
Razón Pública vs. Razón Algorítmica: Un Estado sin sujeto, el caso de Albania
Albania, con su experimento, puede estar inaugurando un futuro que todos querrán imitar, un futuro en el que las máquinas, lejos de rebelarse contra los humanos como en las novelas de ciencia ficción, serán aceptadas gustosamente por los propios ciudadanos, hartos de la mediocridad y la corrupción.
Hace unos días, Albania sorprendió al mundo con un anuncio que, de no ser real, podría haber sido el argumento de una novela distópica o de una sátira política: la asesora de relacionamiento comunitario del gobierno, Diella, sería promovida al cargo de Ministra de Estado a cargo de las Adjudicaciones y Compras Públicas. Hasta aquí, todo normal: un país pequeño, ansioso de mostrar buena conducta ante la Unión Europea, eleva a una asesora a la categoría ministerial. Pero lo extraordinario vino después. Diella no es una persona. Es un software, una criatura digital concebida para ejecutar, con fría neutralidad, lo que los humanos hacen con cálculos, pasiones y, muchas veces, con trampas.
El gesto tuvo, por supuesto, una justificación práctica. Albania, que insiste en su ingreso a la Unión Europea, necesitaba disipar sospechas: su sistema de compras públicas ha sido acusado de ser opaco y vulnerable a la corrupción. ¿Qué mejor carta de presentación que poner a cargo a alguien —o más bien a algo— incapaz de aceptar un soborno, de recibir una llamada inconveniente, de firmar un contrato bajo la mesa? Diella, incorruptible por definición, se presentó como la garantía de que las cuentas cuadrarían, de que el dinero público no se evaporaría en favores y prebendas.
Y, sin embargo, la pregunta no es si Diella funciona, sino qué significa que funcione. Porque, si fracasa, la conclusión es fácil: confirmaremos que las máquinas no sirven para gobernar. Pero si triunfa, si lo hace impecablemente, si adjudica contratos con la transparencia de un cristal y la eficiencia de un reloj suizo, entonces la paradoja se vuelve insoportable: ¿qué lugar queda para la política cuando las decisiones más sensibles ya no necesitan de un sujeto humano que las respalde?
Desde hace siglos, la teoría política se ha obsesionado con la legitimidad. Kant nos dijo que un ciudadano solo obedece las leyes que podría querer como universales; Rawls, que las normas son legítimas cuando se explican con razones públicas que cualquiera pueda comprender; Habermas, que la política se valida en un procedimiento donde las decisiones pueden criticarse y replicarse. Tres versiones de una misma intuición: que el poder se justifica porque hay alguien que responde por él, alguien que habla, explica y —en última instancia— paga el costo de equivocarse.
Pero Diella no habla ni explica. Calcula. Y lo que inquieta no es que calcule mal, sino que pueda hacerlo mejor que nosotros. Si Diella resulta ser más eficiente que cualquier ministro humano, ¿por qué no colocar una Diella en Hacienda, otra en Salud, otra en Justicia? La tentación de multiplicar estos ministros digitales sería irresistible. Y en ese punto la democracia se enfrentaría a una paradoja devastadora: la política se volvería impecable en sus resultados y, al mismo tiempo, vacía en su fundamento. Porque sin sujetos que den razones, lo que queda es pura administración: técnica sin rostro, poder sin responsabilidad.
La ironía es que Albania, con su experimento, puede estar inaugurando un futuro que todos querrán imitar, un futuro en el que las máquinas, lejos de rebelarse contra los humanos como en las novelas de ciencia ficción, serán aceptadas gustosamente por los propios ciudadanos, hartos de la mediocridad y la corrupción de sus gobernantes. No será un golpe de Estado tecnológico, sino una abdicación voluntaria: los políticos se esconderán detrás de algoritmos para no tener que justificar lo que hacen, y los ciudadanos, encantados con la eficacia, dejarán de preguntar.
¿Y qué es una democracia sin preguntas? Un teatro en el que la escena transcurre sin actores, solo con máquinas que mueven la trama en silencio. Dellia podría convertirse en la mejor ministra de Albania y, al mismo tiempo, en la evidencia de que nuestra tradición democrática no está preparada para convivir con decisiones sin sujeto. Quizá esa sea la verdadera revolución: descubrir que lo más inquietante no es que las máquinas tomen el poder, sino que nosotros estemos dispuestos a entregárselo con una sonrisa de alivio.
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