
La trampa del castigo fácil
Debemos atrevernos a pensar más allá del castigo. La justicia, especialmente con adolescentes, debe ser proporcional, educativa y reparadora.
El debate sobre la reforma a la Ley 20.084, que endurece las penas para adolescentes que cometen delitos graves, ha reabierto una discusión crucial para el futuro del país: ¿qué tipo de sociedad queremos construir frente al delito juvenil?
La Cámara de Diputados aprobó el proyecto el 18 de junio y el texto fue enviado al Senado para su sanción definitiva. Aún quedan los pasos formales finales: revisión complementaria en el Senado, promulgación presidencial y publicación en el Diario Oficial. Sus impulsores prometen mayor seguridad ciudadana, pero múltiples voces jurídicas, académicas y sociales han advertido que se trata de una medida ineficaz, contraproducente y regresiva. ¿Endurecer las penas previene otros delitos?
No, no previene delitos. Lo que sí hace es agravar el daño, consolidar trayectorias criminales y relegar la posibilidad de una verdadera justicia social.
Uno de los principales argumentos de quienes apoyan la reforma es la necesidad de enviar un “mensaje fuerte” a los jóvenes y a la sociedad: que el crimen tiene consecuencias duras. Pero esta lógica se basa en una falacia ampliamente refutada por la evidencia internacional.
Los estudios muestran que el aumento de penas no tiene efecto disuasivo significativo, especialmente en adolescentes, cuyo desarrollo psicosocial los hace menos sensibles a las consecuencias a largo plazo y más propensos a la impulsividad o a la presión de sus pares y mayores.
Lo que sí se ha demostrado, en cambio, es que el encarcelamiento precoz y prolongado contribuye a consolidar identidades delictivas. Las cárceles –al menos las actuales– no rehabilitan, perfeccionan el delito. Allí se forjan redes criminales, se aprenden nuevos delitos, se refuerzan conductas antisociales, y se pierde el vínculo con el entorno afectivo, escolar o comunitario que podría haber permitido una reinserción social.
Frente a esta realidad, urge abandonar el impulso punitivo y construir una política nacional de rehabilitación desde los primeros delitos. Una política que combine prevención, intervención temprana, educación, salud mental y justicia restaurativa. Que ponga énfasis en el contexto social y familiar de cada caso, y que entienda al adolescente infractor no solo como responsable, sino como sujeto en formación, aún abierto a cambiar.
Chile necesita una institucionalidad robusta, intersectorial y descentralizada que pueda actuar desde el primer contacto del joven con el sistema penal. Es decir, no cuando ya ha cometido un homicidio, sino cuando desertó de la escuela, fue detenido por un hurto menor o fechoría, o vive en condiciones de extrema precariedad.
Un Sistema Nacional de Reinserción Social (que hemos propuesto en anteriores textos) que supere la lógica de medidas cosméticas y se centre en el acompañamiento real, a largo plazo, con personal calificado, tutores sociales, articulación comunitaria y recursos estables.
Lo contrario –lo que propone la reforma– es una política penal reactiva, cortoplacista y emocional, que responde al miedo y no a la razón. Es el populismo penal en su forma más clásica: endurecer penas para ganar aprobación pública, sin considerar los efectos reales ni las causas profundas del delito.
Como señaló el académico Gonzalo Berríos: “La idea de aumentar las penas no previene nuevos delitos, no habilita al adolescente ni repara efectivamente a las víctimas”. Y Tatiana Vargas, desde el Centro de Derechos Humanos de la UDP, lo resumió con precisión: “Se olvida que, junto con el reconocimiento de la responsabilidad penal, es fundamental el reconocimiento del derecho a la inclusión social”.
Más aún, en los sectores populares donde estos delitos ocurren con mayor frecuencia, lo que hay no es impunidad, sino abandono. Castigar más es simplemente castigar a los mismos de siempre, con mayor dureza.
La experiencia internacional ofrece lecciones valiosas. En Noruega, por ejemplo, los centros juveniles están orientados a la educación y la terapia, y tienen tasas de reincidencia menores al 20%. En Portugal, las penas privativas de libertad para menores son excepcionales y están acompañadas de programas intensivos de reinserción social. Incluso en países con altos índices de criminalidad, como Colombia, se están impulsando enfoques restaurativos y preventivos frente al fracaso de la cárcel como herramienta de transformación.
Chile, en cambio, sigue atrapado en una lógica de endurecimiento penal, que ha demostrado su fracaso tanto en la población adulta como juvenil. Nuestra crisis carcelaria –con hacinamiento, violencia e insuficientes vías de rehabilitación– es testimonio suficiente.
Debemos atrevernos a pensar más allá del castigo. La justicia, especialmente con adolescentes, debe ser proporcional, educativa y reparadora. No se trata de justificar delitos ni de quitar responsabilidad, sino de asumir que ningún joven nace delincuente y que el Estado tiene el deber de intervenir antes que la violencia se haga crónica.
La política penal no puede seguir cediendo ante la facilonería carcelaria. El verdadero desafío es construir políticas que prevengan el delito, reparen a las víctimas y no renuncien a ningún joven como si fuera irrecuperable. Porque una sociedad democrática no se mide por cuán severamente castiga a sus infractores, sino por cómo responde cuando alguien se desvía del camino. Apostar por la reinserción no es ingenuidad: es estrategia, es humanidad, es futuro.
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