
Botella al mar para la diosa de las palabras
Lo curioso es que cualquier intento de reemplazar, e incluso acompañar, la ‘o’ con la ‘a’ genera perplejidad, desconfianza y enciende las alarmas en la academia.
Un acertijo que se hizo viral hace unos años en internet mostró que, incluso en los círculos más progresistas, la expresión ‘eminencia médica’ era relacionada casi sin excepción con el género masculino. Tal y como muestra el propio video, la asociación de un término aparentemente ‘neutro’ con el masculino es producto de un sesgo típicamente llamado de ‘parcialidad implícita’, que muestra cómo operan los roles y estereotipos de género a nivel inconsciente. Pero, a mi parecer, el acertijo muestra algo más: el poder de nuestra lengua para mostrar (y también para ocultar) ciertas cosas.
Sobre todo desde 2018, han proliferado en la academia nacional trabajos de investigación, asignaturas de pregrado, programas de formación de posgrado, congresos, coloquios, seminarios, ofertas laborales, políticas de contratación y diversas reglamentaciones universitarias que llevan como prefijo o como sufijo ‘perspectiva de género’. Con ello, se suele hacer referencia a una aproximación que, teniendo en cuenta las diferencias sociales entre los géneros, pretende explicitar, abordar y eventualmente corregir la posición desaventajada en que se encuentran las mujeres y las identidades no binarias en desmedro de los hombres en los diferentes aspectos del quehacer académico. La academia jurídica no ha sido una excepción a estos avances e incluso, en algunas ocasiones y en ciertas materias, ha sido un ejemplo a seguir.
Pese a estos cambios, nuestro lenguaje permanece incólume. Seguimos entre eminencias jurídicas: hablamos casi sin excepción de abogados, autores y jueces, legisladores, funcionarios públicos, académicos, expositores, fiscales y defensores, asesores y ministros de corte. Y muchas veces, incluso en contextos donde no cabe duda de nuestro compromiso con la igualdad de género, usamos ‘él/ellos’ para referirnos a colectivos integrados (también, y hasta mayoritariamente) por mujeres. Es difícil resistirse a la sensación de que hacerlo de otro modo resta seriedad a nuestro trabajo. En clases, en manuales, en seminarios y en conversaciones de pasillo. En las audiencias y en los escritos. En los fallos, correos electrónicos, contratos, actas, reuniones de equipo y columnas de opinión.
Pero no es solamente la forma en que nos referimos a ciertos colectivos. También se han mantenido indiferentes a los cambios nuestros tan preciados sistemas de referencia bibliográfica. Dado que la manera principal de identificar a quien escribió una obra es a través de sus apellidos (y, más frecuentemente, a través del primero), muchas estudiantes terminan la carrera de Derecho pensando que María Inés Horvitz o Gladys Camacho (solo por citar a algunas académicas chilenas de referencia) son hombres. Porque, tal y como muchas otras, han quedado invisibilizadas entre medio de sus colegas, eminencias jurídicas históricamente masculinas.
Lo curioso es que cualquier intento de reemplazar, e incluso acompañar, la ‘o’ con la ‘a’ genera perplejidad, desconfianza y enciende las alarmas en la academia. Y esto incluso en la academia jurídica, en que sabemos (o deberíamos saber) que las reglas suelen ser lo suficientemente transparentes para dar cabida a intereses contrapuestos y para generar, aunque sea paulatina y lentamente, procesos de cambio social. Hasta el momento, parece haber pocos foros en los que una académica puede referirse a ‘las autoras’ que cita, sin recibir una pregunta o incluso una corrección del tipo: ¿Cómo dicha expresión, que no es neutra en términos de género, va a incluir a eminencias como H. Kelsen o H.L.A. Hart? ¿Por qué forzar, desnaturalizar o cambiar nuestro lenguaje con fines políticos? ¿No hemos aprendido (de esos mismos autores) a distinguir y separar la ciencia, en tanto dominio de aquello que es, de la política, que es el territorio paradigmático de lo que deber ser?
El lenguaje, como sabe cualquier jurista, es una poderosa herramienta para la comunicación humana. Tenemos y usamos símbolos compartidos para clasificar y distinguir aquellos seres, objetos, estados de cosas, etc. que nos interesan para diversos propósitos. Y si bien es cierto que, desde casi cualquier forma de concebirlo, el lenguaje es una cuestión de reglas, esto es tanto como decir que hay reglas en la etiqueta o en la moda.
Las reglas de una lengua, a diferencia de las normas jurídicas, no están codificadas, sino que tienen una existencia social. Esto tiene varias consecuencias. La principal es que no contamos con autoridades que tengan la competencia para crear, modificar o eliminar reglas lingüísticas (no, la RAE no es una asamblea que legisla sobre el lenguaje). Muy por el contrario, dichos procesos se producen de manera paulatina, pudiendo tomar años en hacerse visibles para las comunidades lingüísticas. Por ello, la pregunta sobre cómo distinguir el no seguimiento de la modificación de una regla que existe como o en virtud de ciertas prácticas sociales es una cuestión filosófica y sociológica muy compleja de responder en un determinado momento temporal.
Con esto no quiero decir que todo el problema radique en que no podamos identificar, en un momento temporal, aquello que es ‘lingüísticamente correcto’. Lo que quiero decir es que aquello que sea correcto en el juego del castellano está determinado o constituido por las prácticas sociales de las hablantes, guiadas por diversos propósitos. Uno de esos propósitos es sin duda la comunicación eficiente entre seres humanos. Pero obviamente no es el único. Otro es la comunicación precisa. Y la precisión tiene que ver con aquello que buscamos mostrar (y también ocultar) a través de las palabras.
Cuando Gabriel García Márquez lanzó una botella al mar para el dios de las palabras frente al I Congreso Internacional de la Lengua Española, no estaba promoviendo el incumplimiento o no seguimiento generalizado de las reglas del castellano, sea como sean entendidas. Muy por el contrario, estaba haciendo una invitación a transformar ese lenguaje, en virtud de ciertos propósitos que le parecían relevantes, para hacer —en sus palabras— que nuestra lengua se adaptara a los tiempos y entrara en el siglo veintiuno como ‘Pedro por su casa’. García Márquez estaba consciente, por supuesto, de que ese dios al que se refería no era uno ni sobrenatural: el dios de las palabras somos, nada más ni nada menos, nosotras, todas las personas que usamos a diario las reglas del castellano.
Las demandas por la transformación del lenguaje en términos de género son, en algún sentido, nuevas botellas arrojadas al mar. Esta vez, eso sí, con la esperanza de que le lleguen a la diosa de las palabras.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.