
Robotización de la docencia
Las universidades que padecen la ansiedad de la acreditación –y que, incluso, han creado estructuras burocráticas para tal fin– idolatran al syllabus. En otras, en cambio, basta un programa indicativo del curso.
Vivimos en la época de la técnica. Ello implica muchísimo más que estar rodeado de dispositivos tecnológicos, ya sean estos tangibles o invisibles. Vivir en ella significa, en última instancia, que concebimos a la sociedad, a la vida misma y a la mente humana, como si fueran artefactos mecánicos que se rigen por una racionalidad predecible y calculable. Tanto es así que los tecnócratas suelen imaginar a los seres humanos como mecanismos estandarizados que responden mecánicamente a ciertos estímulos, que procesan insumos en determinadas unidades de tiempo y que producen ciertos resultados de acuerdo a lo planificado.
Obviamente que hay diferentes énfasis en el enfoque tecnocrático. Pero estos no alteran su esencia: el control, el cálculo, la predictibilidad y la negación de la libertad o, si se prefiere, la expulsión de la espontaneidad y de lo indeterminado. Los diferentes énfasis existentes al interior de dicho enfoque dan pie al siguiente dilema: si el hombre se debe asimilar cada vez más a las máquinas o si es pertinente humanizar a las máquinas. Sea como fuere, el centro de gravedad del dilema es la máquina, no el ser humano.
En la actualidad resulta difícil encontrar aspectos del quehacer humano que no hayan sido sometidos al imperio de la racionalidad técnica. En algunos no resulta invasivo ni contraproducente, como, por ejemplo, en el de la economía. En otros, en cambio, es invasivo y, además de contraproducente, es dañino, como, por ejemplo, en la educación, especialmente en el área de las humanidades.
En el enfoque tecnocrático el incremento de la velocidad es clave, porque la máquina se hizo para ganarle tiempo al tiempo y para aumentar la producción de manera exprés y estandarizada. La aplicación de tal racionalidad a la educación superior es letal, aunque varía de una institución a otra. Mientras menos tradición tenga una universidad, más brutal es la aplicación de dicho enfoque.
Tales universidades conciben al académico como una unidad mecánica de producción (de actividades docentes y de manufactura de papers a contrarreloj) y a los estudiantes como entidades que deben ser troqueladas de acuerdo a un perfil de egreso a la brevedad posible.
En el día a día, el enfoque tecnocrático se hace operativo en la confección y ejecución de los syllabus de las asignaturas. En él se consigna el itinerario del curso. Este consiste en una planificación rigurosa en la cual se consigna qué contenidos se abordarán en cada una de las sesiones como, asimismo, los insumos que se utilizarán, los resultados que deben arrojar y la manera en que serán evaluados. La lógica mecanicista del syllabus no admite deslices. Formalmente es impecable. El problema radica en que su diseño y aplicación parte de un supuesto implícito erróneo, porque ni el docente ni los estudiantes son entidades mecánicas.
Las universidades que padecen la ansiedad de la acreditación –y que, incluso, han creado estructuras burocráticas para tal fin– idolatran al syllabus. En otras, en cambio, basta un programa indicativo del curso. Estas últimas respetan la libertad de cátedra. La cual, dicho sea de paso, no es para todos los docentes. Es solo para los catedráticos. O sea, para los académicos que tienen la categoría de profesor titular.
Desde el punto de vista del racionalismo esquemático el syllabus es un constructo inobjetable. Probablemente también lo es, si se emplea para trasvasijar información. Pero no lo es para generar un aprendizaje reflexivo y con dejos de originalidad en el área de las humanidades. Por cierto, las ciencias del espíritu no se avienen con su envarada rigidez.
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