
Leviatán III: inteligencia artificial, propiedad intelectual y las universidades del Estado
Al asegurar que la IA se desarrolle y aplique de manera responsable, ética y equitativa, las universidades no solo cumplirán su misión intrínseca de generar y transferir conocimiento y resultados de investigación que contribuyen a la sociedad y los territorios, sino que fortalecerán la democracia.
La filosofía política de Thomas Hobbes, al concebir el Estado como un “Leviatán” investido de una soberanía inalienable para mantener el orden social, encuentra resonancias inesperadas y profundas en la era digital contemporánea. En mis análisis precedentes, he sostenido que la potestad normativa estatal en materia de Propiedad Intelectual (PI) no puede ser un fin en sí misma, sino que debe reconfigurarse como un instrumentum regni, una herramienta funcional al servicio del ciudadano.
Este imperativo se agudiza ante la irrupción de la inteligencia artificial (IA), una fuerza tecnológica disruptiva que no solo redefine los contornos de la innovación y la creación, sino que impone a la universidad pública la ineludible responsabilidad de liderar su integración y su impacto social. La IA no es una simple evolución; es una metamorfosis que exige del Estado y sus instituciones académicas una relectura de su contrato social.
La IA como catalizador transformador en el sector universitario
La utilidad de la inteligencia artificial en el ámbito universitario trasciende la mera optimización de procesos; configura un nuevo paradigma funcional que potencia las capacidades cardinales de la institución: la docencia, la investigación y la gestión. La IA se erige como un catalizador para la excelencia académica y la pertinencia social.
En el ámbito de la docencia, la IA permite una personalización del aprendizaje sin precedentes. Los sistemas de tutoría inteligente, adaptativos y basados en el rendimiento individual del estudiante, pueden identificar brechas de conocimiento, sugerir recursos pedagógicos específicos y ofrecer retroalimentación en tiempo real, transformando la experiencia educativa en un proceso dinámico y centrado en el discente. Esto no solo eleva la calidad del aprendizaje, sino que facilita la inclusión, permitiendo a estudiantes con diversas necesidades y ritmos de aprendizaje alcanzar su máximo potencial.
La IA también optimiza la creación de contenidos educativos, la evaluación automatizada de tareas y la gestión de grandes volúmenes de interacciones en plataformas de e-learning, liberando al profesorado para dedicarse a actividades de mayor valor pedagógico, como la mentoría y la estimulación del pensamiento crítico.
En el terreno de la investigación científica, la IA es un motor de descubrimiento y aceleración. Su capacidad para procesar y analizar ingentes volúmenes de datos (“big data”) permite la identificación de patrones, correlaciones y anomalías que escapan a la cognición humana.
Esto se traduce en una mayor eficiencia en campos tan diversos como la bioinformática (descubrimiento de fármacos, análisis genómicos), la física (simulaciones complejas), la química (diseño de materiales), las ciencias sociales (análisis de opinión pública, modelización de comportamientos) y las ciencias ambientales (predicción climática, gestión de recursos hídricos). La IA puede generar hipótesis, automatizar experimentos virtuales y sintetizar literatura científica, acortando significativamente los ciclos de investigación y abriendo nuevas fronteras del conocimiento.
En cuanto a la gestión universitaria, la IA promete una eficiencia operativa y estratégica revolucionaria. La automatización de tareas administrativas rutinarias –desde la matrícula y la asignación de cursos hasta la gestión de bibliotecas y la planificación de infraestructura– optimiza la asignación de recursos y reduce la carga burocrática. Asimismo, el análisis predictivo impulsado por IA puede anticipar tendencias en la retención estudiantil, la demanda de programas académicos o la optimización energética de los campus, permitiendo a la administración tomar decisiones informadas y proactivas.
Más allá de estas funciones transversales, la IA ofrece a las universidades estatales la oportunidad de potenciar su mandato social y regional. Instituciones como la Universidad de Tarapacá (UTA) ilustran cómo la IA puede ser directamente aplicada para abordar desafíos específicos de sus entornos.
En la Región de Arica y Parinacota, la IA puede contribuir a la optimización de la agricultura en zonas áridas, a la gestión inteligente de recursos hídricos, a la mejora de los servicios de salud y a la promoción del turismo sostenible. Un ejemplo paradigmático es el uso de la IA para la preservación del patrimonio cultural, como la milenaria cultura Chinchorro, permitiendo la digitalización, análisis y difusión de vestigios arqueológicos de una manera sin precedentes, asegurando su estudio y conservación para futuras generaciones.
Los desafíos y las cautelas: la sombra del Leviatán algorítmico
No obstante la promesa transformadora de la IA, su adopción masiva en el sector universitario y en la sociedad conlleva una serie de desafíos intrincados y precauciones ineludibles. Ignorarlos sería construir un “Leviatán” miope, con el riesgo de exacerbar desigualdades y erosionar la confianza pública.
Uno de los desafíos significativos reside en la Propiedad Intelectual y la autoría. La IA difumina las líneas tradicionales de la creación. Cuando un algoritmo genera una obra literaria, una composición musical, una imagen artística o incluso un diseño técnico ¿quién ostenta la autoría o la inventiva? ¿El desarrollador del algoritmo, el usuario que introduce los prompts, la IA misma (si la ley lo permitiera), o acaso se trata de una obra sin autor humano atribuible, cayendo en el dominio público? La doctrina y la jurisprudencia actuales resultan insuficientes para abordar estos escenarios híbridos o puramente algorítmicos.
La cuestión de la propiedad de los datos utilizados para entrenar modelos de IA es igualmente compleja. Los conjuntos de datos masivos (Big Data) son el combustible de la IA, pero su recolección, uso y licenciamiento plantean dilemas sobre la privacidad, el consentimiento y la posible apropiación indebida de información personal o corporativa. Una gestión ineficaz de la PI en este contexto podría sofocar la innovación o, aún más grave, concentrar el poder de manera desproporcionada en manos de unas pocas entidades con vastos repositorios de datos y algoritmos.
En el plano ético y de gobernanza, las preocupaciones son aún más profundas. Los sistemas de IA no son neutrales; son un reflejo de los datos con los que son entrenados y de los valores (explícitos o implícitos) de sus diseñadores. El fenómeno del sesgo algorítmico, donde la IA perpetúa o incluso amplifica discriminaciones históricas presentes en los datos (por ejemplo, en sistemas de contratación, crédito o justicia), es una amenaza real a los principios de equidad e inclusión que las universidades públicas deben defender. La transparencia y la explicabilidad de los algoritmos (el “problema de la caja negra”) son cruciales para entender cómo se toman las decisiones automatizadas y para garantizar la rendición de cuentas.
La falta de un marco ético robusto podría erosionar la confianza pública en la ciencia y la tecnología, llevando a una aceptación reticente o a un rechazo absoluto de los avances en IA. Organizaciones como la UNESCO y la Unión Europea ya han comenzado a proponer recomendaciones éticas, las cuales bien podrían considerarse para la formulación de políticas internas y nacionales.
Desde una perspectiva de infraestructura y equidad, la adopción de la IA no está exenta de desafíos materiales. La implementación efectiva de sistemas de IA requiere una infraestructura tecnológica robusta: potentes capacidades de cómputo, almacenamiento masivo de datos y conectividad de alta velocidad.
Muchas universidades, especialmente las de regiones menos desarrolladas, enfrentan limitaciones significativas en estos aspectos. Más aún, la brecha digital existente podría ampliarse, excluyendo a estudiantes y comunidades que carecen de acceso a tecnologías avanzadas o de la capacitación necesaria para utilizarlas. Esto contradice directamente el mandato de inclusión social de la universidad pública, que debe asegurar que los beneficios de la IA sean accesibles para todos, no solo para una élite.
La capacitación del profesorado y del personal es otro pilar crítico: es imperativo equiparlos con las competencias necesarias para integrar la IA en sus actividades docentes, investigativas y administrativas, pasando de ser meros usuarios a actores críticos y éticos en su aplicación.
La respuesta del estado-universidad: un leviatán activo, responsable y socialmente comprometido
Ante la magnitud de estos desafíos y oportunidades, el Estado, a través de su sistema universitario público, debe asumir una postura proactiva y responsable. El “Leviatán” normativo no puede permitirse la pasividad; su intervención es crucial para asegurar que la IA se convierta en un motor de desarrollo justo y sostenible, y no en una fuente de nuevas inequidades o vacíos legales.
Las universidades estatales, por su naturaleza y financiamiento público, ostentan una responsabilidad única en la configuración de un desarrollo ético y socialmente responsable de la IA. Deben ser laboratorios no solo de innovación tecnológica, sino también de experimentación con marcos éticos y jurídicos.
Las Escuelas de Derecho, dentro de estas instituciones, tienen un rol seminal en este proceso. Deben convertirse en centros de investigación y debate sobre el marco regulatorio de la IA, analizando cómo adaptar la legislación laboral ante la automatización, cómo proteger la privacidad en entornos de IA, cómo garantizar la responsabilidad algorítmica y cómo fomentar un ecosistema de innovación que sea tanto competitivo como inclusivo.
Su función es crucial para proveer el sustento legal que permita y facilite la creación de empresas de base tecnológica (EBCTs) y la transferencia efectiva del conocimiento generado, pero siempre bajo principios de equidad y transparencia.
La noción que hemos analizado en columnas previas sobre licenciamiento socialmente responsable (LSR) adquiere una pertinencia amplificada en el contexto de la IA. Las innovaciones impulsadas por ella, financiadas con recursos públicos en las universidades, deben generar un retorno social, ambiental y cultural cuantificable, que vaya más allá del mero beneficio económico.
Esto implica un cambio de mentalidad en la gestión de la PI: las patentes y los derechos de autor no solo deben ser vistos como activos comerciales, sino como herramientas para maximizar el impacto social de la investigación. El Estado, a través de su legislación de PI y de TT, debe fomentar cláusulas de licencia que aseguren el acceso equitativo a tecnologías esenciales, especialmente aquellas que aborden desafíos públicos (salud, educación, medio ambiente).
La tramitación de la Ley de Transferencia de Tecnología y Conocimiento en Chile representa una oportunidad histórica para integrar de manera explícita las implicaciones de la IA. Es fundamental que esta legislación contemple mecanismos claros para la gestión de la PI en entornos de IA, incentive la colaboración entre la academia, la industria y el sector público, y promueva el LSR.
Esto incluye la necesidad de políticas nacionales que fomenten la infraestructura necesaria, la formación de capital humano especializado y la investigación en IA con una perspectiva de desarrollo sostenible y equidad social.
Conclusión
En definitiva, el “Leviatán” de la Propiedad Intelectual y la inteligencia artificial no debe ser una fuerza incontrolable e ingobernable, meramente reactiva a las complejidades que va generando su uso prevalente en cada actividad cotidiana; antes bien, se trata de una construcción social que debe ser inspirada por principios éticos y jurídicos. La universidad pública, como extensión del Estado y garante del bien común, tiene el mandato ineludible de liderar esta configuración.
Al asegurar que la IA se desarrolle y aplique de manera responsable, ética y equitativa, las universidades no solo cumplirán su misión intrínseca de generar y transferir conocimiento y resultados de investigación que contribuyen a la sociedad y los territorios, sino que además fortalecerán la democracia, reducirán las desigualdades y construirán una sociedad más justa y próspera.
Ello exige una política pública de IA y PI que, construida con un enfoque de gobernanza anticipatoria y con la participación de todos los stakeholders –y no solo de algunos de los influyentes actores de la elite criolla que siempre encuentran la forma de promover convenientemente sus intereses privados–, sea visionaria, valiente, y profundamente comprometida con el mandato social que justifica la existencia misma del Estado y sus instituciones académicas. Solo así, el poder transformador de la IA servirá al fin último del “Leviatán”: la supremacía del interés público, y del bienestar de todos los ciudadanos de la nación.
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