
La paternidad “imposible”
La figura del padre está cambiando. Ya no alcanza con ser proveedor. Hoy se espera un padre presente, emocionalmente disponible, conectado con sus hijos. Y eso no es fácil.
Muchas veces se habla de las madres que sufren tras el parto, pero poco se dice sobre lo que pasa con los hombres. Hay padres que, aunque deseen serlo, no logran conectar con esa experiencia de forma emocional o simbólica. No porque tengan problemas físicos para tener hijos, sino porque hay algo más profundo, algo psíquico, que se los impide.
La paternidad no es solo un hecho biológico. Es una vivencia que remueve capas antiguas de la historia personal: los vínculos con el padre, con la madre, con las parejas tempranas, con los hermanos. Todo eso vuelve cuando un hombre se convierte en padre. Y muchas veces, sin darse cuenta, esa experiencia despierta emociones que vienen de muy lejos.
Sigmund Freud ya lo decía: la figura del padre en la infancia deja una marca imborrable. Por un lado, es alguien a quien se admira y ama. Pero también es alguien que se teme, se envidia y se quiere superar. Esta ambivalencia no desaparece, se mantiene viva en la adultez, sobre todo cuando se enfrenta la experiencia de ser padre. Ahí reaparecen los viejos temores: el miedo a fracasar, a repetir lo vivido, o incluso a ser dañado por el propio hijo como una suerte de retorno de la agresión.
Lo cierto es que muchas veces la paternidad toca fibras que ni el propio hombre conoce. Pero si ese pasado logra pensarse, resignificarse, puede transformarse. La psicoterapia puede ser un espacio para hacer ese trabajo: para cambiar, para crecer y también para proteger.
El problema es que la salud mental de los padres ha sido muy poco atendida. Aún pesa esa imagen del “hombre fuerte” que no sufre, que no duda, que no se quiebra. Pero eso no es real. Muchos hombres sufren, se angustian, se deprimen… solo que lo esconden, incluso de sí mismos. ¿Realmente los hombres sufren menos que las mujeres, como se dice a veces? ¿O simplemente no lo muestran?
A veces, incluso cuando hay hijos, el hombre no logra vivir su paternidad de forma plena. No consigue elaborarla desde lo psíquico. Eso puede llevar al quiebre de la pareja, a una vuelta simbólica –y a veces literal– a la casa de los padres, como si algo en él retrocediera. Puede surgir una dependencia infantil de la mujer o una rivalidad con el hijo que lo desestabiliza. En el otro extremo, hay hombres que tienen hijos en distintas relaciones, pero luego se alejan: no pueden o no quieren asumir el compromiso emocional que implica ser padre.
La figura del padre está cambiando. Ya no alcanza con ser proveedor. Hoy se espera un padre presente, emocionalmente disponible, conectado con sus hijos. Y eso no es fácil. Porque, a diferencia de la madre, que vive la maternidad desde el embarazo, el padre tiene que construir ese vínculo desde lo mental, desde un lugar más abstracto. Y eso lo hace más frágil, más expuesto a mecanismos de defensa como el desapego o la distancia emocional, que se han vuelto tan comunes que a veces se consideran normales.
Pero si logramos hablar de esto sin tapujos, si podemos mirar este sufrimiento sin negarlo ni patologizarlo, entonces empezamos a entender que no hay una línea clara entre lo sano y lo enfermo. Son matices. Son diferencias de grado que, si se ignoran, pueden escalar y convertirse en algo más serio. Por eso es importante estudiar y observar, no para etiquetar, sino para comprender.
Porque no basta con ver. Hay que entender lo que se está mirando. Como decía Sigmund Freud, se trata de encontrar “representaciones justas”, que den sentido a lo que aparece desordenado. Si hacemos ese ejercicio con la paternidad –si la volvemos pensable–, tal vez descubramos en esos “padres maternos” una nueva dimensión de lo masculino: una que no es debilidad, sino una verdadera conquista emocional.
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