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Oro y censura: Trump, arte y libertad Opinión

Oro y censura: Trump, arte y libertad

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En la USA de Trump, en nombre de la libertad se censura el arte, las humanidades, la autonomía universitaria, el pensamiento crítico y la diversidad en cualquier expresión. Es una ironía y contradicción tan perfecta que parece escrita por Orwell.


¿Tus elecciones estéticas son neutrales? Parece que no. El arte que nos gusta, la estética de nuestra casa, la ropa que vestimos, el auto que usamos, hablan de lo que cada uno es y valora. Proyectan nuestra identidad. 

Hay algunos que usan intuitivamente muy bien el poder simbólico de la estética. Uno de ellos es Trump.

Hace unas semanas vio su retrato presidencial oficial en el Capitolio de Colorado realizado por la artista Sarah Boardman en 2019, que pintó a Trump con formas suaves, peinado impecable, rostro sereno y serio. No hay rayos celestiales, coronas de oro ni águilas imperiales. Pero cuando lo vio Trump se indignó y lo calificó como “una ofensa visual”. No lo representaba como el “mejor presidente de la historia”. ¿Qué peor insulto para alguien que se cree destinado a mandar a toda la humanidad y a permanecer en la eternidad dorada?

Y mientras este retrato institucional fue bajado por orden de Trump, otro retrato “no oficial” comenzó a circular como “el verdadero retrato de Trump”. Hecho por Chas Fagan, un pintor conservador que ha inmortalizado a Reagan y Bush. En su versión trumpiana, el actual presidente aparece rodeado de oro, con gesto triunfal y perspicaz. No es solo un retrato, más bien parece un altar portátil, una medalla de sí mismo, una declaración de fe. Aunque no forma parte de ninguna colección oficial, este cuadro se ha viralizado en MAGA y medios conservadores, incluso puedes encontrarlo en calendarios, tazones y poleras.

El amor de Trump por lo dorado no es nuevo ni casual. Su departamento en Nueva York supera todo lo imaginable. También redecoró la Oficina Oval y la Casa Blanca, repletándola de toques barrocos y rococós dorados que harían llorar de envidia a Luis XIV, el Rey Sol. Cortinas doradas, estucados floreados dorados sobrepuestos en las chimeneas, muros y techos. Un gran escudo presidencial al centro del techo de la Oficina Oval, como si fuera el Creador de la Capilla Sixtina.

Lámparas doradas, estatuillas, copones, mesas con enormes águilas, todo dorado. Lo suyo no es la moderación, y esto no es casual. Por un lado, el oro contante y sonante es el norte en su vida. También cada elección estética y puesta en escena de Trump comunica autoridad, dominio, riqueza, eternidad, que es la función simbólica del oro y el color dorado. La estética importa: el poder se construye también con terciopelo y molduras.

Aunque no lo creamos, estas imágenes y colores entran en nuestro imaginario e inconsciente, y construyen ideas sobre las cosas y las personas. Por eso los altares y retablos en las iglesias antiguas fueron revestidos en oro, tanto en alabanza a Dios como para proyectar Su poder y el de  la Iglesia. Por lo mismo Luis XIV construyó y utilizó Versailles, para imponerse él y llevar allí a la nobleza y la corte. Se trasladó allí sin que fuera la capital del reino que seguía siendo París, y Louvre permanecía como Palacio Real del Rey Sol. O sea, Versailles fue durante un tiempo como una especie de Mar-a-Lago de Trump, guardando todas las proporciones.  

Esta guerra simbólica y cultural de Donald Trump no se agota en imponer el oro, sino también borra todo lo anterior, para dominar. Busca eliminar lo que no lo glorifica.  

En la Alemania nazi y en la Unión Soviética de Stalin, entre otros,  sucedió igual. Quemaron libros y pinturas que consideraban “degeneradas”, por no ser pinturas naturalistas, figurativas ni moralizadoras. La lógica es siempre la misma: destruir lo que incomoda al nuevo poder, para imponer un nuevo relato único. Es una cruzada cultural. Hoy en EE.UU. no hay hogueras, pero sí hay órdenes ejecutivas de Trump, que directa o indirectamente piden destruir o excluir lo que huela a woke, pensamiento crítico, autonomía universitaria, liberalismo y diversidad. 

Llega a tal nivel la ignorancia y la barbarie que, según estudios de la Universidad de Maryland, durante este año se han prohibido en diversas zonas de USA los siguientes clásicos de la literatura: El diario de Ana Frank; El Hobbit de Tolkien; Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain; Don Quijote de Cervantes; Noche de Reyes de Shakespeare; El paraíso perdido de John Milton; La Rebelión en la granja de George Orwell; Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, por ejemplo.

En la USA de Trump, en nombre de la libertad, se censura el arte, las humanidades, la autonomía universitaria, el pensamiento crítico y la diversidad en cualquier expresión. Es una ironía y contradicción tan perfecta que parece escrita por Orwell.

Todo régimen opresivo de la historia se esfuerza por controlar las artes, es parte de la estrategia de un dictador.

Todo esto nos lleva también a la “posverdad”, aquella en que no importa tanto la “verdad” como la imagen, la emoción que nos causa, la manipulación de nuestras creencias. El discurso se escenifica, no se argumenta. El retrato y la foto importan más que las acciones y la política.

Pongamos mucha atención, porque el arte ha sido siempre un espacio incómodo, es cierto. Pero es un lugar en que la duda es bienvenida, la ironía es permitida, y el poder puede ser ridiculizado. Por eso se censura. Entonces defender el arte y su genuina libertad no es un lujo elitista, es una forma de resistencia política y democrática necesaria. Porque lo bello, lo incómodo, la duda, el pensamiento crítico, libre y múltiple, tienen un lugar indispensable en este mundo. Incluso cuando nos lo quieran pintar todo de dorado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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