
Nuevos episodios en la guerra comercial global
Todo esto no debiera sorprendernos, porque el presidente Trump quiere aislar a Estados Unidos. El pequeño gran problema es que quiere obtener los beneficios de la globalización encerrándose tras un muro y eso no es posible.
La guerra nunca ha sido una abstracción y lamentablemente es consustancial al ser humano. En algún momento las diferencias, el poder, la ambición y otros factores, incluyendo nuestros peores instintos, terminan llevándonos a la guerra. Eso sí: en nuestra convulsionada historia humana ha habido períodos más violentos y otros más pacíficos. Después de la Segunda Guerra Mundial predominó la paz en buena parte del mundo, pero desde hace un par de décadas los conflictos han ido en ascenso y, además, han pasado de ser periféricos a las principales potencias, a instalarse en sus regiones.
Dentro de este contexto, el conflicto también se extiende a la economía. En este caso, la competencia entre Estados Unidos y China ha derivado en una serie de medidas y contramedidas que buscan de uno y otro lado dañar a la otra parte para restarle fuerzas.
En su primera administración, Trump inició lo que se conoce como la actual guerra comercial, elevando los aranceles para buena parte de las manufacturas chinas, especialmente las más sofisticadas, además de establecer prohibiciones a sus empresas o aquellas que dispusieran de tecnología estadounidense para vender productos considerados estratégicos a China.
Estas medidas respondieron al temor norteamericano de quedar superados por China en el liderazgo científico y tecnológico, y desde ahí quedar supeditados al predominio chino en lo militar. Junto con estas medidas, su administración empezó también a presionar a otros países para no celebrar contratos con empresas chinas, con la amenaza de represalias en diversos ámbitos en caso contrario.
El advenimiento de Biden no cambió la situación, porque al menos respecto de China, se ha instalado un consenso bipartidista de que dicho país constituye la principal amenaza para Estados Unidos.
En su segundo mandato, Trump ha escalado en las medidas comerciales, ahora extendiendo la guerra a prácticamente todo el mundo. En su lógica, el liberalismo de los años anteriores ha perjudicado a Estados Unidos, porque muchos países no han jugado limpio subsidiando a sus empresas y estableciendo todo tipo de barreras para la competencia externa. Bajo ese prisma, considera legítimo usar herramientas similares para proteger a las manufacturas locales e incluso reindustrializar al país.
Un hito en ese esquema fue el famoso “Día de la Liberación”, que según Trump marca un antes y un después en ese esquema de abuso respecto de Estados Unidos. El 2 de abril de este año, el presidente estadounidense anunció aranceles para todo el mundo. Básicamente impuso una tasa de 10% para todos los productos que ingresan a Estados Unidos y también aranceles de hasta 50% para ciertos bienes y también países, con la amenaza de escalar si había represalias.
Fueron varias semanas caóticas, porque era un golpe mortal al sistema comercial mundial, ignorando no solo la regulación e institucionalidad global en este campo, también todos los acuerdos suscritos por su país. Ese día efectivamente quedará en la memoria como el cese unilateral de todos los compromisos estadounidenses relativos al comercio internacional.
China no se quedó inerme y replicó en la misma medida frente a las decisiones de Trump, lo que llevó a ambos países a una escalada de alzas, terminando nominalmente en más de 100% de arancel.
Pero una cosa es fanfarronear o blufear y la otra aplicar lo anunciado. Evidentemente que buena parte de lo reportado era impracticable y habría generado una severa crisis económica mundial, por eso finalmente el Gobierno estadounidense reculó en buena parte de sus medidas, aunque mantuvo abierta la posibilidad de aplicarlas si aquellos países con los cuales Estados Unidos tiene déficit comercial (en la óptica de Trump esto solo se puede dar porque hay abuso de la contraparte) no ofrecían alguna compensación que revirtiera esa situación, incluyendo renegociar acuerdos.
En lo que no cambió fue en aranceles altos para el acero y el aluminio. Siempre en su concepción, la producción de estos metales en Estados Unidos es esencial para apalancar el desarrollo industrial y garantizar su seguridad estratégica.
En los últimos días agregó al cobre, bajo la misma lógica. Aunque todavía no hay completa claridad, se supone que el arancel anunciado de 50% a partir del 1 de agosto sería para el cobre refinado, es decir, la versión procesada final (barras y cátodos).
Estados Unidos no tiene suficiente producción local ni la posibilidad de tenerla en el mediano plazo (suponiendo incluso que ahora mismo se encontraran yacimientos de alta ley y se empezaran a montar los proyectos para su explotación en varios años más), por lo que no puede privarse de este metal estratégico para la electromovilidad, y también para la industria militar.
Junto con el mismo propósito de reinstalar fundiciones y maestranzas de esos 3 metales en su territorio, es probable que quiera limitar o reducir la actividad de esas mismas plantas en otros países, apuntando particularmente a los competidores estratégicos como China. Dicha nación tiene una gran capacidad metalúrgica instalada y compra mayormente concentrado de diferentes minerales.
Chile es el principal proveedor de cátodos de cobre refinado para Estados Unidos, que importa cerca del 60% de sus necesidades cupríferas desde Chile. En 2024, las exportaciones chilenas de cobre a EE.UU. alcanzaron los USD 5.634 millones, lo que representa el 11,1% del total de las exportaciones de cobre de nuestro país.
Aunque la propuesta de Donald Trump de aumentar los aranceles al cobre en un 50% podría alterar la demanda estadounidense y reordenar el comercio del cobre, la demanda se mantendrá, debido a que supera hoy la oferta y nuevas operaciones mineras no alcanzan a cubrir esta necesidad hasta varios años más.
A final el mayor costo del cobre, además de impulsar la inflación en EE.UU., podría afectar su eficiencia productiva, ralentizando su industria manufacturera, contrariamente a lo que busca Trump. Por otro lado, los países asiáticos, principalmente China, que podrían acceder a cobre más barato, podrían ganar competitividad, lo que incentivaría un dinamismo económico en estas regiones, reconfigurando las dinámicas de comercio global.
El presidente Donald Trump, cual jugador compulsivo, sigue anunciando más aranceles para todos. Los mercados reaccionan cada vez menos a esos anuncios, internalizando el efecto bluff, aunque siempre se mantiene la incertidumbre, porque EE.UU. tiene la capacidad de imponer más altas tasas.
Estados Unidos es uno de los compradores importantes en el mundo, por lo cual tiene la posibilidad de afectar a quienes le venden, especialmente si son economías exportadoras que no tienen la posibilidad de redireccionar sus ventas en el corto plazo.
Sin embargo, ese poder es relativo en dos sentidos. Supone que lo que compra es superfluo y prescindible, lo que evidentemente no necesariamente es así. Además, la facultad de condicionar al exportador está limitada en el tiempo en la mayoría de los casos. A quien le cierran una puerta, buscará abrir otra. Eso lo debe intuir Trump, por su apuro por cerrar tratos, entendiendo que el tiempo juega en su contra.
El problema de Trump es que está peleando con todos a la vez. Su estrategia puede tener resultado si obtiene frutos rápidamente y va de uno en uno. Es la técnica de los fuertes. Pero ¿qué pasaría si los países amenazados por las medidas estadounidenses empiezan a coordinarse entre sí y arman un frente común?
Aunque difícil, la Unión Europea, Canadá, México, China y otros países asiáticos podrían aunar posiciones y no solo elevar el costo a pagar por la economía estadounidense, sino más importante, redireccionar el comercio y las inversiones en desmedro de ese país.
Hoy Trump parece no tener oposición a su unilateralismo económico, pero los costos por pagar se están acumulando. De seguir así, la economía estadounidense se verá afectada con el resurgimiento de la inflación y menor empleo. También el capital reputacional y la influencia de Estados Unidos se está erosionando rápidamente y en unos años más eso se va a reflejar en una posición más solitaria, con menos aliados y una relación más transaccional. Eso implica que, a menor poder, peores condiciones en las transacciones.
Todo esto no debiera sorprendernos, porque el presidente Trump quiere aislar a Estados Unidos. El pequeño gran problema es que quiere obtener los beneficios de la globalización encerrándose tras un muro y eso no es posible.
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