Anne-Marie Le Gloannec, es el que separa la mística del mérito (individual) de la ética de la reciprocidad y solidaridad (colectiva).
Si Jara logra narrar esa conexión –mérito individual apoyado en justicia estructural–, habrá devuelto a la izquierda una palabra que parecía secuestrada por los ganadores del mercado. Y habrá demostrado, de paso, que la “excepción milagrosa” no debe silenciar la regla, sino empujarla hacia su propia reforma. Todo para que deje de haber milagros.
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