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Salir del metro cuadrado: regenerar comunidad en tiempos de fragmentación Opinión

Salir del metro cuadrado: regenerar comunidad en tiempos de fragmentación

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Para la vida colectiva el desafío, como subrayan los estudios recientes, es generar mayor porosidad entre las relaciones cotidianas —familiares, amicales, vecinales, laborales— y las formas más organizadas, de modo que las primeras alimenten lo común y las segundas echen raíces en la vida diaria.


En un país marcado por la fragmentación social, la desconfianza y los impactos cada vez más visibles de la crisis climática, emerge una pregunta urgente: ¿cómo volvemos a tejer comunidad? Familias, barrios y organizaciones suelen replegarse, defendiendo su espacio como pequeños jardines amurallados. Sin embargo, al igual que en la naturaleza, lo social solo se regenera cuando se abre, se mezcla y se conecta. Reconocer que necesitamos más que parcelas cercadas —que requerimos corredores comunitarios capaces de sostener la vida compartida— es un paso decisivo para enfrentar los desafíos de nuestro tiempo.

Las familias suelen entenderse como espacios estrictamente privados, donde cada quien se organiza a su manera y “puertas adentro”. Algo parecido ocurre con los jardines y patios de las casas: los encerramos entre panderetas o rejas, los cuidamos como un espacio íntimo, sin reconocer que forman parte de un ecosistema mayor. Pero ni las familias ni los jardines se agotan en lo privado. En ambos casos, lo que allí sucede desborda los muros: los cuidados, solidaridades y aprendizajes familiares repercuten en el vecindario y la comunidad; las semillas, insectos y nutrientes de un jardín buscan expandirse, mezclarse, regenerar más allá de los límites que intentamos imponerles. ¿Acaso una muralla puede impedir que el polen viaje o que una semilla de ciruelo caiga en el patio contiguo?

Si dejáramos crecer un jardín libremente, saldría fuera de las rejas, buscaría el contacto con otros. Eso es lo natural, pero lo mantenemos contenido, cercado, domesticado. Tal como ocurre con los jardines, también nosotros estamos impelidos a mantenernos contenidos: en casa, en familia, muchas veces ni siquiera interactuando, sino frente a una pantalla. Necesitamos salir, encontrarnos con otros, romper la rutina de nuestros círculos habituales. Esos espacios próximos son valiosos, nos entregan seguridad y sentido de pertenencia, pero al igual que en la naturaleza, la diversidad es fundamental: solo al abrirnos y mezclarnos podemos regenerar vínculos y producir nuevas formas de vida en común.

La investigación sobre lo comunitario en Chile muestra que la familia ejerce una fuerza centrípeta que no solo la encierra en su propia lógica, sino que incluso tiende a “familiarizar” las amistades, jalonándolas hacia dinámicas íntimas y restándoles capacidad para construir vínculos más abiertos y establecer asociaciones en torno a intereses comunes (Letelier et al., 2025). Algo similar sucede con las organizaciones sociales, cada una está empeñada en cuidar su “propio jardín”. El resultado es que lo comunitario aparece muchas veces como un archipiélago de pequeños círculos y grupos más que como una esfera capaz de desplegarse públicamente y cumplir un rol transformador.

Salgamos de nuestro jardín y comencemos a aprovechar los espacios comunes para generar diversidad. Si dejamos atrás el encierro del metro cuadrado y, junto a otros, cuidamos colectivamente esos lugares, aparecen nuevas posibilidades. Y si esos jardines conectan con pasadizos verdes, y esos pasadizos a su vez con plazas, y humedales se crean corredores ecológicos que no solo regeneran la ciudad y los espacios habitados, sino que también conectan barrios y comunidades. En lo social, el equivalente es claro: tejer redes entre familias y amistades, y de éstas con organizaciones, que a su vez se enlazan con otras. Los corredores verdes se vuelven corredores comunitarios, capaces de articular espacios íntimos con espacios colectivos y de multiplicar la vida en común. Estas son necesidades urgentes, no sólo por su impacto en la cohesión social, sino por la contribución ante los efectos de la crisis climática. Los últimos informes del Panel de Expertos Sobre Cambio Climático apuntan a la importancia de las comunidades para enfrentar los problemas derivados del aumento de la temperatura, la escasez hídrica, marejadas, entre otros fenómenos.

De hecho, ya existen experiencias que muestran cómo estas lógicas de cuidado social y de la naturaleza se potencian mutuamente. Los huertos comunitarios, los intercambios de plantas y semillas, las plantaciones colectivas de árboles o la limpieza y vigilancia de los cursos de agua se están multiplicando en distintas localidades y barrios, generando no solo mayor diversidad ecosistémica, sino también ampliando las redes de confianza, cooperación y aprendizaje compartido. Allí, la vida vegetal y la vida social se encuentran: cultivar un bancal, regalar un esqueje o plantar un árbol en conjunto se convierte en un gesto regenerativo doble, ecológico y comunitario a la vez.

Para la vida colectiva el gran desafío, como subrayan los estudios recientes, es generar mayor porosidad entre las relaciones cotidianas —familiares, amicales, vecinales, laborales— y las formas más organizadas, de modo que las primeras alimenten lo común y las segundas echen raíces en la vida diaria. En otras palabras, se trata de transitar del archipiélago de vínculos y grupos fragmentados hacia una esfera comunitaria capaz de sostener la vida y transformarla con autonomía.

Volvamos entonces a la imagen del bosque. Un bosque no es solo un conjunto de árboles aislados: es la interacción de múltiples capas —árboles, arbustos, hierbas, raíces, micelios— que se sostienen entre sí, intercambian nutrientes y crean resiliencia frente a las crisis. Lo mismo ocurre con lo comunitario: las organizaciones visibles son como el dosel que se eleva, pero necesitan de las redes cotidianas y de los vínculos íntimos, que funcionan como raíces, hongos y suelos fértiles. Sin estas bases invisibles, el bosque no se regenera; sin esas tramas de confianza y cuidado, la comunidad no se sostiene. Reconocernos como bosque —diverso, interdependiente y abierto— es la tarea urgente si queremos multiplicar la vida en común y resistir las tormentas de nuestro tiempo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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