
La política chilena y el control del crimen organizado
Lo que está en juego no es solo la disputa entre castigo y prevención, sino la capacidad del Estado de identificar, desactivar y sustituir los incentivos que hacen viable y deseable la participación en redes criminales.
La discusión sobre cómo enfrentar el crimen organizado en Chile ha estado dominada por dos grandes orientaciones político-ideológicas: una mirada punitiva, asociada a sectores conservadores, y una visión estructural, típica de la izquierda progresista. Ambas tienen fundamentos teóricos, pero también limitaciones prácticas. En el fondo, ambas buscan neutralizar distintos tipos de incentivos al delito, ya sea mediante la amenaza del castigo o a través de la transformación de las condiciones sociales.
Desde la derecha, el enfoque ha sido tradicionalmente represivo, inspirado en ideas como las de James Q. Wilson, un referente clave del pensamiento conservador sobre criminalidad. En su concepción, el orden precede a la justicia y la misión del Estado es garantizar seguridad mediante la autoridad, el control y la disuasión. Wilson, y el realismo de derecha en general, sostiene que las personas delinquen cuando los costos del delito son bajos, por lo que la certeza del castigo es el principal mecanismo de prevención. En este enfoque, se busca reducir incentivos negativos formales al delito, es decir, aumentar los costos externos mediante sanciones visibles y punitivas.
Por lo tanto, se aplican políticas de “tolerancia cero” y control del espacio público bajo la lógica del “orden primero, luego el bienestar”. Sin embargo, en el contexto del crimen organizado, esta estrategia resulta insuficiente, ya que las estructuras criminales incorporan el castigo como parte de su modelo de negocio y se adaptan a la represión con rapidez e inteligencia. Además, la renuencia a fortalecer los instrumentos de fiscalización e inteligencia económica, por temor a afectar intereses empresariales o cruzar zonas grises entre lo legal y lo ilegal, debilita su eficacia.
Por su parte, la izquierda ha desarrollado una aproximación que busca combinar justicia social, prevención estructural y reinserción. Inspirada en la criminología crítica y el pensamiento sociológico de autores como Michel Foucault y Loïc Wacquant, esta perspectiva cuestiona el castigo como herramienta central y plantea que el sistema penal muchas veces reproduce desigualdades.
A diferencia de la derecha, la izquierda propone enfrentar el crimen organizado mediante políticas públicas que reduzcan los incentivos estructurales y simbólicos al delito como la educación, empleo, regulación financiera, reducción de la impunidad y fortalecimiento de los derechos humanos. En este enfoque, se reconoce que la criminalidad ofrece recompensas materiales, simbólicas y de estatus, especialmente en contextos de exclusión social. Pero muchas veces su implementación carece de coordinación interinstitucional y de respuestas proporcionales a la violencia real que sufren las comunidades.
Al final del día, ambas posiciones tienden a converger en recetas conocidas: más recursos, creación de unidades especializadas, reformas institucionales, construcción de cárceles y discursos sobre cooperación internacional. Pero frente al crimen organizado, el desafío político va mucho más allá. Se necesita un pacto transversal que reconozca que no estamos ante un simple problema de seguridad, sino frente a un fenómeno económico, cultural y político.
El crimen organizado se inserta en mercados reales, genera sentido, prestigio y estatus, y compite —cuando no reemplaza— al Estado en el control de territorios y en la provisión de poder efectivo. Enfrentarlo exige un Estado con capacidades reales: fiscalías y policías con herramientas de análisis criminal avanzadas, capaces de comprender las trayectorias organizativas de estas redes; fuerzas de tarea interagenciales que operen de forma coordinada; un sistema penitenciario diseñado para interrumpir, no profesionalizar, las carreras delictivas; y una estructura estatal apta para rastrear flujos financieros complejos y recuperar presencia en los territorios abandonados.
Lo que está en juego no es solo la disputa entre castigo y prevención, sino la capacidad del Estado de identificar, desactivar y sustituir los incentivos que hacen viable y deseable la participación en redes criminales. La pregunta no es cómo capturar al próximo líder narco, sino cómo evitar que este se convierta en referente aspiracional, empresario legal o autoridad fáctica.
Enfrentar el crimen organizado exige abandonar la ficción de que es una amenaza externa y reconocer que, en demasiados casos, ha sido la propia política, por acción u omisión, la que ha permitido su arraigo y expansión.
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