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Chile: soledad estructural Opinión

Chile: soledad estructural

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Jaime Silva Concha
Por : Jaime Silva Concha Instituto de Bienestar Socioemocional (IBEM UDD) Universidad del Desarrollo
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En tiempos marcados por la dispersión, acaso las claves estén en tres gestos fundamentales: dar, compadecerse, contenerse.


En La tierra baldía, uno de los poemas más influyentes del siglo XX, T.S. Eliot retrató con lucidez poética la desolación y el vacío espiritual de la modernidad, un mundo donde la fragmentación reemplaza al sentido y los vínculos se disuelven en un paisaje humano erosionado. Esa imagen, que marcó a toda una generación de la cultura occidental, cobra hoy una inquietante vigencia. Vivimos en una era donde la tecnología nos promete conexión constante y memoria infinita, donde las redes sociales permiten mantener vínculos a través del tiempo y la distancia. Pero esta continuidad aparente convive con una desconexión silenciosa: a pesar de estar más comunicados que nunca, la soledad se ha instalado como uno de los malestares más profundos de nuestra época.

En las últimas semanas, la soledad ha ganado relevancia en la agenda pública tras el respaldo de Chile al llamado global de la Organización Mundial de la Salud para abordarla como un problema de salud pública. Más allá de su impacto emocional, la soledad crónica se asocia con un mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares, deterioro cognitivo, mortalidad prematura y un largo etcétera. Comprender sus causas es, por tanto, un imperativo social.

La soledad, en su esencia, no se limita a la ausencia de compañía física. Se manifiesta, más bien, en la falta de una conexión emocional auténtica y un sentido de pertenencia. Y aquí es donde asoman las causas estructurales que la alimentan en nuestra sociedad. La exaltación de la autonomía personal, el ideal de autosuficiencia y la valorización de las trayectorias individuales, si bien han traído avances en términos de libertad y realización personal, también han erosionado los lazos comunitarios y familiares.

Ejemplos hay muchos. Hoy, no pocos jóvenes postergan —o descartan— formar familia, priorizando el desarrollo profesional y la autosuficiencia. A corto plazo, este camino ofrece mayor control; a largo plazo, suele traducirse en una vida más solitaria y vínculos afectivos precarios. En paralelo, las personas mayores enfrentan un distanciamiento creciente de sus familias, perdiendo redes de apoyo que antes eran esenciales. El mundo del trabajo, con su énfasis en la flexibilidad y el rendimiento individual, ha ido desplazando los espacios cotidianos de encuentro y pertenencia.

Así, el ideal de autosuficiencia —tan promovido por la cultura contemporánea— termina, en muchos casos, reforzando un ciclo de aislamiento que afecta a distintas generaciones de manera interconectada. Se trata, en definitiva, de una soledad que no es solo emocional ni circunstancial, sino que se ha ido tejiendo en las estructuras mismas de nuestra forma de vida. Una soledad estructural, cuya comprensión exige mirar más allá de las cifras y los titulares, hacia las raíces culturales, económicas y sociales que la sostienen.

Y sin embargo, como sugiere Eliot en la última sección de La tierra baldía: “He apuntalado estos fragmentos contra mis ruinas”. Tal vez el desafío que enfrentamos no es solo diagnosticar la fragmentación, sino reunir conscientemente los restos de nuestros vínculos —aunque sean parciales, frágiles o dispersos— para sostener sobre ellos nuevas formas de comunidad, cuidado y pertenencia. En tiempos marcados por la dispersión, acaso las claves estén en tres gestos fundamentales: dar, compadecerse, contenerse. Tal vez ahí comienza la reconstrucción: no en el algoritmo, sino en lo humano.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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