
El Estado neoliberal contra las universidades estatales chilenas: el oficio E123145
El sistema neoliberal chileno –incluyendo al Estado que le da cobertura– considera a las universidades públicas como simples piezas en un mercado académico.
Un reciente oficio de la Contraloría General de la República (E123145) obliga a todas las instancias públicas chilenas a establecer en un plazo breve el control biométrico para garantizar las asistencias y permanencias de sus funcionarios en los espacios laborales. Aunque el oficio deja abiertos algunos tímidos resquicios, predomina en él un tono faraónico aplastante: se refiere a todos los funcionarios de todo el sector público.
Esto ha levantado más de una duda. Algunas de ellas han provenido del mundo legal, cuestionando el uso indiscriminado de controles que pueden dañar de manera sensible la privacidad de los funcionarios. Un abogado avezado en el tema, Carlos Reusser, alertó sobre la probabilidad de que la Contraloría esté impulsando medidas que, además de caras, “vulneran la Constitución y la ley”. Un criterio que, en sí mismo, debiera mover a una reflexión sobre el tema. Pero no es el único: otras aprensiones han provenido de sectores funcionariales específicos, cuyas particularidades las hacen incompatibles con el fervor controlador del oficio, y cuyos estatus de autonomía ponen en duda la capacidad de la Contraloría para regularlas.
Este último es el caso de las universidades estatales, entidades públicas pero dotadas de un estatus autonómico cuya mera existencia ya pone en duda la capacidad legal de la Contraloría para imponer normas como la antes referida. Pero más allá de cualquier consideración legal, se trata de entidades cuyos roles y estatus no son compatibles –si de eficiencia se trata– con un control burocrático de 9 a 5 de su personal académico.
El trabajo académico –docente o investigativo– no es un tema de control de horarios. Un(a) académico(a) es una persona que requiere de una interacción con un colectivo –una cátedra, una facultad, un instituto, un equipo– y de presencia física en los espacios laborales para satisfacer esa necesidad profesional. Pero, al mismo tiempo, es una persona que debe satisfacer una serie de tareas que, por su naturaleza y porque sus realizaciones exceden una dedicación de 8 horas, no se realizan en una oficina.
Los académicos suelen trabajar en las noches, los fines de semana y parte de las vacaciones, sobre todo cuando deben afrontar momentos de alta exigencia –calificar decenas de pruebas escritas, preparar una presentación compleja, escribir un artículo o articular un proyecto a un concurso ANID–, nada de lo cual se contabiliza formalmente. Lo pueden hacer obligados por las circunstancias, por un acatamiento del deber social o porque disfruten el trabajo que hacen, pero sencillamente lo hacen.
Creer que este tipo de trabajo se puede someter a un control biométrico para hacerlo más eficiente es desconocer la naturaleza de lo que se quiere normar. El control burocrático lo entorpece, lo desnaturaliza y, en consecuencia, lo hace menos eficiente.
Con ello no quiero decir que los(as) académicos(as) deban ser trabajadores fuera de control. Lo que quiero decir es que la supervisión de su trabajo debe realizarse desde otros instrumentos de evaluación de resultados relacionados con sus indicadores de éxito docente e investigativo.
Reducir esta complejidad a la visión básica que propugna el decreto E123145 es condenar la actividad académica e intelectual a la lógica de las oficinas administrativas. Y con ello, hacer otra herida a nuestras universidades públicas, en lugar de ser potenciadas como instancias autónomas de creación, de libertad de pensamiento y de proyección de un futuro mejor para todos y todas.
Es este dilema el que más importa en esta discusión. El sistema neoliberal chileno –incluyendo al Estado que le da cobertura– considera a las universidades públicas como simples piezas en un mercado académico. Allí deben competir con las universidades privadas en condiciones muy desfavorables, entre ellas, porque padecen de una autonomía que parece diseñada para obligarlas a lidiar solas con las adversidades, mientras que se les obliga a compartir ordenanzas burocráticas junto con el resto del sector público, a pesar de sus naturalezas específicas.
Al mismo tiempo que las universidades privadas actúan como piezas libres en engranajes flexibles –tan flexibles como pagar sueldos millonarios a profesores descalificados, pero con influencias políticas que les garantizan prebendas adicionales–. Es la lógica de un Estado neoliberal que puede ser contrarrestado parcialmente por políticas de gobiernos –ejemplos de ello han sido los gobiernos de Bachelet y de Boric–, pero no en lo fundamental mientras no se altere la naturaleza mercantilista de la educación chilena.
Un resultado previsible de la imposición del control burocrático que propugna la Contraloría será el éxodo paulatino de todos aquellos profesores que encuentren un espacio laboral en las universidades privadas, liberado de las estulticias oficinescas. Es decir, un subsidio adicional a las universidades privadas y un mayor empobrecimiento de aquellas universidades encargadas de ser los motores intelectuales de la democracia, de la crítica social y de la innovación para un mundo mejor para todos y todas.
Es un asunto que merece la atención prioritaria de las instituciones universitarias que, hasta el momento –salvo algunas excepciones– se muestran indiferentes ante lo que es un atentado en su contra. Todos y todas esperamos que el Consorcio de Universidades Estatales de Chile (CUECH) sencillamente cumpla con su deber.
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