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El ejemplo de Trump en el control del pasado y el diseño del futuro Opinión Archivo

El ejemplo de Trump en el control del pasado y el diseño del futuro

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Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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El negacionismo de la dictadura cívico-militar en Chile y ahora la revisión exigida en el Smithsonian, nos muestran variantes de un mismo modelo que utiliza recursos legales, administrativos y comunicacionales para imponer un relato hegemónico.


La guerra cultural contemporánea (siguiendo la columna anterior del tema) no es una retórica accidentada ni una propaganda del consumo mediático, sino que es una forma de poder que modela el tiempo social mediante la “reconfiguración” de las memorias colectivas. Quisiera iniciar la columna con un hecho relativamente reciente, como es el asedio de Trump a instituciones como el Smithsonian, a la que le exigió entregar documentos de exhibiciones bajo la acusación de “wokismo”. También exigió entregar las planificaciones curatoriales y planes de programación.

Este inicio de la columna funciona, aquí, como un principio heurístico, pues ese ataque no solo cuestiona contenidos puntuales, sino que intenta transformar el pasado en herramienta de gobierno, una tecnología cultural que legitime visiones del presente y proyecte futuros normativos.

Si la historia es una disputa, es porque esta, al ser un artefacto activo, permite lo imaginable. Foucault fue uno de los primeros en mostrarnos cómo las instituciones producen “regímenes de verdad”. El solo hecho de mencionar qué es verdadero es también decir quién tiene autoridad para definir lo “humano” y lo político. Postone, por su parte, menciona que la temporalidad social está entretejida con las relaciones materiales. Entonces, de acuerdo con esto, reescribir el pasado nunca sería un gesto simbólico inocuo, sino una intervención sobre la posibilidad misma de pensar transformaciones sociales.

Frente a esa cadena causal, la memoria –incluyendo, obviamente, su exteriorización tecnológica (pues esta es editable)– pasa a ser técnica política, diseñando los alcances de lo posible.

En este sentido, la memoria colectiva se fabrica en lugares específicos, como monumentos, museos, archivos y en las aulas. Nora propuso la noción de lieux de mémoire (lugar de memoria) para argumentar que la memoria existe en emplazamientos, lugares y cosas concretas, así como en abstracciones creadas, donde las imposiciones colectivas cambian el discurso de un pasado para suplir supresiones históricas, proyectando ansiedades del futuro.

Aleida Assmann añadió que la cultura institucionaliza relatos de memorias que sobreviven a generaciones, donde el recuerdo ya no es exclusivo de un individuo, sino que también existen a niveles “nacionales”, donde el ejercicio del olvido, en términos políticos, es fundamental.

Las tácticas de las nuevas ofensivas (particularmente de ultraliberales y ultranacionalistas con “poder”) articulan lo análogo y digital en igualdad de importancia, donde erigir o restaurar monumentos públicos, reeditar manuales escolares y promulgar leyes de memoria conviven con campañas virales, deepfakes y economías de la atención, con algoritmos conducentes en las deliberaciones “humanas”.

El negacionismo contemporáneo ha aprendido de las performances de la duda, ya no limitándose a negar datos, sino que relativiza, fragmenta y produce sospecha generalizada sobre todo lo que esté a su alcance, humanista o científicamente, transformando la duda en un dispositivo político.

Este tema no compete, solamente, a un “color político” (como lo mencioné en el título de la columna pasada que menciono al comienzo), pues, por ejemplo, en Chile, la discusión sobre la reubicación del ramo de filosofía en la enseñanza media –un asunto que reemergió desde documentos curriculares de 2016 y que continúa presentándose en diversas formas– fue interpretada por comunidades docentes como un intento de debilitar la formación crítica de nuevas generaciones, provocando que la Red de Profesores de Filosofía (Reprofich) denunciara la posible eliminación de un espacio formativo de alta escala humanista.

Al mismo tiempo, la prioridad o relegación de la educación artística nos muestra que la guerra cultural también se encuentra en las mallas escolares, reduciendo horas, convirtiendo asignaturas críticas en optativas o alineando contenidos a sistemas utilitaristas.

Esto nos muestra una forma “silenciosa” de remodelar sujetos, siendo todos los gobiernos posdictadura cómplices. Declarar una Política de Educación Artística –como se ha hecho en el actual Gobierno– no basta si las implementaciones son débiles o si la presión política reduce el potencial de las humanidades en las escuelas. La mera proclamación –y una ruta programática (2024–2029)– resulta insuficiente frente a la técnica administrativa que exige inventarios, programas detallados y plazos perentorios para reorientar las mallas escolares.

Entonces, qué asignaturas quedan en el tronco común, cuántas horas se les asignan a filosofía o las artes, y qué contenidos se privilegian. Estos movimientos burocráticos ralentizan los procesos participativos y coartan la elaboración colectiva del sentido.

Solo mencionando algunos ejemplos comparados, del tema central de la columna, la retirada o defensa de estatuas confederadas en Estados Unidos, las leyes de memoria en Europa oriental, los debates sobre la guerra civil en España, el negacionismo de la dictadura cívico-militar en Chile y ahora la revisión exigida en el Smithsonian, nos muestran variantes de un mismo modelo que utiliza recursos legales, administrativos y comunicacionales para imponer un relato hegemónico. En todos esos casos, la confrontación no es solo entre historiadores, sino, fuertemente, también entre concepciones del “ciudadano deseado” y los instrumentos educativos y mediáticos que lo producen.

La excusa de la columna, mencionado la manipulación de contenidos de museos (los cuales, de cualquier forma, pueden estar en proceso de extinción), es para referirme al control de las memorias, visibilizando o invisibilizando “algo”, en este caso particular, con respecto a la disputa sobre la configuración de la experiencia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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