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El orden del miedo: por qué el programa de Kast no es el futuro de Chile Opinión

El orden del miedo: por qué el programa de Kast no es el futuro de Chile

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Guillermo Pickering
Por : Guillermo Pickering Abogado, exsubsecretario del Interior y de Obras Públicas.
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Este texto es una invitación a recordar por qué salimos a las calles, a no dejarnos gobernar por el miedo, a no canjear dignidad por seguridad aparente, porque si lo hacemos, si lo permitimos, entonces habremos perdido no frente a un hombre, sino frente a lo peor de nosotros mismos.


¿Cómo llegamos hasta aquí?

Chile despertó. Así lo dijimos. El pueblo se sacudió de su letargo, gritó dignidad con voz atronadora frente al poder, quebró la normalidad anestesiada para exigir un país distinto. Durante días, durante semanas, millones salieron a las calles. Sin líderes, sin banderas únicas, pero con un mismo clamor: basta de abusos, basta de miedo, basta de desigualdad. Fue un despertar abrupto e interpelador.

Pero también fue la oportunidad que los sectores más radicales del antisistema esperaban: sembrar violencia, dañar el tejido social y confirmar los peores temores. Y así, cuatro años después, vemos a la ultraderecha sentada a la mesa del poder, esbozando sonrisas de oro, prometiendo orden con mano de hierro.

José Antonio Kast no emergió del vacío. Creció como lo hacen los hongos tras la tormenta: en la oscuridad del desencanto, en la humedad del resentimiento, en el subsuelo de frustraciones no resueltas. Su programa no plantea soluciones estructurales: apela al miedo, al castigo, a la obediencia. No convoca a pensar, sino a obedecer los dictados del instinto más primitivo. Y es justamente eso lo que lo vuelve tan peligroso.

El discurso de Kast es deliberadamente simple, casi infantil. Chile está sumido en el caos, afirma. Los delincuentes gobiernan, los inmigrantes ensucian, las feministas alteran el orden, los mapuche incendian, los progresistas destruyen. ¿Y su solución? Orden. Mano dura. Familia tradicional. Patria. Dios. El siglo XXI le incomoda. Él sueña con un país que nunca existió, salvo en la nostalgia dorada de los privilegiados: blanco, heterosexual, obediente, productivo y sin conflictos. Un país en el que todo lo incómodo se silencia, se encierra o se expulsa.

Pero el “orden” que ofrece no es sinónimo de paz: es represión. No busca seguridad, sino sumisión. No es una apuesta por el futuro, sino una restauración del pasado, con olor a naftalina y tono de cuartel. Bajo la excusa de protegernos, pretende desmantelar el Estado en su dimensión social y fortalecerlo como maquinaria de control. En su visión, el ciudadano deja de ser sujeto de derechos para convertirse en súbdito obediente. Lo más inquietante es que muchos, cansados de la incertidumbre, están dispuestos a aceptarlo.

La ultraderecha no nace del razonamiento, sino de la inseguridad cotidiana, de la frustración social, del resentimiento de quienes sienten que el país avanzó sin pedirles permiso. Es el grito de quienes no comprenden el nuevo lenguaje de los derechos; de quienes ven una amenaza en cada migrante, una provocación en cada bandera diversa. Es el rugido de quien perdió el privilegio simbólico de mandar en la mesa familiar y busca culpables.

Y ese impulso está latente en todos. Como advirtió Jung, en lo profundo del ser humano habita una sombra: una región primitiva que anhela jerarquía, castigo y control. Frente a la complejidad del mundo contemporáneo, muchos buscan líderes que simplifiquen, que impongan, que griten. Kast le habla a esa sombra. No la convence: la despierta.

Su votante no es un ciudadano en paz: es alguien herido. Puede ser pobre o rico, culto o ignorante. Lo que comparte es una herida –real o imaginada– que ha dejado de querer comprender. Prefiere castigar. No busca justicia: desea revancha. Y la ultraderecha se la ofrece, envuelta en la bandera chilena y adornada con la estrofa de los valientes soldados del himno nacional.

¿Y si su programa se hiciera realidad?

Sin pretender infundir miedo, que es lo que criticamos, aparece del simple examen del programa el verdadero rostro del proyecto. No habría dudas, ni prosperidad, ni orden auténtico. Habría miseria disfrazada de autoridad y ocupación militar de las comunas populares. Kast propone una política de tierra arrasada: jibarizar lo público, privatizar lo esencial, acorralar a la universidades estatales, abandonar al más débil, devolver al mercado el control de la salud, la educación, la vejez. Un país donde quien no pueda pagar, simplemente no tendrá derecho a pedir. Y quien se atreva a protestar, será reprimido. Para eso está el “Plan Implacable”, camuflado tras el disfraz del combate a la delincuencia.

Pero el golpe más brutal no sería económico: sería moral. Chile se volvería más pequeño, más frío, más hostil. Las mujeres verían peligrar sus derechos; las disidencias sexuales, forzadas de nuevo al clóset; los migrantes, perseguidos como enemigos internos; los pueblos originarios, criminalizados en su propia tierra. Se vendería una democracia, pero se gobernaría con miedo. Tal vez sin tanques, pero con leyes mordaza, con militarización, con desprecio por la diversidad.

El resultado: una comunidad rota, disciplinada a golpes, silenciada por el temor. No sería una dictadura al uso. Sería algo más sutil, más insidioso, pero igual de oscuro.

Kast no representa el porvenir de Chile. Es su eco más sombrío. Su reflejo distorsionado en el espejo de los miedos no resueltos. Su eventual ascenso no sería una victoria propia, sino el síntoma del fracaso colectivo: el fracaso de una izquierda incapaz de ofrecer un horizonte claro; de un progresismo que habló sin escuchar, que hace rato agachó la cerviz; de una sociedad que no fue capaz de construir justicia antes de que el resentimiento llenara el vacío.

Este texto no es solo una denuncia contra Kast. Es un alegato contra la tentación autoritaria que siempre acecha en tiempos de crisis, contra la idea simplista de que el castigo redime, contra la cobardía de quienes prefieren la obediencia al pensamiento crítico.

Y, sobre todo, es una invitación a recordar por qué salimos a las calles, a no dejarnos gobernar por el miedo, a no canjear dignidad por seguridad aparente, porque si lo hacemos, si lo permitimos, entonces habremos perdido no frente a un hombre, sino frente a lo peor de nosotros mismos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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