
La guerra tibia ha estallado
Entre fines del mes pasado y el inicio de esta semana, el teatro mundial empezó a exhibir la transición hacia un nuevo orden político. En esta etapa bien podría definirse como el inicio de la Guerra Tibia.
En un sector del escenario, Donald Trump sigue desmontando el sistema de equilibrios democráticos de los EE.UU. Lo hace imponiendo políticas públicas mediante órdenes ejecutivas, interviniendo el sistema federal, declarándose en “guerra comercial” contra todos y socavando la OTAN, concebida para defender la democracia occidental. Su penúltimo desplante fue el bombardeo de las instalaciones nucleares de Irán, con el agradecimiento efusivo de Biniamin Netanyahu.
En otra parte del escenario, el líder ruso Vladimir Putin aprovecha el vacío de OTAN para seguir conquistando Ucrania. En este tema, su éxito más reciente lo obtuvo en Alaska, donde dejó “en trámite” el penúltimo ultimátum pacificador de su presunto amigo Donald. Entretanto siguió amarrando su alianza estratégica con un gran proveedor de bombas atómicas: el líder coreano Kim Jong Un.
China toma el relevo
Pero fue el líder chino quien dejó a todos marcando ocupado. El lunes pasado inauguró en Taijing una concurrida cumbre de la Organización de Cooperación de Shangai (OCS), creada en 1996 para resolver disputas fronterizas tras la implosión de la Unión Soviética. Esta vez Xi reunió más de 20 líderes de los países euroasiáticos con mayor incidencia en los destinos del planeta y a representantes de organismos internacionales, entre los cuales el Secretario General de la ONU.
La consigna del evento fue “por un multilateralismo sin hegemonías”, en clara alusión al unilateralismo trumpista. La foto principal muestra a Xi, Putin y Narendra Modi, primer ministro de India, en pose amistosa. Sus países suman tercio y medio de la población mundial. De hecho, Xi convirtió a la OCS en la contrafuerza geopolítica de la soberbia.
Pero eso no fue todo. Al día siguiente, en la plaza Tiananmen de Beijing, Xi presidió con traje Mao un desfile militar en homenaje al 80 aniversario del fin de la Segunda Guerra. Allí, 12.000 soldados y oficiales mostraron a 26 líderes mundiales un alistamiento casi robótico, un despliegue coreográfico impecable y una panoplia que hoy deben estar analizando todos los expertos.
Fue una clara señal de su enorme poder militar. En ese marco, explicó que vivimos en una encrucijada global entre la paz y la guerra y convocó a defender el camino del diálogo y la cooperación. Esta vez el trío más mentado fue el del anfitrión, con Putin y Kim Jong Un.
Democracia en punto muerto
Si Trump tuviera a su lado un bioequivalente de Henry Kissinger, éste le diría que para liderar una superpotencia no bastan las astucias ni los desplantes autoritarios. Se necesitan aliados confiables, políticos y militares. Agregaría, seguro, que esos aliados están (o estaban) en el mundo de las democracias y que los está perdiendo por subestimar la democracia propia. También podría contarle que sus predecesores asumieron la democracia como una misión de prestigio internacional, que justificaría su hegemonismo político y económico.
Fue el sentido del ”destino manifiesto”, que el francés Raymond Aron definió como propio de una “república imperial”.
Sin embargo, lo más seguro es que, para sintonizar con el ego de Trump, sus asesores de línea le dirán que su eslogan “América first” dio exactamente en el clavo, pues la democracia -que nunca fue global- ya venía cuesta abajo en su rodada. Por eso él pudo sentar a los líderes europeos como colegiales ante su escritorio de la Sala Oval y éstos debieron decirle “amén”.
Lo peor es que, en parte importante, esos adulones imaginarios tienen parte de razón. En efecto, en 2016, junto con la primera llegada de Trump a la Casa Blanca, la democracia occidental mostraba boquetes en su línea de flotación y, más que modelo a imitar, lucía como método para llegar al poder. Dos años antes, la pretensión de Ucrania de integrarse a Europa democrática mutó en casus belli. Rusia le arrebató Crimea y Putin se consolidó como gobernante sin vocación de alternancia. Ese mismo 2016 el Reino Unido se desvinculó de la Unión Europea. En paralelo, China comunista, con su partido único, comenzó a competir por la hegemonía global.
Si ese cuadro se mantiene o desarrolla, los historiadores del futuro dirán que la segunda presidencia de Trump fue el último eslabón de la decadencia de las democracias de Occidente. En tauromaquia esto se definiría como “puntillazo”. La estocada final contra un animal que ya estaba exhausto y malherido.
Llanero solitario
Lo que no estaba en los proyectos de Trump es que, estratégica y geopolíticamente, su país se está aislando. En el juego de quién manipula a quien, mientras él va hacia sus objetivos de poder, Putin viene de vuelta con apoyo en Eurasia y Xi avanza en la ruta de la Franja y de la Seda con enclaves en todos los continentes. En este momento los compañeros externos más importantes del jefe norteamericano son el también aislado Netanyahu y el excéntrico presidente argentino Javier Milei.
Es posible que, por lo señalado, Trump esté iniciando una fuga hacia adelante, siempre en modo llanero solitario. De hecho, sus demostraciones más mediáticas han sido de poderío militar puro y duro. La penúltima fue su bombardeo a las instalaciones nucleares de Irán. La última es el despliegue de su panoplia bélica ante las costas de Venezuela, con el objetivo (verbalizado) de combatir el narcotráfico y (tácito) de terminar con el régimen de Nicolás Maduro. En este episodio ya hubo fuego, sangre y dólares. Un misilazo de su flota pulverizó una presunta narcolancha venezolana, con 11 tripulantes.
Poco antes, en un rasgo de fe monetaria -por si algún grupo armado se tienta con un golpe-, ofreció 50 millones de dólares por la cabeza del dictador.
Igualito que en las películas de vaqueros.
Lo más singular es que, junto con esa tentación para militares, ha creado un dilema doctrinario a los gobiernos democráticos de la región: invocar o no el principio onusiano de “no intervención”, en apoyo a un dictador que no sólo los ha inundado con más de ocho millones de inmigrantes, falsifica elecciones, viola sin tregua los derechos humanos y ha proyectado un casus belli con Guyana. Como si eso fuera poco, es un dictador acusado de relación oculta con organizaciones narco-criminales, entre las cuales el Tren de Aragua.
En resumidas cuentas
Si Maduro no recibe ayuda del cielo ni se rinde, Trump quedará en la misma desairada posición que John F. Kennedy cuando fracasó su patrocinada invasión a Cuba en 1961. Aquello consolidó a Fidel Castro en el poder y le permitió cantar su victoria en Playa Girón durante más de medio siglo. Es que, como dice el aforismo, “todo lo que no mata engorda”.
Así vista, esta Guerra Tibia se está iniciando como un thriller de Netflix. Guerras, mucho alistamiento militar, poca diplomacia de buena crianza y una superpotencia hemisférica que ya no es la que era. Esa que defendió las democracias en la Segunda Guerra Mundial y durante toda la Guerra Fría.
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