
Cuando el sistema protege, pero no cuida: una herida que urge sanar
Propongo una ética que arrope, una intervención que escuche de verdad, que cuestione lo que hemos asumido como normal.
No siempre el dolor se nota a primera vista. A veces llega con una carpeta bajo el brazo, una muda de ropa en una bolsa plástica y una mirada que no sabe si confiar. El niño o la niña ha sido “protegido”, pero en ese instante, lo único que siente es el frío de un cambio impuesto.
En Chile, nuestros niños, niñas y adolescentes muchas veces no encuentran en el sistema que los acoge el cuidado que necesitan. El sistema reacciona con urgencia —porque las heridas son reales y el tiempo cuenta—, pero cuando las intervenciones se deshumanizan, dejan de sanar para convertirse en frías resoluciones administrativas. Así, el cuidado pierde su fuerza restauradora.
Sabemos del trauma que sufren antes de entrar al sistema, pero muchas veces callamos ante el dolor que emerge dentro de él. Profesionales sobrepasados que rotan constantemente, tribunales que no siempre escuchan, informes que se retrasan, programas que evalúan sin sostener. Esa ausencia de vínculo y ética encarnada constituye, en sí misma, una nueva forma de violencia. Yo misma, a lo largo de mi trayectoria, he debido revisar prácticas y replantear formas de intervenir para no caer en esa frialdad.
Las cifras oficiales derriban silencios: en 2023, 17.118 niños, niñas y adolescentes bajo protección del estado sufrieron vulneraciones físicas, psicológicas o sexuales, lo que equivale a 78 por cada mil atendidos. En centros residenciales, esa tasa de victimización alcanza los 360 por cada mil. Peor aún, en el 62 % de los casos, las víctimas son niñas y adolescentes mujeres, un dato que expone un sesgo de género profundamente doloroso y que debe abordarse junto con otras formas de violencia que también afectan a niños y diversidades sexoafectivas.
Estos datos no son cifras frías: son pequeñas voces que el sistema, en vez de reparar, vuelve a dañar.
Además, entre octubre de 2021 y marzo de 2025, el número de bebés menores de 24 meses en residencias de protección creció un 72 %, pasando de 233 a 401. En total, los niños y niñas bajo cuidado del Estado aumentaron de 4.417 a 5.018. Esta creciente saturación evidencia que el sistema ha alcanzado su límite estructural; y, aunque hay avances como el fortalecimiento de familias de acogida, muchas infancias siguen esperando el cuidado que merecen.
Como profesional que lleva 10 años trabajando en el sistema de protección, sé que reparar no puede separarse del cuidado. Cuidar es justicia, es tratamiento, es cambio.
El derecho sin palabra empática, la evaluación sin presencia real, el rol sin conciencia profunda: todos esos vacíos hieren. Porque la forma de intervenir importa tanto como el fondo.
Propongo una ética que arrope, una intervención que escuche de verdad, que cuestione lo que hemos asumido como normal. Intervenir desde la técnica cumple una función, pero intervenir con humanidad, reconociendo el daño, conscientes del poder reparador de nuestra presencia… eso es lo que verdaderamente potencia la transformación.
Y si lo que hacemos no repara, ¿para qué intervenir?
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