
Reducir la tasa de impuesto corporativo no es la bala de plata
Chile se diferencia de los otros países de la OCDE por sus exportaciones, esencialmente productos mineros y agrícolas. Los primeros se someten a una fiscalidad especial y sus precios se establecen a un nivel único en el mercado mundial.
Hay que celebrar el acuerdo casi general de las fuerzas políticas sobre la urgencia de reactivar el crecimiento y la productividad del país. Se trata de un consenso demasiado raro como para no aprovecharlo cuanto antes. ¿Pero cómo? Sorprende ver que los equipos de ciertos candidatos presidenciales ponen en cabeza de sus programas, como si fuera la bala de plata, una reducción muy fuerte del impuesto corporativo (IC).
Nadie va a negar que un exceso de impuesto sobre las empresas no es bueno para la inversión y el empleo. Pero hay que estar realmente seguro de lo que llamamos “exceso”. Hace falta documentar bien el efecto que se puede esperar de una baja adicional del IC.
Se intenta mostrar aquí que hay razones sólidas para poner en duda la eficacia de tal medida, cuando esta representa un costo fiscal sustancial. Se muestra también que existen medidas fiscales probablemente más eficaces con un costo idéntico.
Pero primero, ¿cuáles son las propuestas sobre la mesa y sus costos fiscales?
El costo fiscal de la reforma
La candidata Matthei propone pasar la tasa del IC del 27% al 23%; el candidato Kast al 23,5% para llegar al 20% en tres años. La CPC acaba de publicar sus 50 motores para el crecimiento y pone en primer lugar una baja del IC al 23% para llegar al 19%. El Puente, un documento influyente redactado por un grupo de economistas reconocidos, propone la alineación sobre la tasa promedio de la OCDE, o sea el 23,8% (y son los únicos en sugerir compensar la pérdida fiscal con la eliminación de franquicias injustificadas).
Según la comisión Marfán, citada por Ignacio Briones cuando presentó el programa económico de Matthei en el CEP, un punto de IC representa US$ 500m. Los siete puntos del programa de Kast representan entonces US$ 3,5 mm, o sea 6% del ingreso fiscal total del Estado. Los dos candidatos abogan también por el retorno del régimen de la integración (ver más adelante). El Estado recupera por supuesto una parte de la suma gracias al impacto benéfico de la medida sobre el crecimiento y la inversión.
Lo que sorprende es que una medida fiscal de tal importancia se proponga sin muchos argumentos más que la mera observación de una tasa menor en los otros países de la OCDE. De vez en cuando, se citan algunos papers académicos, pero que se refieren a economías mucho más diversificadas, con estructuras productivas diferentes, notablemente con sectores manufactureros sometidos a una competencia internacional intensa.
La medida no resuelve un problema de competitividad externa
Chile se diferencia de los otros países de la OCDE por sus exportaciones, esencialmente productos mineros y agrícolas. Los primeros se someten a una fiscalidad especial y sus precios se establecen a un nivel único en el mercado mundial. Para los segundos, los competidores más directos en nuestro continente son Perú con un tasa de IC del 29,5%, Ecuador 25%, Argentina 35% o Colombia 35%. Con el 27%, Chile no está en la peor posición.
Del lado de las importaciones, se trata esencialmente de energía (con fiscalidad especial) y de productos manufacturados, un sector donde Chile es todavía débil y donde hay medidas más específicas que considerar.
No queda entonces más que la atractividad de Chile para los flujos de capital extranjero. Allí también, estos flujos no solamente miran a Chile, sino a América Latina y su fiscalidad. Además, este capital se invierte poco en el sector manufacturero, mucho más en el minero, en agricultura, en los centros de datos y en la energía donde son otros criterios los que vienen en primer lugar (entre ellos el nivel de calificación de la mano de obra, un punto sobre el cual nuestro país tiene esfuerzos que hacer).
La baja del IC es una medida extremadamente diluida
El ahorro fiscal es finalmente muy módico para los sectores que la necesitarían cuando tienen proyectos importantes de crecimiento. Al revés la medida tiene el carácter de una ganga para los sectores (finanzas, algunos servicios) que invierten poco pero que tienen a menudo los márgenes más elevados. Ahí, el impuesto economizado va directamente al accionista sin mucha reinversión productiva de su parte.
El retorno a una integración total aumenta inútilmente el costo fiscal
El régimen de la integración permite al accionista imputar el IC pagado al nivel de la empresa sobre lo que él debe como impuesto sobre los dividendos recibidos. La imputación es del 100% según las propuestas de los candidatos citados (integración total) contra 65% en el régimen actual de semi-integración. Se recuerda que Felipe Larraín, ministro de Hacienda de Piñera II, había hecho del retorno a la plena integración un asunto personal, lo que había farreado inútilmente una parte del capital político del gobierno apenas instalado.
Hay que ver que muy pocos países en el mundo practican la integración plena. Los más notables son Australia y Nueva Zelanda, dos países con los cuales a Chile le gusta compararse. Pero en estos dos países, la tasa de IC es de respectivamente 30 y 28%.
Hay que ir directamente al objetivo
¿Qué quiere el legislador, en el fondo? Respuesta: ayudar a la inversión. En este caso, hay que encontrar medidas que apunten directamente a la inversión y no indirectamente, mediante un simple aumento de la rentabilidad para el accionista. El legislador también quiere ayudas que no generen burocracia o una discrecionalidad demasiado fuerte por parte de los servicios del Estado.
Aquí las medidas son clásicas. Han sido empleadas masivamente cuando ciertos países europeos y asiáticos estuvieron en una etapa de desarrollo menos avanzada. Se trata por ejemplo de permitir la depreciación acelerada de ciertas clases de bienes de equipo y maquinaria (imputar de una vez el costo de inversión sobre la ganancia gravable del año, lo que alivia la tesorería); bonificar la carga de interés, tomando el Estado a su cargo una proporción fija de los gastos financieros vinculados a estas mismas inversiones; acelerar el reembolso de la IVA, etc.
Hay que reconsiderar finalmente y con fuerza el papel de la Corfo y del dispositivo de toma de participación de una entidad pública en el capital de las startups.
Parece entonces útil echar un poco de agua fría sobre esta especie de exaltación colectiva en favor de una baja del IC. No es para nada una bala de plata. Mejor investigar y inclinarse por ayudas más directas y focalizadas y, por lo que se refiere a la integración, quedarse en el statu quo.
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