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El deber de votar y vigilar a los gobiernos Opinión

El deber de votar y vigilar a los gobiernos

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A medida que se intensifique la campaña presidencial en Chile, veremos emerger propuestas desde todos los sectores que responderán, en mayor o menor medida, a esta lógica de beneficios concentrados y costos dispersos.


Chile está ad portas de una nueva elección presidencial en un contexto complejo y polarizado: bajo crecimiento, estrechez fiscal, desconfianza ciudadana, polarización política y demandas sociales acumuladas desde el 2019. En este escenario, los incentivos electorales para ser demagogo y “vender la pomada” se intensifican.

Candidatos de todos los sectores competirán no solo con ideas, sino con ofertas dirigidas a grupos específicos, buscando apoyos visibles y movilizables. Más que nunca, el debate público –y los votantes– deben considerar no solo las intenciones, sino también los mecanismos para gobernar. Porque detrás de cada promesa electoral hay una señal sobre cómo se ejerce el poder y a quién se busca beneficiar.

La teoría económica llamada “elección pública” (Public Choice) ofrece un marco útil para pensar este fenómeno de las elecciones: nos recuerda que políticos, votantes y burócratas no son ángeles benevolentes que buscan el bien común, sino que son agentes racionales que responden a incentivos y que buscan hacer avanzar sus propios intereses.

En campañas electorales, estos comportamientos se agudizan: crece la presión por ofrecer rentas concentradas (bonos, subsidios, condonaciones de deudas universitarias, rebajas tributarias, beneficios regionales, etc.) a segmentos de la población que votan en bloque, protestan eficazmente o tienen visibilidad mediática, y, por ende, tienden a votar por aquellos políticos que les ofrecen beneficios concretos en el corto plazo.

Además, y como bien lo explicaban el Premio Nobel de Economía James M. Buchanan y Gordon Tullock, el gasto público se rige por lógicas similares, por lo que tiende a crecer, porque los beneficios se concentran en grupos organizados, mientras los costos de la deuda pública se dispersan entre todos los contribuyentes (Buchanan & Tullock, 1962). Esa lógica no tiene ideología de izquierda o de derecha, sino que es el fiel reflejo de los incentivos que enfrentan los políticos en las elecciones: puede expresarse en subsidios desde la derecha, programas sociales desde la izquierda o condonaciones transversales disfrazadas de justicia social. No se trata necesariamente de un problema de valores, sino de incentivos.

Desde esta perspectiva, el votante informado debe desconfiar –no por desconfianza cínica, sino por conciencia crítica– de toda propuesta que promete mucho a pocos, con poco debate y reflexión sobre financiamiento, evaluación o efectos agregados. Véase, por ejemplo, en el actual ofertón de la condonación de la deuda del CAE a ciertos grupos de votantes jóvenes universitarios. No basta con que la intención sea noble, ya que el presupuesto público es limitado –los recursos públicos son escasos y tienen usos alternativos– y las promesas electoralmente atractivas pueden terminar comprometiendo recursos futuros sin resolver problemas estructurales, o creando nuevos problemas.

Lo anterior no implica negar la legitimidad de muchas demandas sociales. Pero sí exige distinguir entre necesidades genuinas o apremiantes y un mal uso político o estratégico de recursos públicos como vehículo para capturar votos. También obliga a mirar el conjunto: ¿qué imagen fiscal agregada emerge si sumamos todas las promesas? ¿Se discute el impacto sobre déficit estructural, endeudamiento o gasto permanente?

Aquí aparece otra lección importante de la economía política: el votante promedio tiene pocos incentivos para informarse profundamente, porque el costo de hacerlo supera el beneficio individual esperado de votar informadamente. Es lo que Anthony Downs llamó la ignorancia racional del votante (Downs, 1957). Pero precisamente por eso, la responsabilidad de elevar la calidad del debate recae en quienes deciden no conformarse con eslóganes y promesas unilaterales.

El gran mensaje que surge de todo lo anterior es que las instituciones también importan. Las reglas fiscales, la evaluación independiente del gasto, la publicación de costos programáticos, las reglas con las cuales se evalúan y eliminan programas públicos, etc., son mecanismos diseñados para limitar las lógicas de ofertas con los recursos públicos a cambio de votos. Pero, al final del día, ninguna regla funciona si el votante no la valora ni exige su cumplimiento. El escrutinio ciudadano informado es el mejor contrapeso a la tentación clientelista.

A medida que se intensifique la campaña presidencial en Chile, veremos emerger propuestas desde todos los sectores que responderán, en mayor o menor medida, a esta lógica de beneficios concentrados y costos dispersos. Algunos candidatos harán ofertas con nombre y apellido para ciertos gremios o grupos, otros disfrazarán su efecto fiscal bajo supuestos optimistas de crecimiento.

No se trata de sospechar de todo, sino de mirar con atención. Y es que, paradójicamente, cuando los votantes eligen sin pensar demasiado y con base en sus propios beneficios inmediatos, sin evaluar su viabilidad o sostenibilidad, terminan pagando el precio más alto en el largo plazo. El deterioro de los servicios públicos, el alza en el costo de la vida, el desempleo futuro, el aumento de la deuda, o los recortes abruptos en programas esenciales no castigan al político que hizo la promesa, sino a los ciudadanos que confiaron en ella.

Elegir mal a través del voto no es un daño abstracto: es una factura concreta que pagaremos todos, pero especialmente quienes más esperaban que el Estado cumpliese su palabra.

En conclusión, votar bien no es solo elegir al candidato más carismático o el que “más da”, sino también al que mejor equilibra ambición con responsabilidad, justicia con sostenibilidad, y empatía con rigor técnico. Porque, como advertía James M. Buchanan, la política sin restricciones ni límites bien puede degenerar en una forma encubierta de redistribución forzada (Buchanan, 1975). 

Por eso, más que dejarnos seducir por las formas o los relatos, debemos examinar las estructuras que permiten –o limitan– que el poder político se use para beneficiar a unos pocos a costa de todos. En última instancia, las elecciones no solo deciden quién gobernará, sino bajo qué reglas y con qué contrapesos. No basta con preguntar qué prometen los gobiernos; también debemos considerar quién busca influir en ellos, controlarlos o capturar la distribución de beneficios y potestades del Estado.

La vigilancia ciudadana –antes y después del voto– es indispensable para evitar que la democracia derive en clientelismo desenfrenado o captura institucional. Solo una ciudadanía atenta y crítica puede impedir que la búsqueda de votos termine erosionando el interés general. A informarse entonces, para que este noviembre los votantes chilenos salgan de la mediocridad del votante flojo e irracional.  

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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